79. La pirámide
¿Sabría usted sentarse a la mesa y dibujar sobre una cuartilla la pirámide de su vida? ¿Podría precisar cuál es, con exactitud, su escala de valores? ¿Podría dar cuenta de dónde está el verdadero centro de su alma y cuáles son, en cambio, sus suburbios?
No estoy formulando preguntas retóricas, sino cuestiones que todo ser medianamente vivo debería poder responder sin vacilación alguna. Pero lo asombroso es que la mayoría de los humanos vivimos sin haber- nos planteado jamás cuestiones que deberían ser elementalísimas: ¿Qué es para mí el prestigio? ¿Qué importancia doy, de hecho, al éxito? ¿Qué significa el dinero en mi escala de valores? ¿Antepongo mi trabajo a mi familia? ¿Qué ocupa mayor parte de mis energías vitales: mis ideas o mi prójimo? ¿Qué me dolería más perder: mis esperanzas o mis amistades?
Planteo todo esto al hilo de una lectura de Charles du Bos. Porque hay un momento en la vida del escritor francés en el que descubre que se está produciendo un giro, una mutación en su escala de valores. «Hasta ahora –dice- mi trabajo se cernía sobre mí; ahora yo me cierno sobre mi trabajo.» Y descubre que «el prestigio y el valor del prestigio han ocupado un puesto demasiado importante, desproporcionado», en su vida. Y que debe instaurar una nueva pirámide de valores en su existencia, porque quiere que, en el futuro, estén «Dios en la cumbre; después, su mujer y su hijita; en seguida, inmediatamente después del amor a los suyos, mas por encima de su trabajo, la esfera inmensa de pertenencia al Prójimo y no menos las tareas nacidas de la comunidad».
Este «giro» de valores es normal -y obligado- en todo hombre medianamente consciente. Que en la juventud uno idolatre el éxito es casi inevitable. Que uno conceda en los comienzos de la hombría un
valor desproporcionado al prestigio, también parece cosa normalísima. Ya empieza a ser enfermizo el que alguien -a cualquier edad- coloque el dinero o la comodidad por encima de sus ilusiones. Pero lo que es realmente grave es que uno llegue a los treinta años sin descubrir que el prójimo es -y debe ser- el centro de cualquier alma que no quiera estar vacía. Pero ¿qué porcentaje de humanos tiene de veras -de veras- su centro en «la esfera inmensa de pertenencia al prójimo y a la comunidad»?
Me temo que por eso hay tan pocos hombres. Y es que «allí donde está tu tesoro, allí está tu corazón». Y los más tienen su corazón en tesoros de oropel. Trabajan tanto que, al final, ya no saben por qué ni para qué trabajan. Su oficio les oprime, en lugar de realizarles. Pesa sobre ellos, se cierne sobre ellos, en lugar de ser ellos quienes dirigen y se ciernen sobre su trabajo. Creen que luchan por algo y son simples robots.
Por eso me parece tan importante el comenzar a aclararse -ya desde la juventud- cuáles son los verdaderos ejes de nuestra vida. Porque, si invertimos la pirámide de las cosas importantes, acabaremos aplastados por su propio peso
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