lunes, 5 de enero de 2015

40. La vela de la caja de cristal (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

40. La vela de la caja de cristal
Recuerdo que en la alacena aquella de los recuerdos había, en mi infancia, uno que (yo tardé mucho en saber por qué) era como el más sagrado de todos. Era una vela larga como una batuta de director de orquesta y que se adelgazaba también en una de sus puntas. Dormía, flotaba más bien, en una cajita de cristal a cuyos lados estaban las. fotos de boda de mis padres, el reloj de mi abuelo y una especie de relicario que contenía un trocito de olivo traído de¡ Huerto de Jerusalén no sé por quién.
Pero lo más importante del anaquel era, como ya he dicho, la misteriosa vela.
Salía sólo una vez al año de la vitrina: para presidir la tarta del día de mi santo, rodeada de cuatro, de cinco, de seis velas menores, según fueran cinco, seis o siete los años de mi edad. Entre las demás, la vela de la alacena destacaba como una catedral sobre las casas de una vieja capital de provincias. Y hasta parecía que diera más luz o iluminase mejor que las otras.
Un año -no puedo yo precisar cuántos serían los míos, pero, en todo caso, menos de siete mí madre me explicó que aquélla era la vela que habían dado a mi madrina el día de mi bautismo y que mí madre sabía muy bien que el cura, al entregársela, le había explicado que aquélla era la luz de Cristo y que deber suyo sería ya, toda la vida, conservar y acrecentar el brillo de aquella luz. Y aunque no sé si entonces lo entendí del todo, añadió que es que la fe cristiana no era como un capital que se poseía y uno guardaba en un cajón, sino que era algo que se nos daba para repartir y que maldito para lo que servía una vela que se guardase su luz para sí misma y no iluminase e incendiase a los demás.
Recuerdo hoy muy bien aquella conversación no sólo porque configuró mi vida, sino porque es, además, la única que explica por qué soy como soy y por qué mi familia fue la que fue.
Verán ustedes: con mucha frecuencia vienen jóvenes periodistas a hacerme entrevistas o me las mandan por correo para sus revistillas juveniles. Y me hacen preguntas tan gordas que normalmente necesitaría escribir un libro entero para contestar cada una. Pero la que no falla es la de por qué me hice sacerdote, que si era religioso el ambiente de mi familia, si esto influyó en mí.
A estas dos últimas preguntas siempre contesto afirmativamente. Pero cuando después me quedo pensándolo, me doy cuenta de que no he dicho lo que quería decir. Porque dato que en mi familia se tenía fe y se rezaba. Pero no fue eso lo verdaderamente significativo y lo que, en definitiva, influyó en mi vocación sacerdotal. Hay cientos de casas muy religiosas cuyos hijos no acaban siendo sacerdotes.En mi caso fue, ante todo naturalmente, una de esas «gracias tumbativas» de Dios y también el influjo de mi familia, pero no por eso que he venido definiendo como religiosidad hasta aquí.
Lo novedoso en mi casa es que se creía «para» difundir la fe. Nadie entendía que se tenía fe con tenerla. Al contrarío: se pensaba que se empezaba a tener verdadera fe cristiana cuando se luchaba en serio por difundirla. Dicho técnicamente: mi familia era, además de creyente, además de cristiana, además de católica, una cosa más: sustancialmente apostólica.
Eran aquellos los tiempos de la Acción Católica, y todos en casa se embarcaban de alguna manera en ella. Mi padre casi nos enseñó a leer en el manual de Civardi. Y en casa todos eran en alguna de las cuatro ramas: si mi padre era un año presidente del grupo de hombres, al siguiente mi madre era secretaria de las mujeres, mi hermano Antonio presidente de los jóvenes y Crucita vocal de formación de las jóvenes. Angelines y yo éramos demasiado pequeños para ser nada de nada, pero aun así nos pasábamos las mañanas llevando y trayendo sobres con citaciones para un retiro espiritual; sacando -con aquel primitivo ciclostil- de gelatina y tinta morada- copias de las canciones que había que cantar en tal o cual acto, o guardando Angelines la comida porque mi madre y mi hermana mayor se habían ido «de propagandas o de ayuda social a no sé qué pueblo vecino.
A mí todo aquello me parecía como estar construyendo ya pedacitos del reino de Dios y ya me resultó muy fácil concluir que ser cura era simplemente dedicarse a aquello, pero más en exclusivo. De entonces me viene la «manía» de hablar de Dios y de Cristo y la de pensar que ésa es una de las pocas formas que tiene un ser humano para no perder completamente su vida. Ya sé, claro, que a Dios se le quiere y se le difunde de muchos modos, pero yo me encontré «enrollado» en éste y ahí parece que, gracias a Dios, sigo.
Ahora se habla mucho de por qué hay tan pocas vocaciones sacerdotales y se dice que porque hay pocas familias con ambiente católico. Yo no lo creo. Hay muchas, muchísimas familias que creen en Dios apasionadamente y le aman. Lo que dudo es que sean tantas las que hayan descubierto que no se es cristiano sólo por ser bueno: que se es cristiano cuando se domina a otros.
Y ahora entienden ustedes mi recuerdo de aquella vela que parecía una batuta de director de orquesta. Desgraciadamente, la mía no existe ya: se nos quemó en el incendio que en 1943 destruyó mi casa. Pero yo la sigo teniendo dentro y me sigue quemando cada vez que bautizo a un niño y digo a sus padres: «A vosotros se os encarga conservar y acrecentar esta luz.»

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