VII. EL ESPÍRITU DE
LA EVANGELIZACIÓN
Exhortación apremiante
74. No quisiéramos poner fin a este
coloquio con nuestros hermanos e hijos amadísimos, sin hacer una llamada
referente a las actitudes interiores que
deben animar a los obreros de la evangelización.
En nombre de nuestro Señor Jesucristo, de
los Apóstoles Pedro y Pablo, exhortamos a todos aquellos que,
gracias a los carismas del Espíritu y al
mandato de la Iglesia, son verdaderos evangelizadores, a ser dignos de esta
vocación, a ejercerla sin resistencias
debidas a la duda o al temor, a no descuidar las condiciones que harán esta
evangelización no sólo posible, sino
también activa y fructuosa. He aquí, entre otras las condiciones fundamentales
que queremos subrayar.
Bajo el aliento del Espíritu
75. No habrá nunca evangelización posible
sin la acción del Espíritu Santo. Sobre Jesús de Nazaret el Espíritu
descendió en el momento del bautismo,
cuando la voz del Padre -"Tú eres mi hijo muy amado, en ti pongo mi
complacencia"- (107) manifiesta de
manera sensible su elección y misión.
Es
"conducido por el Espíritu" para vivir en el desierto el combate
decisivo y la prueba suprema antes de dar
comienzo a esta misión (108). "Con la
fuerza del Espíritu" (109) vuelve a Galilea e inaugura en Nazaret su
predicación, aplicándose a sí mismo el
pasaje de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí". "Hoy,
proclama El,
se cumple esta Escritura" (110). A
los Discípulos, a quienes está para enviar, les dice alentando sobre ellos:
"Recibid el Espíritu Santo"
(111).
En efecto, solamente después de la venida
del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los Apóstoles salen hacia
todas las partes del mundo para comenzar
la gran obra de evangelización de la Iglesia, y Pedro explica el
acontecimiento como la realización de la
profecía de Joel: "Yo derramaré mi Espíritu" (112). Pedro, lleno del
Espíritu Santo habla al pueblo acerca de
Jesús Hijo de Dios (113). Pablo mismo está lleno del Espíritu Santo
(114) ante de entregarse a su ministerio
apostólico, como lo está también Esteban cuando es elegido diácono y
más adelante, cuando da testimonio con su
sangre (115). El Espíritu que hace hablar a Pedro, a Pablo y a los
Doce, inspirando las palabras que ellos
deben pronunciar, desciende también "sobre los que escuchan la
Palabra"
(116).
"Gracias al apoyo del Espíritu Santo,
la Iglesia crece" (117). El es el alma de esta Iglesia. El es quien
explica a los
fieles el sentido profundo de las
enseñanzas de Jesús y su misterio. El es quien, hoy igual que en los comienzos
de
la Iglesia, actúa en cada evangelizador
que se deja poseer y conducir por El, y pone en los labios las palabras que
por sí solo no podría hallar,
predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora
de
la Buena Nueva y del reino anunciado.
Las técnicas de evangelización son buenas,
pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta
del Espíritu. La preparación más refinada
del evangelizador no consigue absolutamente nada sin El. Sin El, la
dialéctica más convincente es impotente
sobre el espíritu de los hombres. Sin El, los esquemas más elaborados
sobre bases sociológicas o sicológicas se
revelan pronto desprovistos de todo valor.
Nosotros vivimos en la Iglesia un momento
privilegiado del Espíritu. Por todas partes se trata de conocerlo mejor,
tal como lo revela la Escritura. Uno se
siente feliz de estar bajo su moción. Se hace asamblea en torno a El.
Quiere dejarse conducir por El.
Ahora bien, si el Espíritu de Dios ocupa
un puesto eminente en la vida de la Iglesia, actúa todavía mucho más en
su misión evangelizadora. No es una
casualidad que el gran comienzo de la evangelización tuviera lugar la mañana
de Pentecostés, bajo el soplo del
Espíritu.
Puede decirse que el Espíritu Santo es el
agente principal de la evangelización: El es quien impulsa a cada uno a
anunciar el Evangelio y quien en lo hondo
de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación
(118). Pero se puede decir igualmente que
El es el término de la evangelización: solamente El suscita la nueva
creación, la humanidad nueva a la que la
evangelizació debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la
misma evangelización querría provocar en
la comunidad cristiana. A través de El, la evangelización penetra en los
corazones, ya que El es quien hace
discernir los signos de los tiempos -signos de Dios- que la evangelización
descubre y valoriza en el interior de la
historia.
El Sínodo de los Obispos de 1974,
insistiendo mucho sobre el puesto que ocupa el Espíritu Santo en la
evangelización, expresó asimismo el deseo
de que Pastores y teólogos -y añadiríamos también los fieles marcados
con el sello del Espíritu en el bautismo-
estudien profundamente la naturaleza y la forma de la acción del Espíritu
Santo en la evangelización de hoy día.
Este es también nuestro deseo, al mismo tiempo que exhortamos a todos y
cada uno de los evangelizadores a invocar
constantemente con fe y fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar
prudentemente por El como inspirador
decisivo de sus programas, de sus iniciativas, de su actividad
evangelizadora.
Testigos auténticos
76. Consideramos ahora la persona misma de
los evangelizadores. Se ha repetido frecuentemente en nuestros días
que este siglo siente sed de autenticidad.
Sobre todo con relación a los jóvenes, se afirma que éstos sufren
horrores ante lo ficticio, ante la falsedad,
y que además son decididamente partidarios de la verdad y la
transparencia.
A estos "signos de los tiempos"
debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes
gritos, pero siempre con fuerza, se nos
pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que
creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que
vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una
condición esencial con vistas a una
eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en
cierta medida nos hacemos responsables del
Evangelio que proclamamos.
Al comienzo de esta reflexión, nos hemos
preguntado: ¿Qué es de la Iglesia, diez años después del Concilio?
¿Está anclada en el corazón del mundo y es
suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da
testimonio de la propia solidaridad hacia
los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto? ¿Ha ganado en ardor
contemplativo y de adoración, y pone más
celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su
empeño en el esfuerzo de buscar el
restablecimiento de la plena unidad entre los cristianos, lo cual hace más
eficaz
el testimonio común, con el fin de que el
mundo crea? (119). Todos nosotros somos responsables de las
respuestas que pueden darse a estos
interrogantes.
Exhortamos, pues, a nuestros hermanos en
el Episcopado, puestos por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia
de Dios (120). Exhortamos a los sacerdotes
y a los diáconos, colaboradores de los obispos para congregar el
pueblo de Dios y animar espiritualmente
las comunidades locales. Exhortamos también a los religiosos y religiosas,
testigos de una Iglesia llamada a la
santidad y, por tanto, invitados de manera especial a una vida que dé
testimonio de las bienaventuranzas
evangélicas. Exhortamos asimismo a los seglares: familias cristianas, jóvenes y
adultos, a todos los que tienen un cargo,
a los dirigentes, sin olvidar a los pobres tantas veces ricos de fe y de
esperanza, a todos los seglares
conscientes de su papel evangelizador al servicio de la Iglesia o en el corazón
de la
sociedad y del mundo. Nos les decimos a
todos: es necesario que nuestro celo evangelizador brote de una
verdadera santidad de vida y que, como nos
lo sugiere el Concilio Vaticano II, la predicación alimentada con la
oración y sobre todo con el amor a la
Eucaristía, redunde en mayor santidad del predicador (121).
Paradójicamente, el mundo, que a pesar de
los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por
caminos insospechados y siente
dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen
de un Dios a quien ellos mismos conocen y
tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (122). El
mundo exige y espera de nosotros sencillez
de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente
para los pequeños y los pobres, obediencia
y humildad, desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de
santidad, nuestra palabra difícilmente
abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo
de hacerse vana e infecunda.
Búsqueda de la unidad
77. La fuerza de la evangelización quedará
muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí
por tantas clases de rupturas. ¿No estará
quizás ahí uno de los grandes males de la evangelización? En efecto, si el
Evangelio que proclamamos aparece desgarrado
por querellas doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por
condenas recíprocas entre cristianos, al
antojo de sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia, e incluso a
causa de sus distintas concepciones de la
sociedad y de las instituciones humanas, ¿cómo pretender que aquellos
a los que se dirige nuestra predicación no
se muestren perturbados, desorientados, si no escandalizados?
El testamento espiritual del Señor nos
dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que
somos suyos, sino también la prueba de que
El es enviado del Padre, prueba de credulidad de los cristianos y del
mismo Cristo. Evangelizadores: nosotros
debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres
divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada,
sino la de hombres adultos en la fe,
capaces de encontrarse más allá de las
tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de
la verdad. Sí, la suerte de la
evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la
Iglesia.
He aquí una fuente de responsabilidad,
pero también de consuelo.
Dicho esto, queremos subrayar el signo de
la unidad entre todos los cristianos, como camino e instrumento de
evangelización. La división de los
cristianos constituye una situación de hecho grave, que viene a cercenar la
obra
misma de Cristo. El Concilio Vaticano II
dice clara y firmemente que esta división "perjudica la causa santísima de
la predicación del Evangelio a toda
criatura y cierra a muchos las puertas de la fe" (123).
Por eso, al anunciar el Año Santo creímos
necesario recordar a todos los fieles del mundo católico que "la
reconciliación de todos los hombres con
Dios, nuestro Padre, depende del restablecimiento de la comunión de
aquello que ya han reconocido y aceptado
en la fe a Jesucristo como Señor de la misericordia, que libera a los
hombres y los une en el espíritu de amor y
de verdad" (124).
Con una gran sensación de esperanza vemos
los esfuerzos que se realizan en el mundo cristiano en orden al
restablecimiento de la plena unidad,
deseada por Cristo. San Pablo nos lo asegura: "la esperanza no quedará
confundida" (125). Mientras seguimos
trabajando para obtener del Señor la plena unidad, queremos que se
intensifique la oración; además, hacemos
nuestros los deseos de los padres del III Sínodo de los Obispos, que se
colabore con mayor empeño con los hermanos
cristianos a quienes todavía no estamos unidos por una comunión
perfecta, basándonos en el fundamento del
bautismo y de la fe que nos es común, para ofrecer desde ahora
mediante la misma obra de evangelización
un testimonio común más amplio de Cristo ante el mundo. Nos impulsa
a ello el mandato de Cristo. Lo exige el
deber de predicar y dar testimonio del Evangelio.
Servidores de la verdad
78. El Evangelio que nos ha sido
encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que hace libres (126)
y que es la única que procura la paz del
corazón; esto es lo que la gente va buscando cuando le anunciamos la
Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la
verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad
acerca del mundo. Verdad difícil que
buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo
repetimos una vez más, ni los dueños, ni
los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores.
De todo evangelizador se espera que posea
el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y
comunica no es otra que la verdad revelada
y, por tanto, más que ninguna otra, forma parte de la verdad primera
que es el mismo Dios. El predicador del
Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca
siempre la verdad que debe transmitir a
los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar
a los hombres, de causar asombro, ni por
originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No
obscurece la verdad revelada por pereza de
buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve
generosamente sin avasallarla.
Pastores del pueblo de Dios: nuestro
servici pastoral nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la
verdad sin reparar en sacrificio. Muchos
eminentes y santos Pastores nos han legado el ejemplo de este amor, en
muchos casos heroicos, a la verdad. El
Dios de verdad espera de nosotros que seamos los defensores vigilantes y
los
predicadores devotos de la misma.
Doctores, ya seáis teólogos o exégetas, o
historiadores: la obra de la evangelización tiene necesidad de vuestra
infatigable labor de investigación y
también de vuestra atención y delicadeza en la transmisión de la verdad, a la
que vuestros estudios os acercan, pero que
siempre desborda el corazón del hombre porque es la verdad misma
de Dios.
Padres y maestros: vuestra tarea, que los
múltiples conflictos actuales hacen difícil, es la de ayudar a vuestros hijos
y alumnos a descubrir la verdad,
comprendida la verdad religiosa y espiritual.
Animados por el amor
79. La obra de la evangelización supone,
en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a
los que evangeliza. Un modelo de
evangelizador como el Apóstol San Pablo escribía a los tesalonicenses estas
palabras que son todo un programa para
nosotros: "Así, llevados de nuestro amor por vosotros, queremos no
sólo daros el Evangelio de Dios, sino aun
nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos" (127).
¿De qué amor se trata? Mucho más que el de
un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre
(128). Tal es el amor que el Señor espera
de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia.
Un signo de amor será el deseo de ofrecer
la verdad y conducir a la unidad. Un signo de amor será igualmente
dedicarse sin reservas y sin mirar atrás
al anuncio de Jesucristo. Añadamos ahora otros signos de este amor.
El primero es el respeto a la situación
religiosa y espiritual de la persona que se evangeliza. Respeto a su ritmo que
no se puede forzar demasiado. Respecto a
su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar.
Otra señal de este amor es el cuidado de
no herir a los demás, sobre todo si son débiles en su fe (129), con
afirmaciones que pueden ser claras para
los iniciados, pero que pueden ser causa de perturbación o escándalo en
los fieles, provocando una herida en sus
almas.
Será también una señal de amor el esfuerzo
desplegado para transmitir a los cristianos certezas sólidas basadas en
la palabra de Dios, y no dudas o
incertidumbres nacidas de una erudición mal asimilada. Los fieles tienen
necesidad de esas certezas en su vida
cristiana; tienen derecho a ellas en cuanto hijos de Dios que, poniéndose en
sus brazos, se abandonan totalmente a las
exigencias del amor.
Con el fervor de los Santos
80. Nuestra llamada se inspira ahora en el
fervor de los más grandes predicadores y evangelizadores, cuya vida
fue consagrada al apostolado. De entre
ellos nos complacemos en recordar aquellos que Nos mismos hemos
propuesto a la veneración de los fieles
durante el Año Santo. Ellos han sabido superar todos los obstáculos que se
oponían a la evangelización.
De tales obstáculos, que perduran en
nuestro tiempo, nos limitaremos a citar la falta de fervor, tanto más grave
cuanto que viene de dentro. Dicha falta de
fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al
ambiente y en el desinterés, y sobre todo
en la falta de alegría y de esperanza. Por ello, a todos aquellos que por
cualquier título o en cualquier grado
tienen la obligación de evangelizar, Nos los exhortamos a alimentar siempre el
fervor del espíritu (130).
Este fervor exige, ante todo, que evitemos
recurrir a pretextos que parecen oponerse a la evangelización. Los más
insidiosos son ciertamente aquellos para
cuya justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio.
Con demasiada frecuencia y bajo formas
diversas se oye decir que imponer una verdad, por ejemplo la del
Evangelio; que imponer una vía, aunque sea
la de la salvación, no es sino una violencia cometida contra la libertad
religiosa. Además, se añade, ¿para qué
anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del
corazón? Por otra parte, es bien sabido
que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No
es,
pues, una ilusión pretender llevar el
Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo
Señor ha esparcido?
Cualquiera que haga un esfuerzo por
examinar a fondo, a la luz de los documentos conciliares, las cuestiones de
tales y tan superficiales razonamientos
plantean, encontrará una bien distinta visión de la realidad.
Sería ciertamente un error imponer
cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa
conciencia la verdad evangélica y la
salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto
hacia las opciones libres que luego pueda
hacer -sin coacciones, solicitaciones menos rectas o estímulos
indebidos- (131), lejos de ser un atentado
contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la cual se
ofrece la elección de un camino que
incluso los no creyentes juzgan noble y exaltante. O, ¿puede ser un crimen
contra la libertad ajena proclamar con
alegría la Buena Nueva conocida gracias a la misericordia del Señor?
(132). O, ¿por qué únicamente la mentira y
el error, la degradación y la pornografía han de tener derecho a ser
propuestas y, por desgracia, incluso
impuestas con frecuencia por una propaganda destructiva difundida mediante
los medios de comunicación social, por la
tolerancia legal, por el miedo de los buenos y la audacia de los malos?
Este modo respetuoso de proponer la verdad
de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del
evangelizador. Y es a la vez un derecho de
sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de
la salvación. Esta salvación viene
realizada por Dios en quien El lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo
El conoce (133). En realidad, si su Hijo
ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su
palabra y su vida, los caminos ordinarios
de la salvación. Y El nos ha ordenado transmitir a los demás, con su
misma autoridad, esta revelación. No sería
inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en
profundidad, a través de la oración, este
pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a
la misericordia de Dios, si nosotros no
les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por
negligencia, por miedo, por vergüenza -lo
que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio- (134), o por ideas
falsas omitimos anunciarlo? Porque eso
significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros
del Evangelio, quiere hacer germinar la
semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y
produzca fruto.
Conservemos, pues, el fervor espiritual.
Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso
cuando hay que sembrar entre lágrimas.
Hagámoslo -como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros
Apóstoles, como esa multitud de admirables
evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la
Iglesia- con un ímpetu interior que nadie
ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras
vidas entregadas. Y ojalá que el mundo
actual -que busca a veces con angustia, a veces con esperanza- pueda así
recibir la Buena Nueva, no a través de
evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a
través de ministros del Evangelio, cuya
vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la
alegría de Cristo, y aceptan consagrar su
vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el
mundo.
NOTAS
107. Mt. 3, 17. [Regresar]
108. Mt. 4, 1. [Regresar]
109. Lc. 4, 14. [Regresar]
110. Lc. 4, 18, 21 cf. Is 61,
1. [Regresar]
111. Jn. 20, 22. [Regresar]
112. Act. 2, 17. [Regresar]
113. Cf. Act. 4, 8.
[Regresar]
114. Cf. Act. 9, 17.
[Regresar]
115. Cf. Act. 6, 5. 10; 7,
55. [Regresar]
116. Cf. Act. 10, 44.
[Regresar]
117. Cf. Act. 9, 31. [Regresar]
118. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad
gentes, 4: ASS 58 (1966), pp. 950-951. [Regresar]
119. Cf. Jn. 17, 21. [Regresar]
120. Cf. Act. 20, 28. [Regresar]
121. Cf. Decr. Presbyterorum
ordinis, 13: AAS 58 (1966), p. 1011. [Regresar]
122. Cf. Heb. 11, 27. [Regresar]
123. Decr. Ad gentes, 6: AAS 58 (1966),
pp. 954-955; cf. Decr. Unitatis redintegratio, 1: AAS 57 (1965),
pp. 90-91. [Regresar]
124. Bula Apostolorum limina, VII: AAS 66
(1974), p. 305. [Regresar]
125. Rom. 5, 5. [Regresar]
126. Cf. Jn. 8, 32. [Regresar]
127. 1 Tes. 2, 8: cf. Flp. 1, 8. [Regresar]
128. Cf. 1 Tes. 2, 7. 11; 1 Cor. 4, 15;
Gál. 4, 19. [Regresar]
129. Cf. 1 Cor. 8, 9-13; Rom. 14, 15. [Regresar]
130. Cf. Rom. 12, 11. [Regresar]
131. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 4: AAS 58 (1966), p. 933.
[Regresar]
132. Cf. ib., 9-14: AAS, pp. 935-940.
[Regresar]
133. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad
gentes, 7: AAS 58 (1966), p. 955. [Regresar]
134. Cf. Rom. 1, 16. [Regresar]
Exhortación apostólica de su Santidad Pablo VI
Evangelii nuntiandi.
CONCLUSIONES
La consigna del Año Santo
81. Este es, hermanos e hijos, el grito
que brota de nuestra alma, como un eco de la voz de nuestros hermanos
reunidos en la III Asamblea General del
Sínodo de los Obispos. Esta es la consigna que Nos queremos dar al final
del Año Santo, que nos ha permitido
percibir mejor que nunca las necesidades y expectativas de una multitud de
hermanos, cristianos o no, que esperan de
la Iglesia la Palabra de salvación.
Que la luz del Año Santo, que ha brillado
en las Iglesias particulares y en Roma para millones de conciencias
reconciliadas con Dios, pueda difundirse
igualmente después del Jubileo mediante un programa de acción pastoral,
del que la evangelización es el aspecto
fundamental, y se prolongue a lo largo de estos años que preanuncian la
vigilia de un nuevo siglo, y la vigilia
del tercer milenio del cristianismo.
María, estrella de evangelización
82. Estos son los deseos que nos
complacemos en depositar en las manos y en el corazón de la Santísima Virgen,
la Inmaculada, en este día especialmente
dedicado a Ella y en el X aniversario de la clausura del Concilio Vaticano
II. En la mañana de Pentecostés, Ella
presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo el influjo del
Espíritu Santo. Sea Ella la estrella de la
evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del
Señor, debe promover y realizar, sobre
todo en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza.
En el nombre de Cristo os bendecimos a
vosotros, a vuestras comunidades, vuestras familias y vuestros seres
queridos, haciendo nuestras las palabras
de San Pablo a los filipenses: "Siempre que me acuerdo de vosotros doy
gracias a mi Dios; siempre, en todas mis
oraciones, pidiendo con gozo por vosotros, a causa de vuestra comunión
en
el Evangelio desde el primer día hasta ahora. (...) os llevo en el corazón; y
(...) en mi defensa y en la
confirmación del Evangelio, sois todos
vosotros participantes de mi gracia. Testigo me es Dios de cuánto os amo
a todos en las entrañas de Cristo
Jesús" (135).
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la
solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María,
el día 8 de diciembre del año 1975, XIII
de nuestro pontificado.
Paulus
PP. VI
NOTA
135. Flp. 1, 3-4. 7-8.
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