martes, 9 de diciembre de 2014

16. Cinco veces más (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo





16. Cinco veces más

Lo que más me impresionó en mi primer viaje a Israel fue el compro- bar que, en todas las casas, el mueble fundamental era la biblioteca. En todas ellas, en algún rincón, los libros «reinaban». Por ello no me extrañó cuando me dijeron que Israel era el único país de¡ mundo en el que el número de librerías era notablemente mayor que el de los bares y cafeterías. ¡Casi como en España, donde, según las estadísticas de este año, nos gastamos cinco veces más en bares, restaurantes y cafeterías que en cultura, espectáculos y todos los demás esparcimientos! Para dar cifras exactas, la familia media se gastó el último año 165.638 pesetas en copas, comidas fuera de casa, mientras que en espectáculos se invirtieron sólo 30.674 por familia. Y añadamos que la diferencia está creciendo: se triplicó entre 1980 y 1989. Con lo que nuestra modernización parece empezar por el capricho y no por la cabeza.

He tocado varías veces este asunto en estos cuadernos, pero quiero volver a insistir porque me parece que es la gran clave para entender muchas cosas.

El español (y tal vez el hombre, en general) ha tenido siempre ante el libro tres grandes obstáculos: el precio, el tiempo y el esfuerzo que exige toda lectura.

El primero, el precio, es importante. Es verdad que el libro, en un país de tiradas cortas como es el nuestro, es y ha de ser forzosamente caro. Y si uno coloca la cultura en el décimo puesto de sus intereses, es normal que nunca le lleguen esas dos o tres mil pesetas mensuales que un lector serio necesitaría invertir. Pero siendo caros los libros, no lo son más que un aperitivo en una cafetería o que una entrada para el fútbol o los toros. Lo que sucede es que gastamos sobre todo en lo que nos interesa. Y, desgraciadamente, nuestro país no abunda tampoco en bibliotecas públicas y menos en esas que prestan libros y permiten una tranquila lectura en la casa de cada uno.

Luego está el tema del tiempo. Un lector que no alcance un promedio de una hora diaria de lectura (unos días con otros) difícilmente podrá llamarse un lector. ¿Y de dónde sacar esas horas? Pero aquí uno tiene que preguntarse si no estaremos más ante una disculpa que ante una razón. Porque resulta que ese mismo argumento (la falta de tiempo) se esgrimía hace ya veinte años: nadie tenía unas horas libres para leer. Pero un día Regó la televisión y todos los que carecían de tiempos libres encontraron tres horas diarias para ella. Cuando no más. Y es que el hombre siempre tiene tiempo para lo que quiere, sobre todo si no le cuesta esfuerzo.
Porque tal vez esto último es lo que hace que decrezca el número de lectores. Una hora de lectura supone un mayor esfuerzo mental que cinco horas de televisión o que diez de charleta en un café. Y el hombre es un animal fundamentalmente cómodo.

Pero es que resulta que, normalmente, el fruto de algo se corresponde con el esfuerzo que cuesta conseguirlo. Y un libro bien seleccionado y bien leído estira nuestra cabeza mucho más que cuarenta telefilmes.
El hombre tiene, claro, derecho a divertirse y, añadiré, hasta necesidad de «tirar al vacío» alguna de sus horas. ¿Cómo pedir a quien regresa de trabajar ocho horas de duro estrés que tenga la cabeza lo suficiente- mente fresca como para enfrentarse con un libro de calado? Hay real- mente horas en las que necesitamos, como Rosales decía, «descansar de vivir».

Pero, junto a estos descansos «necesarios», ¿Cuántos son los descansos vacíos y vaciadores? ¿No podríamos conseguir un descanso fecundante hecho de páginas leídas y asimiladas? ¡Ay del que en su vida no encuentra alguno de esos rincones! Los hombres tenemos que ser más hombres, las mujeres más mujeres, es decir, «tener más cantidad de verdadera hombría» dentro de cada uno de nosotros. Y yo ciertamente sería un feminista acérrimo si el feminismo empezara siempre por la cabeza.
Recuerdo siempre que, durante mi viaje a Irlanda, lo que más me llamó la atención fue la postura que los hombres adoptaban en los infinitos pubs-bares que pueblan sus ciudades; estaban allí, sentados en la barra, con mucha frecuencia solos, incluso cuando estaban juntos, con un jarro de cerveza o una copa de güísqui ante ellos, silenciosos, en actitud casi adoradora del líquido que tenían delante. Y así pasaban horas, horas. No lo habrían hecho distinto unos animales rumiantes. Pero ¿rumiantes de qué?, ¿de su propio vacío?


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