19. El último milagro del Padre Llorente
Creo que debo muchos trozos de mi infancia -tal vez de los mejores- al padre Segundo Llorente. Verán ustedes: allá en los años de la primera posguerra no había demasiadas cosas que exaltaran la imagina- ción de un muchacho y, menos aún, que llenaran su corazón. Televisión -gracias a Dios- no teníamos. El cine, en una dirninuta ciudad como la mía, lo pisábamos una vez al mes, cuando mucho. Los tebeos podían entretenerte, pero no llenarte. A mí, en definitiva, el Capitán Centella o Roberto Alcázar y Pedrín me dejaban al fresco. Con lo que no tenías otro palacio interior que las lecturas, que tampoco abundaban precisa- mente para los muchachos. Aunque yo supliera ese vacío -y bien que me alegro- tragándome medio Lopc de Vega, medio Dickens y hasta Hornero o Virgilio, si bien no sé si logré enterarme de mucho. Mas ahí se quedaron, en el baúl del alma.
Pero lo que a mí verdaderamente me llenaban -fíjense qué pecado más idiota- eran las novelas misionales. El 90 por 100 eran literariamente deleznables, lo confieso, pero a mí me eran útiles para llenar mi imaginación de fantaseos.
Y, entre todas, hubo algunas que fueron para mí la primera de mis drogas: las novelas que el padre Llorente iba publicando por capítulos en El Siglo de las Misiones. Cada nuevo número de la revista era como una multiplicación de mi alma. En buena parte, claro, por lo que tenían de heroísmo: aquel misionero español, casi paisano mío, perdi@o en desiertos en los que a kilómetros vivían pequeños grupitos de esquimales que debían de tener la piel de sus almas más dura que la de las focas, pero a los que el padre Llorente quería con una vocación sencillamente inexplicable, me producía tanta admiración como asombro. Le veía -siempre al lado de una estufa- rodeado por pequeñas familias de akuluraqueños, explicándoles un catecismo que no entendían ni a la de tres, siempre a treinta grados bajo cero, en interminables noches de dieciocho horas. Llorente era como el protagonista de mis sueños, ¡y qué confortable me parecía mi jergón de seminarista, apretándome en mi única manta, mientras le imaginaba a él en la soledad de un iglú!
Pero la verdad es que lo que del padre Llorente me impresionaba más que nada no era ni lo duro ni lo aventurero de su vida, sino el que él la viviera tan alegremente. Este hombre tenía como el carisma del gozo, de convertir en broma permanente las cosas más apasionantes. Una vez te explicaba muy divertido, que, al despertarse por las mañanas, muchos días no podía abrir materialmente la boca, porque al habérsele hecho carambanitos en torno a los pelos del bigote y de la barba, se le entrecruzaban y formaban una rejilla que encarcelaba su lengua. Otro comentaba sus esfuerzos para explicar a los suyos la diferencia entre un pecado grande y un pecado pequeño, que no estaba, corno sus esquimales entendían, en que pecado grande fuera matar o pegar a un adulto y pecado pequeño hacerlo con un niño.
Del padre Llorente dijo uno de los que le conocieron que «parecía que Dios le hubiera ungido con el óleo del júbilo». Y era literalmente cierto. Pero lo era por razones profundamente teológicas. El confesaba abiertamente que «la bondad de Dios me inunda y me pasma y me deja literalmente alelado». 0 explicaba muy razonablemente por qué el que ama no sufre: «El misionero no sufre gran cosa si tiene vocación. Es un error imaginarse al misionero medio destrozado por las fatigas, triste, suspirando ayes continuamente y hecho una miseria. Cuando Dios escoge a uno para un oficio, le da todas las ayudas que necesita para desempeñar razonablemente dicho oficio. Dios está con el misionero que lo es por vocación y le hace alegre la vida. La nieve da gusto verla tan blanca. El hielo es ideal para patinar. El frío ayuda a no sudar cuando uno está forrado de pieles, que, de otro modo, le tostarían a uno. Los piojos no son tan repulsivos como los pintan: da gusto verles moverse perezosamente, tan inocentones e indefensos. La soledad ayuda poderosamente a unirse con Dios y a despojarse de las bajezas de este mundo tan villano, tan infeliz y tan lleno de cementerios.» ¿Cómo puede estar triste quien logra ver así el mundo?
Lo único que a Llorente le entristecía -y eso mucho- era la frivolidad con la que los cristianos podíamos soportar que cuatro quintas partes del mundo no hubieran oído aún jamás el nombre de Jesús. Por eso gritaba a sus compañeros jesuitas y sacerdotes: «Pero ¿qué van a hacer ustedes en España? En España el que se condena es porque le da la gana: tiene todos los medios para salvarse, tiene iglesias, tiene sacerdotes, tiene de todo. Pero hay miles y miles de paganos que no han oído nunca hablar de Jesucristo. » Luego, en otras páginas, entendía, sí, que se podía misionar también desde un hospital o desde la propia casa, pero le parecía a él que, en el fondo, la cobardía nunca puede producir demasiada alegría.
Ahora, año y medio después de su muerte, han querido reeditar una antología de aquellos escritos suyos que eran inencontrables. Bajo el título de Cuarenta años en el círculo polar, nos llega esta ráfaga de gozo. Y ha pasado por mi casa como un trozo de lo mejor de mi infancia como un renovado milagro de alegría. Uno de esos milagros que, mientras agonizaba, le pidió su hermano que siguiera haciendo desde el ciclo. «Pero ¿tú te crees -musitó el agonizante que en el cielo voy a mandar yo?» «En el ciclo -insistió el hermano-- mandan los amigos de Dios.» Y los ojos de Segundo Llorente se iluminaron por última vez: « ¡A eso no quiero que me gane nadie! »
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