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Un hombre tomó consigo a su nuevo perro de caza y salió de cacería. Al cabo de un rato, disparó sobre un pato, el cual cayó en el lago. El perro fue andando sobre el agua, recogió el pato y se lo llevó a su amo.
El hombre quedó estupefacto. Disparó luego a otro pato, y otra vez, mientras el cazador se restregaba incrédulo los ojos, el perro fue andando sobre el agua y cobró la pieza.
Sin poder dar crédito a sus ojos, al día siguiente invitó a su vecino a que le acompañara. Y de nuevo, cada vez que uno de los dos acertaba a dar a un pato, el perro caminaba sobre el agua y cobraba la pieza. Ninguno de los dos decía una palabra. Pero, al fin, no pudiendo contenerse más, el hombre le espetó a su vecino: “¿No observas nada raro en este perro?”.
El vecino se rascó pensativamente la barbilla y, finalmente, dijo: “La verdad es que si. Andaba yo dándole vueltas, y ya lo tengo: ¡La cría de una escopeta no puede nadar!”.
No es como si la vida estuviera llena de milagros; es más que eso: la vida es milagrosa. Y quien deje de darla por supuesto no tardará en comprobarlo.
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“¿Sabes que tienes un perro muy inteligente?”, le dijo un hombre a su amigo cuando vio a éste jugar a las cartas con su perro.
“No lo creas. No es tan inteligente como parece”, le replicó el otro. “Cada vez que coge buenas cartas menea el rabo”.
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