
Beatas Teresa de San Agustín Lindoine y quince compañeras, vírgenes y mártires
En París, en Francia, beatas Teresa de San Agustín (María Magdalena Claudina) Lindoine y quince compañeras, vírgenes del Carmelo de Compiègne y mártires, que durante la Revolución Francesa se mantuvieron fieles a la observancia monástica, y ante el patíbulo renovaron las promesas bautismales y los votos religiosos. Sus nombes son: beatas María Ana Francisca de San Luis Brideau, María Ana de Jesús Crucificado Piedcourt, Carlota de la Resurrección (Ana María Magdalena) Thouret, Eufrasia de la Inmaculada Concepción (María Claudia Cipriana) Brard, Enriqueta de Jesús (María Gabriela) de Croissy, Teresa del Corazón de María (María Ana) Hanisset, Teresa de San Ignacio (María Gabriela) Trézelle, Julia Luisa de Jesús (Rosa) Chrétien de Neufville, María Enriqueta de la Providencia (Ana) Pelras, Constancia (María Genoveva) Meunier, María del Espíritu Santo (Angélica) Roussel, María de Santa Marta Dufour, Isabel Julia de San Francisco Vérolot, Catalina y Teresa Soiron.
La reforma teresiana del Carmelo se aceptó en Francia en 1604. En 1641 la señora de Louvancourt fundó en dicho país el quincuagésimo tercer convento de la orden, en Compiégne, y aquella casa se distinguió, desde el primer momento, por su estricta observancia.
La Revolución Francesa estalló en 1789. A principios del año siguiente, las comunidades religiosas fueron suprimidas, excepto las que estaban dedicadas a la enseñanza o al cuidado de los enfermos. En agosto, se llevó a cabo la «visita» del convento de las carmelitas de Compiégne, cuyos bienes fueron confiscados y las religiosas, con vestimentas civiles, fueron expulsadas del lugar. Fuera del claustro, se dividieron en cuatro grupos al mando, respectivamente, de la superiora, la vicesuperiora, la maestra de novicias y una religiosa profesa. Los grupos se separaron y cada uno se hospedó en una casa diferente, cerca de la iglesia de San Antonio. En cuanto era posible en aquellas circunstancias, las religiosas observaron la regla y llevaron vida de comunidad. Los grupos estaban en contacto constante unos y otros, con la discreción necesaria para evitar que las sorprendiesen. A pesar de todas las precauciones, en junio de 1794 las autoridades hicieron una visita de inspección a las cuatro casas y detuvieron a todas las monjas bajo la acusación de que continuaban, ilegalmente, su vida de comunidad, lo cual constituía una conspiración contra la República. Con ellas fue arrestado Moulot de la Ménardiére por haberles prestado auxilio. Las religiosas fueron encarceladas en el antiguo convento de la Visitación de Compiégne. En el otro extremo del mismo edificio habían sido encarceladas, desde octubre del año anterior, las benedictinas inglesas de Cambrai. En 1795 se permitió que éstas regresaran a Inglaterra y se llevaran las ropas que las carmelitas habían usado en Compiégne. Por esa razón se conservan muchas reliquias (como las de Stanbrook, Darlington, Lanherne, Chichester, Culton, Nueva Subiaco y Nueva Gales del Sur) y además, los datos sobre ellas registrados en los archivos de la abadía de Stanbrook, que fueron de extraordinaria utilidad cuando se ofrecieron como testimonio en el proceso de beatificación de las carmelitas.
En 1790 las monjas de Compiégne habían prestado el juramento cuya legitimidad se discutía tanto en aquella época, de defender la Constitución, la libertad y la igualdad. Pero, durante el período de prisión, la superiora mandó llamar al alcalde y todas las religiosas se retractaron ante el notario del juramento que habían prestado, pues tal práctica había sido condenada por el obispo de Soissons, entre otros. Tres semanas más tarde, las prisioneras fueron trasladadas, entre insultos y malos tratos, a la Conciergerie de París. Iban vestidas con el hábito religioso, porque habían dejado «a lavar» sus vestidos de civiles. Durante el breve tiempo que estuvieron encarceladas en la Conciergerie, observaron sus reglas en la medida de lo posible; recitaban el oficio divino a las horas prescritas y su conducta era una fuente de fortaleza para los otros prisioneros. Tres jueces se encargaron de juzgarlas. Fouquier-Tinville asumió la acusación pero no se designó defensor para las acusadas. Los cargos y pruebas que se adujeron contra ellas eran triviales o infundados, pero Fouquier- Tinville insistió sobre todo en el fanatismo de las religiosas. La hermana María Enriqueta se encaró con él y le preguntó qué entendía por ese término, El fiscal respondió: «Por ese término entiendo vuestras creencias infantiles y vuestro estúpido apego a las prácticas religiosas». La monja se volvió entonces hacia sus hermanas y les dijo: «Como veis, nos condenan por nuestra religión. Tendremos la felicidad de morir por Dios». Todas fueron condenadas a muerte, lo mismo que Moulot de la Ménardiére, por haberse «enemistado con el pueblo al conspirar contra la Constitución».
Las carmelitas fueron trasportadas en carretas a la «Place du Trone Renversé» (Plaza del Trono Derribado, actualmente Plaza de la Nación). El viaje duró más de una hora que las religiosas emplearon en cantar el «Miserere», la «Salve» y el «Te Deum» y en recitar las oraciones por los moribundos. Cada una de las víctimas, al subir al cadalso, cantaba el «Laudate Dominum omnes gentes», lo que impresionó profundamente a la multitud y a los guardias. Entre las dieciséis religiosas ejecutadas había diez profesas de coro, una novicia, tres hermanas legas y dos «torneras». La ejecución de la novicia, que era la más joven, fue la primera; a la superiora la guillotinaron al último. Los cuerpos de las mártires fueron arrojados en la fosa donde yacían los cadáveres de otras 1282 víctimas del Terror. El martirio tuvo lugar el 17 de julio de 1794.
La superiora, beata Teresa (Magdalena Ledoine) tenía cuarenta y dos años y había sido novicia en Saint-Denis, bajo el gobierno de Luisa de Francia. El proceso de beatificación demostró que merecía el honor de los altares, aunque no hubiese alcanzado el martirio. Era una mujer vivaz, encantadora, bien educada e inteligente. La vicesuperiora, beata San Luis (María Ana Brideau), era muy diferente de la anterior, taciturna y meticulosa en la observancia de la regla y del orden. La beata Carlota (Ana María Thouret) no había pensado en entrar al convento, pero al cumplir veinte años, ocurrió en su vida algo que la hizo cambiar de idea e hizo los votos de carmelita al cabo de un noviciado largo y difícil. La beata Eufrasia (María Claudia Brard) era una religiosa muy vivaracha, cuyo temperamento extremoso la llevaba lo mismo a exagerar en la penitencia que a gastar bromas a los visitadores. Era muy dada a escribir cartas (su correspondencia con su primo La Ménardiére fue, en parte, la causa de la detención de las religiosas) y todavía se conservan algunas cartas suyas y de sus correspondientes. La beata Enriqueta (Gabriela De Croissy) era sobrina-nieta de Colbert. La beata Julia Luisa era viuda de Cristián de Neufville. Su esposo había muerto al cabo de algunos años de felicidad conyugal, y Julia había caído en un estado de gran postración. Cuando ingresó en el convento, no parecía que estuviese dispuesta a perseverar. Un dicho suyo puede aplicarse a muchas almas que sufren, aunque no sea el martirio por la fe: «Somos víctimas del estado de nuestra época y debemos sacrificarnos por que nuestra época vuelva a Dios». La beata María Enriqueta (Anette Peleas) fue la que se enfrentó con el abogado de la acusación e hizo constar que la ejecución se debía a motivos religiosos. Las dos «torneras» se llamaban Catalina Y Teresa Soiron; la beata Teresa, que era muy hermosa, se había negado a aceptar el ofrecimiento de la princesa de Lamballe, quien le proponía que trabajase en el convento de las carmelitas de su ciudad natal. Sólo una de las víctimas tenía menos de treinta años. La más anciana tenía setenta y ocho. Las mártires fueron beatificadas en 1906. Fueron las primeras víctimas de la Revolución que alcanzaron el honor de los altares.
Durante el proceso, el tribunal se trasladó dos veces a la abadía de Stanbrook, en el distrito de Worcester, donde las benedictinas inglesas de Cambrai se habían establecido en 1838. La obrita de V. Fierre en la colección Les Saints está muy bien escrita. Véase el libro de C. de Grandmaison (1906), y los artículos de H. Chérot en Etudes (1904 y 1905). La madre Josefina (Francisca Philippe), que había sido anteriormente superiora, abandonó la comunidad en la primavera de 1794. En 1823, fue nuevamente admitida en el Carmelo, y escribió un valioso relato, que fue publicado en 1836, después de su muerte.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Beata Teresa de San Agustín y compañeras, carmelitas, vírgenes y mártires BEATAS CARMELITAS DE COMPIEGNE
(† 1794)
Una hermana carmelita, sor Isabel Bautista, monja en el monasterio de Compiégne (Francia), tuvo una vez un sueño en el que, según dijo, se le habían aparecido todas las religiosas de su convento, en el cielo, cubiertas de resplandeciente manto blanco y sosteniendo en las manos una palma, símbolo o señal con que tradicionalmente la Iglesia indica la gloria del martirio.
Un siglo más tarde aquella visión iba a concretarse en realidad. Y posteriormente un decreto de la Iglesia de Roma declaraba mártires con todos los honores de veneración a dieciséis carmelitas del monasterio de Compiégne que habían dado la vida por su fe.
El sueño de sor Isabel Bautista se había cumplido. Pero para que se cumpliese hubo necesidad de que el mundo pasara por una situación gravísima. Al siglo XVIII le faltaba una decena de años para terminarse. Francia comenzaba a padecer los primeros síntomas de la Revolución, y las ondas de aquel movimiento ideológico y social, provocado, al principio, por un déficit económico, dieron, al igual que contra otros muchos, contra los muros del convento de Compiégne, donde, desde la fundación en 1641, generaciones sucesivas de religiosas conservaban en santa y piadosa reclusión el espíritu de su regla.
La Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un decreto por el que se exigía que los religiosos fueran considerados como funcionarios del Estado. Deberían prestar juramento a la Constitución y sus bienes serían confiscados. Era el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiégne, cumpliendo órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en el monasterio a hacer inventario de las posesiones de la comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus hábitos y abandonar su casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de las autoridades, firmaron el juramento de Libertad-igualdad. Los religiosos que se negaban a firmarlo eran deportados.
Después fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían en distintos domicilios, pero continuaron practicando la oración y entregándose a la penitencia como antes.
Era ya 1792. A menudo les venía a la memoria el sueño de sor Isabel. Un día la madre priora, entendiendo el deseo que cada día se hacía más patente en el corazón de sus monjas, les propuso hacer "un acto de consagración por el cual la comunidad se ofreciera en holocausto para aplacar la cólera de Dios y por que la divina paz que su querido Hijo había venido a traer al mundo volviera a la Iglesia y al Estado".
Las dos más ancianas rehusaron en el primer momento, horrorizadas por la idea de la muerte en la guillotina, más por el espantoso medio que por el sacrificio en sí. Pocas horas después, sin embargo, acudieron llorando a solicitar el favor de unirse en el ofrecimiento a sus hermanas en religión. La fe y la esperanza las habían ayudado a superar el humano miedo.
A partir de entonces, diariamente, renovaron este acto de consagración.
La regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo posible en tales circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados por los jacobinos de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para denunciarlas al Comité de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.
El régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia y había llegado en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El rey había sido ejecutado y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso enviando cientos de ciudadanos sospechosos a la muerte.
La denuncia de las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían viviendo en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas y mantenían correspondencia criminal con fanáticos de París.
Convenía presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro en los domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos objetos que fueron considerados de gran interés y altamente comprometedores. A saber: cartas de sacerdotes en las que se trataba bien de novenas, de escapularios, bien de dirección espiritual. También se halló un retrato de Luis XVI e imágenes del Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las monjas. El Comité, pues, redactó un informe en el que explicaba cómo, "considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las leyes, vivían en comunidad", que su correspondencia era testimonio de que tramaban en secreto el restablecimiento de la Monarquía y la desaparición de la República, las mandaba detener y encerrar en prisión.
El 22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de la Visitación, que se había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión final que sobre su suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el Comité local. Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes, "prefiriendo mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así". Esta resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio.
Transcurridos unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública dio órdenes para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de tales órdenes fue exigido en términos que no admitían demora. No hubo tiempo para que las hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su ropa, que estaba mojada porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos carretas de paja y les ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo de soldados salieron para la capital. Su destino era la famosa prisión de la Conserjería, antesala de la guillotina. Nadie ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje. A pesar de sus ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo transporte, fueron bajando solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabía cómo llegar al suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la cogieron y la arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las religiosas que dos años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una muerte en el patíbulo y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en este momento era ya valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los que la habían maltratado:
"Créanme, no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de pasar la gloria y la dicha del martirio".
Como si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de oración prescrita por la regla. No se dejaban perturbar por los acontecimientos. Testigos dignos de crédito declararon que se las podía oír todos los días, a las dos de la mañana, recitar sus oficios.
Su última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Monte Carmelo. La celebraron con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su comportamiento denotase la menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso para que compareciesen al día siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La noticia no les impidió cantar, sobre la música de La Marsellesa, unos versos improvisados en los que expresaban al mismo tiempo fe en su victoria, temor y confianza, y que se conservan en el convento de Compiégne.
Ante el Tribunal escucharon cómo el acusador público, Fouquier-Tinville, las atacaba durísimamente: "Aunque separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos contrarrevolucionarios en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus votos, sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio".
Fueron sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que se llamara a declarar a un solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las dieciséis carmelitas, culpables de organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos que atentaban contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia, preguntó al presidente qué entendía por la palabra "fanático" que figuraba en el texto del juicio, y la respuesta fue:
"Entiendo por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de religión".
Era, sin la menor duda, su amor a Dios, su fidelidad a sus votos y a su religión lo que les había hecho merecer el castigo. Habían ganado heroicamente en la constancia el honroso título de mártires.
Una hora después subían en las carretas que las conducirían a la plaza del Trono. En el trayecto la gente las miraba pasar demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros las admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era indiferente. Cantaron el Miserere y luego el Salve, Regina. Al pie ya de la guillotina entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y, terminado éste, el Veni Creator. Por último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y de sus votos de religión.
Una joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con la naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le pidió su bendición y que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmoLaudate Dominum omnes gentes, subió decidida los escalones de la guillotina. Una tras otra, todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una recibieron la bendición de la madre Teresa de San Agustín antes de recibir el golpe de gracia. Al final, después de haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del verdugo.
Era el día 17 de julio por la tarde.
Sus restos fueron enterrados, con los de otros veinticuatro condenados, en lo que se llamó más tarde cementerio de Picpus. Una placa de mármol con el nombre de las mártires y la fecha de su muerte figura sobre la fosa y en ella hay grabada una frase latina que dice: Beati qui in Domino moriuntur. Felices los que mueren en el Señor.
La Iglesia declaró que el sacrificio de aquellas nobles mujeres no había sido en vano, puesto que "apenas habían transcurrido diez días de su suplicio cuando cesaba la tormenta que durante dos años había cubierto el suelo de Francia de sangre de sus hijos" (decreto de declaración de martirio, 24 de junio de 1905).
El cardenal Richard, arzobispo de París, inició el proceso de su beatificación el 23 de febrero de 1896. El 16 de diciembre de 1902 el papa León XIII declaraba venerables a las dieciséis carmelitas. Se sucedieron los milagros, como una garantía de su santidad, y en 1905 San Pío X declaraba beatas a aquellas "que, después de su expulsión, continuaron viviendo como religiosas y honrando devotamente al Sagrado Corazón".
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San Pedro Liu Ziyu
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San Pedro Liu Ziyu, mártir
En Zhujiaxiezhuang, pueblo cercano a Shenxian, en la provincia china de Hebei, san Pedro Liu Ziyu, mártir, el cual, durante la persecución desencadenada por el movimiento de los Yihetuan, desoyendo a amigos que le aconsejaban apostatar, permaneció firme en la fe cristiana ante el mandarín, por lo que fue traspasado con espada.
Era el encargado de la iglesia del pueblo Zhujiaxiezhuang, China, al tiempo que un cristiano convencido y fervoroso. Cuando se anunció la llegada de los boxers los demás cristianos huyeron, pero él no quería dejar abandonada la iglesia y se quedó. Llegó un mandarin partidario de los boxers y como no se encontraba a Pedro mandó arrestar a un sobrino suyo que no conocía su paradero y, además, era pagano. Pedro, enterado del asunto y temiendo siguieran las represalias contra el sobrino, decidiô presentarse espontáneamente al mandarín. Este le mandó enseguida que abandonara el cristianismo y le ofreció perdonarle la vida. Pero Pedro confesó la fe con firmeza y se negó a apostatar de Jesucristo, por lo que el mandarin lo mandó decapitar. Fue canonizado el 1 de octubre de 2000 por Juan Pablo II junto con los demás mártires de China.
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003
Santa Marcelina de Milán
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Santa Marcelina, virgen
En Milán, ciudad de Liguria, santa Marcelina, virgen, hermana del obispo san Ambrosio, a la que el papa Liberio impuso el velo de consagrada en la basílica romana de San Pedro, en la fiesta de la Epifanía del Señor.
Marcelina era hermana de san Ambrosio de Milán. Nació antes que San Ambrosio, probablemente en Tréveris, donde su padre era prefecto de los galos. Marcelina se trasladó a Roma con su familia y, desde muy temparana edad, empezó a concentrarse exclusivamente en el fin para el que había sido creada. Se encargó del cuidado de sus dos hermanos y, con sus palabras y ejemplo, les inspiró el amor a la virtud verdadera, no simplemente de la apariencia de virtud. Marcelina tenía por única mira la gloria de Dios. Para conseguir su objetivo, decidió renunciar al mundo. El día de la Epifanía del año 353, recibió el velo de las vírgenes de manos del papa Liberio, en la basílica de San Pedro. En el discurso que pronunció el Pontífice en esa ocasión, exhortó a Marcelina a amar exclusivamente a Jesucristo, a vivir en continuo recogimiento y mortificación y a conducirse en la iglesia con el más grande respeto y modestia.
San Ambrosio, a quien debemos los ecos de esa exhortación, no vacila en criticar la elocuencia del papa Liberio cuando la juzga insuficiente. El santo dedicó a su hermana su tratado sobre la excelencia de la virginidad. Siendo ya obispo, Marcelina le visitó varias veces en Milán y habló con él sobre la vida espiritual; en esa forma, ayudó a su hermano en sus relaciones con las vírgenes consagradas.
Marcelina practicó la más alta perfección. Ayunaba diariamente hasta el atardecer y consagraba la mayor parte del día y de la noche a la oración y la lectura espiritual. En los últimos años de su vida, san Ambrosio le aconsejó que moderase sus penitencias y aumentase el tiempo de oración; en particular, le recomendó los Salmos, la Oración del Señor y el Credo, al que llamó «sello del cristiano y guardián del corazón». Marcelina siguió viviendo en Roma después de la muerte de su madre, no en comunidad, sino en una casa privada, junto con otra mujer que participaba en todos sus ejercicios de devoción. Marcelina sobrevivió a su hermano, pero no sabemos exactamente en qué año murió. En la oración fúnebre pronunciada por San Ambrosio en memoria de su hermano Sátiro, llamó a Marcelina «... santa hermana, admirable por su inocencia, su rectitud y su bondad con el prójimo».
En Acta Sanctorum, julio, vol. IV, se citan ciertos pasajes de san Ambrosio y un panegírico latino que se conservó gracias a Mombritius.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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San Arnulfo Tours
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