sábado, 14 de febrero de 2015

74. El tapaagujeros. (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

74. El tapaagujeros.
Recibo con frecuencia cartas de personas que se preguntan por qué tolera Dios que el mundo marche mal, por qué no remedia los dolores de la gente, por qué no hace nada.
Una madre me escribe hoy con una letanía de preguntas: quiere a Dios; quiere rezar, pero a veces deja de hacerlo porque ese montón de cuestiones se lo impide. «Si Dios sabía el principio y el fin de este amargo mundo -me dice--, ¿por qué lo hizo así ? ¿ Por qué comemos sólo un tercio de los humanos?
El sabía que somos malos y egoístas, ¿por qué no nos hizo mejores? ¿Por qué deja que los inocentes sufran? Es difícil tener fe viendo cómo están los drogadictos y sus familias. ¿Por qué lo consiente? ¿Es que tengo que estar toda la vida creyendo en Dios y no comprenderlo? ¿Por qué no arregla el mundo de hoy a mañana?»
La carta de esta señora -aunque comprendo su angustia y sé que hay problemas que nunca acabaremos de entender- me preocupa, sobre todo porque refleja hasta qué punto están difundidos dos espantosos errores: la confusión de Dios con un tapaagujeros, la no aceptación de la libertad humana y, como consecuencia de los dos, el cómodo echarle a Dios las culpas que tenemos nosotros.
Ahora resulta que, en lugar de sentirnos avergonzados quienes comemos por tres, le echamos a Dios la culpa de que no coman los otros dos tercios. Ahora resulta que tendría Dios que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros deberes.
Dios, ciertamente, no es el tapaagujeros que deba pasarse la vida cerrando los que nosotros abrimos. Y resulta que si El nos hubiera hecho «más buenos», es decir, incapacitados para ser malos, ya no seríamos buenos en absoluto porque seríamos marionetas obligadas a la bondad.
La bondad es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no lo es. Y no es cierto que Dios haya hecho malo al hombre: le ha dado un infinito potencial de bondad, aunque también haya respetado la libertad de ese hombre -como cualquier padre hace con su hijo- aceptando el riesgo de la equivocación.
¿La solución entonces? La solución, señora, es que usted y yo seamos buenos y luchemos por que los demás lo sean. Pero ¿y Dios? ¿El no tiene nada que hacer? Claro, y ya lo ha hecho: nos ha hecho a usted y a mí y a todos los demás para que luchemos por el bien.
Y no me pregunte: ¿Qué tengo que hacer para que mis hijos sean cristianos y les guste la misa? Es muy simple: hágales usted cristianos, consiga usted demostrarles que el cristianismo vale la pena, demuéstreselo con su vida, explíqueles con hechos qué la misa es imprescindible para usted y que de ella saca todo el cariño para amarles. Y respete luego su libertad como Dios hace con nosotros. Pero, sobre todo, no le eche usted a Dios las culpas que nosotros tenemos. Demasiado cómodo, ¿no le parece?

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