martes, 2 de diciembre de 2014

9. Ochenta años (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

9. Ochenta años.



Un buen amigo, que sabe el cariño que yo le tuve al padre Llorente, que fue misionero en Alaska durante más de treinta años y que hace poco murió, me envía la carta suya que recibió poco después de que el buen padre cumpliera los ochenta años.



Y, como es una carta-tesoro, me permito transcribir aquí alguno de sus párrafos:

En el primero habla del aniversario que acaba de cumplir. Y dice: «Me pide usted en su carta que le diga algo de lo que pienso al

entrar en los ochenta años. Le quedo muy agradecido por creer que a los ochenta años todavía puedo pensar. Yendo pronto al grano, digo que pienso en muchas cosas.



Por ejemplo, en los terribles y frecuentes sustos y sobresaltos que he causado al Ángel de mi Guarda. Pienso también en las incalculables horas perdidas a lo largo de tan larga vida. Si las hubiera aprovechado mejor, tal vez hoy podría hablar tantas lenguas como el Santo Padre, o por lo menos la mitad. Y acaso hubiera llegado a la mitad de la altura mística a la que llegó San Juan de la Cruz, que murió a los cuarenta y nueve años. El tiempo que perdemos en la vida tiene que ser leña de roble para el purgatorio, donde arderá más tiempo del que quisiéramos.»


Me impresiona que, entre bromas y hablando como quien juega, puedan decirse cosas tan graves y tremendas. ¡Qué cierto es eso de que perdemos la mitad o lo mejor de nuestra vida! ¡Qué verdad la de que muchos santos que vivieron muchísimo menos que nosotros avanzaron hacia Dios muchísimo más! ¡Y qué exacto eso de que responderemos en el juicio por cada minuto que vivimos sin amor! ¡Qué real aquella dramática frase de que «todo el que camina media hora sin amor se acerca hacia su tumba con el sudario puesto»! Si fuéramos medianamente conscientes de esto, nuestras vidas serían tan distintas...


¿O tendremos que esperar a los ochenta años para enterarnos de ello? El padre Llorente traslada ahora su ironía - esta vez más triste- a describir cuál es la vida del hombre de ochenta años:
«A los ochenta años se desvanecen los sueños, se modifican los planes, se recortan las ambiciones, se aquietan las pasiones, ya no se duerme la noche de un tirón, da gusto estar sentado, cuesta subir escaleras, se alargan las siestas y se echan de menos los compañeros de estudio. Ya quedan pocos; y de esos pocos, unos están sordos, otros viven en la enfermería, otros caminan a tientas y otros han perdido la memoria. Siempre puede uno establecer contactos con la gente joven; pero el vino añejo sabe mejor que el nuevo.»


El retrato es cruel, pero, salvo excepciones, verdadero. ¿Qué ganaríamos con disimular la realidad oscura del envejecimiento?

Pero el mismo padre Llorente demuestra que, con todo eso, a pesar de todo eso, un anciano puede mantener la alegría y también, incluso, el trabajo que le sigue manteniendo útil.


Por eso, inmediatamente, añade que aunque ya no puede permanecer como misionero en Alaska, sí puede seguir misionando en este hospital de Idaho en el que vive retirado. Allí atiende a los 145 enfermos que lo llenan, allí trabaja los cinco días de la semana, completándolos con la ayuda, sábados y domingos, en la parroquia de¡ pueblo, en la que aún confiesa y predica.


¿Y qué hace en el hospital? «Después del desayuno tomo del sagrario la píxide llena de hostias consagradas y me pierdo por los tránsitos entre médicos, enfermeras y otros empleados. Con la lista de enfermos en la mano voy visitando las camas.


A unos les animo, a otros les hago reír con un chiste gracioso, a otros les confieso y les doy la comunión y, si están muy alicaídos, les pongo los santos óleos; a otros les paso por alto porque ayer me dijeron que no tienen religión ni la quieren tener, y la cama del hospital no es sitio para discutir teologías y aumentar la presión arterial, ya muy subida; a otros, ya en plena mejoría, los entretengo con historias amenas acomodadas a cada cual, y así voy de unos a otros. Cuando encuentro a un enfermo que no se me pone a tiro, le digo al Señor: 'Vamos, que aquí no nos dan posada.' Cuando encuentro un enfermo bien dispuesto, me siento en la silla y hablamos de Dios.»


He aquí un hombre que aprovechó su juventud y su adultez, y que se dispone a llenar hasta el borde su ancianidad. En lo que puede.


En lo mucho que «aún» puede. Siempre con el escrupuloso respeto a la conciencia de los demás. Siempre con la alegría de quien tiene el alma rebosante de gozo, aunque sus piernas se arrastren por los largos pasillos. Y todo ello con una vigilante autoexigencia. Porque él sabe muy bien que «no hay que olvidar que se puede caer en el peligro de la rutina y trivializar lo más santo. Porque eso de llevar el Santísimo horas enteras sobre el pecho puede parecer algo del otro mundo. Pero se le puede perder el respeto a Dios. Tiene uno que estar revisándose constantemente y moverse con actitud reverenciar, adorando y dando gracias como hacen los ángeles en los sagrarios. Al que mucho se le da, mucho se le pedirá».

Pido al lector perdón si me he limitado a transcribir esta carta. Pero ¿qué podría añadir yo a semejante maravilla?

 


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