viernes, 19 de diciembre de 2014

24. El hombre que gastaba bien su dinero (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

24. El hombre que gastaba bien su dinero



Charlaban aquellos dos amigos sobre el dinero que ganaban, y uno le decía al otro: «Pues chico, con lo que tú estás ganando deberías vivir como un príncipe. No entiendo en qué se te va el dinero. »

Y el segundo amigo le respondió: «La cosa es bien simple, de todo lo que gano, invierto un tercio en pagar deudas; otro tercio lo coloco a buen interés para el futuro, y con el tercer tercio, vivo.» «Pero ¿tantas deudas tienes? ¿Y qué interés es ése?», insistió el amigo.

«Te lo explicaré: Tengo una deuda enorme con mis padres, a quienes costé un dineral para pagarme la carrera y mantenerme mientras preparé oposiciones. Ahora ellos están mal y soy yo quien les sostiene.»

«¿Y los intereses?» «Es lo que invierto en la formación de mis hijos. Este es un capital un tanto arriesgado, como cuando juegas en bolsa: puede que sea un fracaso y que a la larga no te produzca nada. Pero si tienes un poco de suerte, te aseguro que no hay dinero mejor invertido, por el hecho de hacer a unos hombres, porque esos hombres son mis hijos y porque, incluso, puede que me lo devuelvan dándome muchas alegrías el día de mañana.»

Esta conversación que cuento tiene - como mis amigos pueden sospechar - mucho más de fábula moral que de hecho real. Pero dice verdades como puños.

La primera es la deuda que todos tenemos hacia nuestros padres. Esa deuda que casi nadie reconoce y en la que raramente pensamos.

Los padres tienen, claro, obligación de encargarse de la educación de sus hijos. Pero esta obligación suya no hace menor la deuda por parte de quienes la reciben.

¿Cuánto más cómoda podría haber sido la vida de nuestros padres sin nosotros? ¿De cuántas cosas tuvieron que privarse para pagar nuestras medicinas, nuestros estudios, nuestras mismas diversiones?

Y no basta con decir: Era su obligación, si no querían hacer esos gastos, nadie les obligaba a tenernos. No basta, porque si nos tuvieron fue por amor y para darnos a nosotros algo tan bueno como es la vida y todo lo que en ella somos.

Yo siempre he considerado que el mejor dinero y, sobre todo, el mejor tiempo que un hombre puede invertir es el que emplea en agradecer y hacer felices a sus padres.

Si a mí me preguntan ustedes cuál es el mayor orgullo de mi vida, les diré que fue poder realizar uno de mis sueños. A mí me pagaron mis padres la carrera en la Universidad de Roma con mucho esfuerzo, con muchas privaciones suyas. Y siempre soñé que, un día, yo podría llevar a mis padres a conocer Italia.
Y el premio Nadal me vino de perillas para realizar ese sueño. Nunca he gastado mejor un dinero que en aquellas tres semanas en las que recorrí Italia con ellos. Aún hoy - treinta años después - veo el brillo de los ojos de mi madre en la audiencia con el Papa o la alegría de mi padre cuando nos sentarnos a tomar un helado en la plaza de Venecía. Ese, ése fue mi mejor premio, superior a toda la fama y a todos los prestigios que cualquier premio literario pudiera darte.

Y la segunda gran felicidad es poder preparar con nuestro trabajo la felicidad de otros seres, y no digamos si se trata de hijos. Regalar es siempre un regalo para el que regala.


Y no me digan ustedes que el noventa por ciento de los hijos no serán el día de mañana conscientes de los esfuerzos que sus padres hicieron por ellos. Es verdad. Es tristísimo, pero es verdad.


La ingratitud es una de las espinas más crueles que lleva en su carne la raza humana y estamos acostumbrados a encontrar natural que nuestros padres se hagan cargo de nuestra educación y nuestros estudios. ¡Cuántos ancianos en la miseria no recibirán jamás ni el diez por ciento de lo que en sus hijos invirtieron!


Sí, no lo oculto: el amor es una bolsa peligrosa en la que con frecuencia las acciones del cariño van bajando de cotización en manos de los que ahora las tienen.

Y, sin embargo, agradecidas o no, son inversiones que deben hacerse y con gozo. Yo sé que de hecho los más de los padres no regatean jamás en lo que hay que gastar para sus hijos y que lo hacen sin preguntarse si un día eso será agradecido, Esta es una de las grandes cosas que tiene la raza humana: que el verdadero amor es siempre gratuito y sin espera de compensaciones.

Pero tal vez por eso (porque los padres son generosos por naturaleza, salvo algunos monstruos) tendrían los hijos que aguzar su conciencia para descubrir que esos intereses hay que pagarlos si uno quiere ser un hijo de verdad. ¿Qué vale la compra de un coche nuevo frente a una arde de felicidad a unos padres?


Y si, encima, uno es cristiano, ¿cómo olvidar que Jesús no hablaba broma cuando decía aquello de que al que da algo se le dará el ciento por uno ?. Esa sí que es buena herencia.



No hay comentarios:

Publicar un comentario