18. Los maridos-sartén
Siempre he tenido una simpatía y una admiración muy especiales hacia los monjes. Antes, cuando aún podía yo viajar, me gustaba siempre pasar mis vacaciones o mis días de descanso en monasterios o abadías y charlar con los monjes en sus horas de recreo. Encontraba en la mayoría de ellos una madurez, un equilibrio de alma, unos modos tan sensatos y profundos de entender la vida, que me ayudaban a mí -hombre del barullo- a comprender y entender la mía.
Ese mismo «sabor a vino añejo», esa paz y equilibrio interiores, que hoy es casi imposible encontrar entre la «gente de mundo», he vuelto a encontrarlos leyendo un pequeño-gran libro de un religioso de Poblet que se titula modestamente Reflexiones de un monje y que, editado por Sígueme, firma el padre Agustín Altisent. Es un libro que no intenta descubrir ningún mediterráneo. Son unas simples «reflexiones» sobre la vida, la Iglesia, la fe, pero que tienen ese sentido común que suele ser tan poco común en nuestro tiempo. Hay, por otro lado, en sus páginas un amor a las pequeñas cosas, una ternura sobre el mundo que parecen inhabituales en un corazón que permanece encerrado entre cuatro paredes. Pero es que cuando se tiene verdadero corazón y auténtica humanidad, poco importa ya dónde se vive.
Pues bien: en este libro hay una página que me sirve de apoyo para este comentario mío de hoy. Cuenta el padre Altisent que, enseñando un día el monasterio a una familia, al entrar en la bellísima sala gótica que en Poblet se llama «del abad Copons», la buena señora, por todo comentario, preguntó: «Y esta sala ¿para qué sirve?»
El padre Altisent no pudo evitar una sonrisa irónica y explicó a la buena señora que- esa sala ya hacía algo muy importante siendo tan hermosa como era y que su utilidad práctica interesaba mucho menos que su belleza. Y cuando la señora partió, el monje se quedó pensando qué habría respondido sí la ilustre dama, en lugar de preguntarle para qué servía aquella sala, hubiera querido saber para qué sirve un monje. Y se responde a sí mismo que «un monje no sirve de, ni sirve para, sino que sirve a». Es decir, que lo importante del monje no es lo que pudiera producir (libros, o quesos, o licores), sino el hecho de «servir a Dios».
Respuesta que seguramente habría maravillado a aquella señora y que tal vez asombre un poco a algunos de mis lectores. Porque vivimos en un mundo que parece pensar que el único valor de las cosas o de las personas es su utilidad práctica. ¡Mala jugada la que nos hicieron el señor Adam Smith y el señor Carlos Marx, que lograron convencemos a todos de que lo que no sirve para producir no
sirve para nada! ¡Pobres flores! í Pobres versos de los poetas! ¡Pobres ríos de la montaña! ¡Pobres santos y místicos también! Nuestro utilitario mundo habría corregido a Hamlet y le había hecho decir: «Ser productivo o no ser», ya que hoy se pensaría que «ser hombre», «estar vivo», «difundir alegría o amor» son cosas que no existen o que, al menos, no sirven para nada.
Podría decirse, en todo caso, que las cosas tienen que «servir para» algo, ¡pero no las personas! Unas tijeras sirven para cortar, una cu@bara sirve para tomar la sopa, una sartén para freír. Pero --comenta divertido el padre Altisent- «¿qué habría dicho esa señora si alguien le pregunta para qué sirve su marido o de qué sirve su marido?» Y se responde a sí mismo el buen monje: «Si una señora pensase que esas expresiones se le pueden aplicar a su esposo, sería señal de que, para ella, su marido es un marido-sartén.»
La frase me ha encantado, porque, efectivamente, hay muchas per- sonas en nuestro mundo que miran a cuantos les rodean como hombres- sartén, y así tienen marido-sartén, hijos-sartén, servidores o criadas-sartén. Sartenes cuyos mangos parecen tener en sus manos. Son gentes que «usan» a los demás y, encima, los usan como servilletas de «usar y tirar». Es decir, te quieren en la medida que les sirves para algo y te olvidan cuando ya, más que servir, les pesas. ¿Cuántos ancianos-sartén no habrá en nuestro mundo? ¿Cuántos amigos-sartén tenemos cada uno de nosotros?
Habrá que reivindicar el valor de lo inútil. De la belleza que no «sirve» para nada. De la sonrisa que tampoco «sirve». Del amor que no sirve para nada... práctico y, por tanto, es lo único que sirve para algo verdadero.
Sin olvidar que cuando los creyentes servimos «a» Dios en realidad no le servimos «para» nada, ya que Dios nada necesita. Y lo mismo habrá que decir, a la inversa, cuando alguien nos pregunte: «Y creer en Dios, ¿para qué os sirve?» Pues... para nada. Creer en Dios nos llena, nos hace felices, es maravillosamente inútil, aunque no nos cure nuestras enfermedades, aunque nos siga dejando en la noche oscura. Yo, al menos, no le sirvo «a» El «para» que El me sirva. Le quiero porque le quiero, lo mismo que El me quiere porque me quiere. Eso es todo. Y no me dirán ustedes que preferirían que Dios se pareciera a los tornillos (que sirven para tanto) y no a las flores (que, felizmente, no sirven para nada).
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