77. Batir un record.
Me parece que la mayor parte de la gente no es feliz porque, en lugar de dedicarse a vivir, a lo que se dedican es a batir récords. Tiene razón José María Cabodevilla cuando asegura que los hombres «hemos creído que el éxito consistía en adelantar al resto de los jugadores. La consecución de la meta ha sido reemplazada por la persecución del competidor».
Es exacto. Y ocurre en los deportes como en la vida. Un saltador no quiere saltar mucho, aspira a saltar un centímetro más de los que saltó el poseedor del récord. Un equipo de fútbol no se preocupa por jugar bien, lo que le interesa es meter un gol más que su contrario. Y en la vida, tres cuartos de lo mismo.
La gente no quiere vivir bien, aspira a vivir mejor que sus vecinos. Y así es como la vida se nos va convirtiendo en un torneo de envidias. El portero de la fábrica envidia al director porque tiene más dinero y vive mejor. El director de la fábrica envidia al gerente porque tiene una mujer guapísima. El gerente envidia al jefe de negociado porque le gana siempre al ajedrez. El jefe de negociado envidia al jefe de personal porque tiene unos hijos preciosos y que funcionan de maravilla en los estudios.
El jefe de personal envidia al joven recién ingresado en la empresa porque liga como nadie en las discotecas. El joven recién ingresado envidia al portero porque no da golpe, mientras a él lo traen como una peonza. Y así es cómo todos envidian a todos. A todos les falta lo que desean. Y, como a todos les falta lo que desean, creen que no pueden ser felices, ya que gastan más tiempo en soñar lo que les falta que en gozar de lo que tienen.
Sí, se diría que la gente no aspira a ser feliz, sino a llegar a la felicidad antes y por caminos más floridos que sus compañeros o competidores. No importa tanto llegar a la meta como ser los mejores y más rápidos.Pero luego resulta que la verdadera felicidad consiste en disfrutar de lo que tenemos, en sacar el máximo de punta a nuestra propia alma y no en pasarse la vida soñando utopías.
Si la gente tuviera conciencia de las cosas que tiene, todos se sentirían millonarios. Si nos entregásemos a saborear lo que nos ha sido dado en lugar de luchar como perros por lo que nos parece tan imprescindible, a lo mejor dejábamos de necesitar todo eso que ambicionamos.
En realidad, en la vida no hay caminos buenos y caminos malos. Lo que hay son buenos y malos caminantes. «No hay -lo dice también Cabodevilla en su juego de la oca- viajes maravillosos. Lo que hay son viajeros maravillados.» Y así es como hay personas que son felicísimas haciendo una pequeña excursión a la sierra vecina, mientras otras bostezan dando la vuelta al mundo.
Y hay quienes son felices con cuatro perras y quienes nunca se cansan de desear. Mingote lo contaba en un chiste reciente, dibujando a un niño feliz que, en una caja de cartón, veía tanques, coches de bomberos, autobuses y coches de fórmulas, junto a otros chavales que, sin imaginación, ningún placer sacaban de sus sofisticadísimos juguetes. Porque, en conclusión, la única riqueza es nuestra alma, y basta ella sola para llenarnos de felicidad.
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