lunes, 12 de enero de 2015

45. Un niño ha renacido (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

45. Un niño ha renacido
Cuando hubo apenas apretado la última bombilla, Lucía se retiró dos pasos y contempló su obra, pero haciéndolo no con sus ojos, sino con los que pondría, al llegar media hora más tarde, su hijo Luisito. Veía ya su madre el estallido de gozo del niño, entre el asombro y el entusiasmo, su correr hacia el árbol como queriendo abrazarlo y comérselo. Le imaginaba mudo de sorpresa cuando, al apretar ella uno de los botones, comenzara a sonar aquel villancico que parecía nacido entre las ramas, que, al tocarlas el niño, llorarían harina como nevada. Luego Luisito --ella le conocía bien- volvería sucesivamente sus ojos a su madre y a su padre y les abrazaría las rodillas estallando en lágrimas de ternura y alegría.
El reloj del salón dio las dos y media. Era el sonido habitual del carrillón, pero en aquellos días todo parecía tener ritmo navideño, acentuado tal vez por la nevada que no dejaba de caer tras los cristales, mansa y solemne, como litúrgicos. Y como aún faltaba media hora para que llegaran su marido y el niño -se habían acercado a Valladobd para comprar unos farolillos- se sentó a descansar &ente al televisor.
Y fue entonces cuando apareció el rostro de aquella mujer que jamás olvidaría:
-Yo les pido que me den un corazón para mi hijo. Los médicos aseguran que no pasará de esta noche si no lo encontramos, dicen...
La voz había comenzado plana e inexpresivo, monótona, pero en cada palabra había ido cargándose de emoción, y ya las últimas apenas pudieron oírse entre sollozos.
-Dicen que si no nos llega hoy mismo un corazón...
La cámara, piadosa, se alejó del plano del rostro de la mujer y se fue a la cama, donde un pequeño de cinco años yacía, no se sabía ya muy bien, si vivo o muerto. Un respirator tapaba su boca y un entrecruzado de tubos apenas dejaba ver los ojos claros, desgarradoramente abiertos.
-Un corazón, un corazón, si ustedes pueden -repetía, terca, la voz-. Es mi hijo único. Yo quiero que viva. Que vi...
Ahora los sollozos estrangularon la palabra. Y se fundieron, a cientos de kilómetros, con los que Lucía, que ya no veía el árbol de Navidad, sino que estaba como magnetizada ante aquel lecho de hospital contemplando a un niño que muy bien podía ser, por edad y por el color de sus ojos, su hijo Luisito.
-¡Dios mío, si a mí me ocurriera algo así!
Pero agitó la cabeza espantando el pensamiento, mientras con el dorso de la mano se secaba unas lágrimas por aquella otra madre que, esa noche, no estaría para pensar en árboles de Navidad.
Fuera seguía nevando.-Grupos de muchachos celebraban una batalla campal de bolas de nieve que los transeúntes trataban de esquivar. Y en los rostros de las gentes, que portaban cestos o grandes bolsas de comestibles, se pintaba un aire de fiesta como si todo, árboles, casas, personas, estuviera recién barnizado. De los comercios salían las notas del «Campana sobre campana» y los chavales del coro parroquias montaban, con el cura, un abeto gigantesco enfrente de la puerta de la parroquia.
Pero Lucía no veía ya nada de todo aquello. Era como si su imaginación se hubiera quedado clavada en aquellos dos ojos desmesurada- mente abiertos que había entrevisto entre el respirator y los tubos del hospital. A la misma hora en que Dios naciera, pensaba, se cerrarían para siempre aquellos dos ojos. Esta noche, se dijo a sí misma, nadie tendría derecho a decir en las iglesias eso de «Un niño nos ha nacido». Y se dio cuenta de que ya no podía llorar porque aquello le estaba desecando el alma.
En ese momento sonó el teléfono. ¿Lo había presentido? Corrió a casa de su cuñado y, con gritos inconexos, le pidió que le llevase a Valladohd, al Hospital Provincia¡, en el que, desde hacía media hora, agonizaba su hijo y estaba muy grave su marido, arrastrado el coche en el que regresaban a casa por un camión a la altura de Tudela de Duero.
Ahora no sentía nada. El corazón se había quedado detenido, como congelado. Miraba hacia delante como una estatua de piedra, sueltos al aire los cabellos con los que el viento gélido que entraba por la ventanilla jugaba como si quisiera arrancárselos. Ni ideas, ni sentimientos, nada, sólo la fosca idea de la muerte, como un muro que no te permite mirar un centímetro más allá. De cuando en cuando cruzaban por su imaginación dos ojos de niño, pero no lograba adivinar si eran los entrevistos un segundo en la televisión o los que se intentaba imaginar en el lecho agonizante de Luisito. ¡Dios, Dios, no puede ser, no puede ser! Un aullido de loba malherida se le metía lenta y silenciosamente como un cuchillo en la carne. Pero ya no dolía, porque quedaba más allá de todo dolor.
-¿Ha muerto? -preguntó al médico que la esperaba a la puerta de la UVI.
-Su marido está recuperándose.
-¿Y el niño?
-El niño, sí. El niño llegó muerto ya.
No hubiera sido mayor el desplomarse del mundo. Cayó como fulminada y durante largos minutos tuvieron que darle aire para que se recobrase. Cuando abrió los ojos estaban extraviados, como los de una loca. Mas no gritó. Un llanto manso vino a convertirse en la mejor y la más piadosa de las medicinas. Y, aun a través de las lágrimas, pudo ver la nieve que seguía cayendo tras la ventana, envuelta por los gritos de los vendedores de una cercana feria en la que una tómbola ínundaba el aire a ritmo de víllancicos.
Y entonces, sin pensarlo, como si viniera o saliera de otro mundo, Lucía levantó los ojos al doctor que trataba de consolarla y le dijo.
-¿Y el corazón?
La miró el médico sin entender y, con el mimo con que se habla a una loca, inquirió:
-¿Qué pasa con el corazón?
-¿Que si sirve, que si puede servir?
-¿A qué? ¿A quién?
-No sé. A algún otro niño. A esa madre que lo pedía por televisión.
Y el médico estaba aún asombrado:
-¿Y es usted capaz de pensar ahora en ... ?
-¡Su madre estaba tan triste!
Y después de un largo silencio:
-Con una muerte ya hay bastante.
El castillo interior, que había resistido hasta entonces, ahora se vino abajo: por su imaginación acababa de cruzar el árbol de Navidad que había dejado en casa con las bombillas encendidas y las ramas nevadas de harina. Ya nadie estallaría de gozo al contemplarlo. Y desde aquel día el silencio crecería en su casa como un mar sin orillas. Un silencio en el que, cuando más, podría imaginarse el sonido de un corazón. Pero que ya no sería el de su hijo Luisito.
Porque el corazón de su pequeño corría ya hacía Madrid en una caja de acero, y en cada kilómetro que avanzaba, hacía latir más deprisa el corazón de aquella otra madre que Lucía ni conocía, pero en el que ella acababa de replantar la esperanza. A derecha e izquierda de la carretera, como escoltando aquella caja sagrada, presentaban armas todos los abetos nevados del paisaje. De cuando en cuando, al estar alguna rama demasiado cargada, la nieve acumulada sobre ella caía como una
paletada de tierra sobre una sepultura, pidiendo a la ambulancia que acelerase porque la muerte aguardaba muy cerca de aquel otro corazón de Puerta de Hierro y era necesario que no concluyera este día de Nochebuena sin que le llegase el refuerzo misericordioso de aquel otro corazón de Luisito.
Las campanas de los pueblos al borde de la carretera gritaban con sus repiques: «Es Navidad», «Es Navidad». Dentro de poco los curas subirían a los altares y repetirían aquello de «nos ha nacido un niño», y, a lo mejor, hasta explicaban que este niño nacía para dar vida a los demás porque traía muchos corazones de repuesto.
Pero no todos lo entendían. Los mismos enfermeros que llevaban la ambulancia maldecían su suerte. «Este año se perdían la Nochebuena.» Y no se enteraban de que jamás la hicieron tanto con sus manos. Extraño privilegio este del hombre: pasar junto a los volcanes del gozo sin enterarse.
Al entrar en Madrid las calles guiñaban pícaramente a la noche con sus bombillas. Se cruzaban grupos de gamberros con zambombas y esquilones y algún borracho trazaba eses proclamando vivas a la libertad. Muchos se apretujaban en los autobuses tras sus últimas compras. Y cuando la ambulancia se detuvo ante Puerta de Hierro, en el ciclo sonaron las doce en punto de la Nochebuena. Era la hora de nacer. O de renacer. En el quirófano sólo faltaron la mula y el buey.

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