lunes, 5 de enero de 2015

Beato Diego José de Cádiz - Santa Genoveva Torres Morales 05012014

lunes 05 Enero 2015

Beato Diego José de Cádiz




PRESBÍTERO, I ORDEN
OFM Cap Andalucía: MO
(la Familia Franciscana celebra su ML el 5 de enero)
Nació en Cádiz en 1743.
De jovencito entró en la Orden Capuchina. Fue un predicador asombroso, así en Andalucía como en buena parte de la Península.
Los mayores templos eran incapaces de contener a sus oyentes. Sus dotes  oratorias iban acompañadas de singulares gracias del cielo.
Se le consideraba apóstol de la misericordia. Escribió numerosas obras. Murió en Ronda en 1801.
Lo beatificó León XIII en 1894.
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De las cartas del beato Diego José de Cádiz, presbítero, a su director espiritual Francisco Javier González(El director perfecto y el dirigido santo, Sevilla 1901, pp. 126, 210, 280, 287)
Deseo un altísimo trato con Dios
¿Es  verdad, Padre mío, que ha de verlo cumplido este su ruín, vilísimo y  miserabilísimo hijo de usted? ¡Sería tan dichoso, que así lo vea  cumplido, y después dé mi vida y derrame mi sangre por mi Dios y por mis  prójimos!
Los  pecados del pueblo no dejan de abrumarme bastante; sin duda porque no  reconozco los gravísimos míos. Con este pensamiento estaba un día en el  coro con la comunidad como queriendo disuadirme de su peso, y se me  ocurrió, con viveza y eficacia, cuánta era mi deuda a satisfacerlos, en  vista de lo que mi Señor Jesucristo hizo y padeció, aun siendo justo,  con los ajenos que tomó a su cargo. Con este mismo peso suelo  sobresaltarme, cuando hay alguna ocurrencia de males temporales en el  pueblo.
Qué  saeta no es para mi corazón aquella repetida expresión que usa usted en  sus cartas: que soy llamado para «capuchino, misionero y santo». No  puedo leerla sin que todo el interior y aun las entrañas se me conmuevan  con dulce, pero extraña fuerza. Ella es un clavo que a todas horas  punza sin lastimar, y en toda ocasión y circunstancia la veo inseparable  de mí. Usted me lo dice inspirado de Dios, sin haberle yo manifestado  los prodigios que motivaron y acompañaron mi vocación. Revienta mi  corazón por ser todo de Dios, por lograr su intento, que es no faltar un  ápice a lo que el Señor quiere de mí. De aquí es que, cuando oigo o  pienso que en mis tareas censuran algo, se quejan, me delatan, etc.,  toda mi angustia es: «Yo he faltado a lo que mi Dios quiere de mí; éstos  lo conocen y yo no.» Si temo como miserable la desgracia de los  poderosos, me parece que sin mucho trabajo se desvanecen; mas en  llegando a esto de haber faltado en un átomo a la voluntad de Dios y a  lo que quiere de mí, no cabe consuelo en mi corazón. No me turbo ni me  inquieto, pero si me es una congoja tan interior y profunda que, sino me  engaño, es ella la que debilita mis fuerzas más que las tareas  corporales. Toda mi ansia es llenar lo que Dios ha dispuesto de mí, y,  en una palabra, Padre de mi corazón y de mi alma, ser en esto una  perfecta semejanza de mi Señor Jesucristo, porque así lo sería en todo.
Deseo  un interior, familiar y altísimo trato con Dios, seco, amargo y lejos  de toda sensibilidad; quisiera hacer asombrosos prodigios en el mundo,  quisiera pasar las noches en oración, sin necesitar dormir, quisiera que  a cuantos hablase y mirase, se convirtiesen, y quisiera qué sé yo qué;  pues nada, nada, nada llena mi corazón, y creo que uno de los mayores  quebrantos que padecieron los santos fue esta insaciabilidad de sus  corazones en lo que deseaban obrar con Dios.
















  

Hosanna a ti, Señor, porque a los hombres
de todos los sectores de su época
tú enviaste a fray Diego, como apóstol,
con el fuego y la fe de tus profetas.



Honor a ti, Señor, porque al llamarle
al retiro, a la paz, a la pobreza,
su firme vocación de capuchino
dio sentido total a su existencia.



Bendito seas tú, porque en el cruce
de sus largas campañas evangélicas,
para su afán tenaz de misionero
tu palabra fue siempre luz y fuerza.



Loado seas tú, porque en su vida,
testigo de tu amor sobre la tierra,
para su empeño libre de ser santo
hermanaste tu gracia con su entrega.



Gloria a ti, Dios eterno, trino y uno:
Padre, Hijo y Espíritu, en tu Iglesia,
porque por ti fray Diego, ya sin término,
es signo de tu amor y tu presencia. Amén.







Señor  Dios, que has concedido al beato Diego José la sabiduría de los santos,  y le has encomendado la salvación de su pueblo, concédenos, por su  intercesión, discernir lo que es bueno y justo, y anunciar a todos los  hombres la riqueza insondable que es Cristo. Que vive y reina contigo.


Santa Genoveva Torres Morales




 

«Su experiencia personal de dolor, con una pierna amputada, graves problemas familiares, y soledad le dispusieron para acoger la Obra a la que Dios la había destinado: ser consoladora de las ancianas y de las personas afligidas»

Originaria de Almenara, Castellón, España, nació el 3 de enero de 1870. De familia humilde, desde temprana edad experimentó el dolor de la separación de sus padres y cuatro de sus cinco hermanos. Entonces tenía 8 años y, de la noche a la mañana, tuvo que afrontar con decisión y madurez el cuidado de la casa y de su hermano. La catequesis era el único momento de esparcimiento que cabía en su vida. Tanto peso y esfuerzo le pasaron pronto la factura. Enfermó gravemente y ofreció a Cristo sus intensos dolores. Nada pudo hacerse por su pierna izquierda ya que cuando los familiares se dieron cuenta, solo cabía su amputación. La intervención se efectuó sin anestesia. Estuvo a punto de morir, pero esa experiencia hizo de ella una mujer abnegada y paciente en el dolor, alegre, generosa y desprendida, deseosa de cumplir la voluntad de Dios; y lo hizo con piedad y buen humor, sin queja alguna.


Durante años todo su quehacer fue doméstico, amasado en rezos y lecturas espirituales. Una funesta caída en 1885 cubrió su cuerpo de llagas. Entonces su hermano, que había enviudado y contraído nuevas nupcias, se separó de ella para no importunar a la esposa que no deseaba hacerse cargo de Genoveva. De modo que tenía 15 años cuando ingresó en la «casa de Misericordia» de Valencia de las Carmelitas de la Caridad. Nueve años más tarde mostró su deseo de formar parte de la comunidad, pero no fue admitida a causa de su imposibilidad física. Dios le tenía reservado fundar otra Orden.

Tuvo en cuenta el gravísimo y doloroso problema de la soledad y el abandono que frecuentemente acucia a personas de edad avanzada que, o bien no tienen familiares o no hay quien quiera hacerse cargo de ellas. Así pues, persiguiendo la voluntad de Dios, y sin haber intentado ingresar en ninguna otra Institución, dejó el orfanato y se trasladó a un domicilio junto a dos compañeras con las que comenzó a ejercitar obras de piedad. Con la costura se procuraba el sustento, hasta que en 1911 abrió una casa para acoger a mujeres que vivían en soledad. Contribuirían con su pensión y recibirían un trato delicado lleno de atenciones.

Sustentaba la Sociedad Angélica la adoración nocturna de la Eucaristía. De esta obra la designaron directora, pero ella se decía a sí misma: «¿Quién soy yo? Más nada que nadie». Estaba convencida de que la Obra precisaba«un gigante de mujer con corazón de hombre». La humildad era su corona. Y aunque no se sintiera digna de asumir esa misión, lo cierto es que la fundación se extendió por Madrid, Barcelona, Bilbao, Santander, Pamplona y otras Provincias. En 1915 comenzaron a profesar privadamente. Y en 1925 la primitiva Sociedad Angélica fue erigida Instituto religioso diocesano, profesando Genoveva junto a 18 religiosas ante el arzobispo de Zaragoza, donde quedó fijada la sede generalicia, hallándose al frente de ella como madre general. Acompañó, confortó y animó a sus hijas durante la Guerra Civil española, y dio cobijo en la casa de Valencia a muchas personas que pudieron perder la vida. Llena de confianza y con gran decisión impulsó la recuperación de las casas que habían sido afectadas por la contienda, sacándolas adelante.

Fomentó el amor la Eucaristía, se entregó por entero a los demás, y logró que las residencias de mayores se convirtieran en un remanso de paz para todas las mujeres solitarias y afligidas a las que acogieron. Decía: «No damos prueba de que amamos a Dios, si por una pequeña dificultad dejamos de servirle con fidelidad. Para hacer frente a las dificultades es necesaria la fortaleza». Había tenido siempre el consuelo de la oración, a la que se sentía inclinada: «Por la gracia de Dios siento atractivo para orar y por intercesión de la Santísima Virgen pido a Dios que me acreciente más y más este atractivo. Porque, si bien por la misericordia de Dios todo lo creado me lleva a El, lo saqué de la constancia en la oración en medio de las dificultades y miedos para tenerla».

En 1953 la obra obtuvo el «Decretum Laudis» en Roma. Ella cesó en sus funciones en 1954 y se puso a merced de la nueva madre general. A lo largo de 1955 sus escasas fuerzas iban decayendo y, tras un ataque de apoplejía que le sobrevino en Navidad y del que mejoró transitoriamente, murió en Zaragoza el 5 de enero de 1956. Fue canonizada en Madrid por Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003.

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