sábado, 3 de octubre de 2015

Beato Uto u Otón - San Gerardo de Brogne - Beato Adelgoto de Chur - Beatos Ambrosio Francisco Ferro y compañeros 03102015

 Beato Uto u Otón

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Beato Uto u Otón, abad
En el monasterio de Metten, en Baviera, beato Uto u Otón, fundador y primer abad.
La vida del beato Uto se entrecruza con la del beato Gamelberto, párroco de Baviera; los dos beatos recibieron la confirmación del culto juntos, el 25 de agosto de 1909, por el papa san Pío X.

Uto, cuyo nombre parece ser una variante de Otto, Otton, Odón, nació en Milán hacia el 750, y fue bautizado por Gamelberto, párroco de Michaelsbuch en Baviera, que estaba de paso por Milán en peregrinación a las tumbas de los Apóstoles, en Roma. La anónima «Vita Gamelberti» es la más antigua fuente donde se encuentran estas noticias. En su viaje de regreso Gamelberto, habiendo previsto la santidad del pequeño Utto, solicitó a los padres que se lo confiaran, para dar al joven instrucción y formación religiosa. Así que después de un cierto tiempo, cuando ya era un adolescente, Utto se reunió con su padrino Gamelberto, por el cual fue educado para el sacerdocio, sucediendo al beato a su muerte, en el año 802, como párroco de Michaelsbuch, donde permaneció por muchos años desarrollando con fervor su ministerio.

Sientiéndose sin embargo dolido por las malas costumbres del lugar, que no lograba modificar, y para huir del tumulto de la guerra que asolaba Baviera, buscó la soledad, y se retiró a una selva sobre la margen izquierda del Danubio, estableciéndose cerca de una fuente seca que, según la tradición, comenzó milagrosamente a manar, gracias a ssus oraciones; esta fuente recibirá, en su homenaje, el nombre de Uttobrunn (fuente de Utto). En ese lugar construyó una pequeña celda, en la que vivió en oración y rigurosa penitencia, sin dejar de acudir a veces a predicar la palabra de Dios entre los habitantes del lugar.

La fama de su santidad se difundió muy pronto por toda la región, y Utto fue considerado por todos como un hombre de Dios. Incluso Carlomagno un día, mientras cazaba en el bosque, se encontró con Utto y fue sorprendido por un milagro realizado por el santo ermitaño, que colgó el hacha en los rayos del sol (el mismo milagro se cuenta de otros ermitaños), el emperador le preguntó si tenía algún deseo, y el beato pidió que se construyera allí mismo un monasterio en honor de San Miguel, bajo la regla benedictina; y así surgió en Metten, cerca de Deggendorf, en la Baviera inferior, en el 792, el monasterio dicho, del cual el propio Carlomagno nombró a Utto como primer abad. De esta comunidad Utto supo ser modelo de padre y cultor de la perfección religiosa, y allí murió el 3 de octubre del 829, y fue sepultado en el coro de la iglesia conventual, llegando a ser su tumba meta de peregrinación. Su memoria se celebra en la Orden benedictina y en la diócesis de Ratisbona.

 AAS 1 (1909), pág. 752-755. Una lectura atenta muestra que la cronología no termina de convencer: si fue párroco en el 802 (fecha segura) y la abadía fue fundada antes del 798 (fecha también segura), no parece posible la secuencia que señala el texto, ni la motivación para la vida solitaria. Posiblemente se trate de una mezcla de tradiciones en torno al mismo personaje.
fuente: Santi e Beati




San Gerardo de Brogne

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San Gerardo de Brogne, abad
En la región de Namur, en Lotaringia, san Gerardo, primer abad del monasterio de Brogne, que él mismo había fundado. Trabajó para instaurar la disciplina monástica en Flandes y Lotaringia, y ayudó a muchos monasterios a recuperar la observancia primitiva.
San Gerardo nació a fines del siglo IX, en las cercanías de Namur, Bélgica. Su bondad innata le ganó la estima y el afecto de cuantos le conocieron. Por otra parte, su virtud tenía la elegancia y el encanto de la cortesía y de la munificencia. Un día, al volver de caza, en tanto que sus compañeros descansaban un poco, Gerardo se retiró furtivamente a una capillita de Brogne, que estaba en sus posesiones, y permaneció allí largo rato en oración. En esa ocupación encontró tal dulcedumbre, que hubo de hacerse violencia para volver a donde estaban sus compañeros. Mientras caminaba, se decía: «¡Cuán felices deben ser quienes no tienen otra obligación que alabar al Señor día y noche y viven siempre en su presencia!» La gran obra de su vida consistió, precisamente, en procurar a otros esa felicidad y en hacer que elevasen incesantemente el tributo de su oración a la infinita majestad de Dios. Según cuenta la leyenda, san Gerardo tuvo una visión en la que san Pedro le ordenó que llevase a Brogne las reliquias de san Eugenio, compañero de san Dionisio de París. Los monjes de Saint-Denis le regalaron las presuntas reliquias del mencionado mártir y san Gerardo las depositó en un relicario en Brogne. Algunos aprovecharon la ocasión para acusarle ante el obispo de promover el culto de reliquias de antenticidad dudosa, pero las de san Eugenio obraron un milagro para disipar las dudas del obispo. Algún tiempo después, san Gerardo abrazó la vida religiosa en la abadía de Saint-Denis.

Una vez hecha su profesión, el santo se entregó totalmente a la práctica heroica de las virtudes. Al cabo de algún tiempo, recibió las sagradas órdenes, por más que su humildad se oponía a ello. El año 919, tras haber pasado once en la abadía, obtuvo permiso para ir a fundar un monasterio en Brogne. Así lo hizo, en efecto, pero, viendo que las obligaciones del superior de una comunidad numerosa se prestaban poco para la vida de recogimiento a la que él aspiraba, se construyó una celda en las proximidades de la iglesia y vivió recluido en ella. Algún tiempo después, Dios le llamó nuevamente a la vida activa, de suerte que Gerardo se vio obligado a emprender la reforma de la abadía de Saint-Ghislain, que distaba unos diez kilómetros de Mons. Impuso a los monjes la regla de San Benito y la más admirable disciplina. Los religiosos tenían la costumbre de pasear en procesión por los diversos pueblos las reliquias de su santo fundador a fin de recoger dinero que empleaban para malos fines. San Gerardo desempeñó el difícil oficio de reformador con tanto tino, que el conde de Flandes, Arnulfo, a quien el santo había curado de una enfermedad de la vesícula y había convertido a mejor vida, le confió la inspección y reforma de todos los monasterios de Flandes. En el curso de los siguientes veinte años, San Gerardo restableció la estricta observancia en numerosos monasterios, incluso en algunos de Normandía, siguiendo las líneas de la reforma de San Benito de Aniane.

Aunque San Gerardo se hizo famoso como reformador de la disciplina monástica, no todos los monjes se plegaban fácilmente a sus deseos; por ejemplo, los de Saint-Bertin prefirieron emigrar a Inglaterra antes que aceptar la austera observancia que el santo quería imponerles. El rey Edmundo los acogió amablemente el año 944 y les dio asilo en la abadía de Bath. Las fatigas de su cargo no impedían a san Gerardo practicar toda clase de austeridades y vivir en estrecha unión con Dios. Al cabo de veinte años de infatigable reforma, sintiéndose ya achacoso, el santo visitó por última vez todos los monasterios que tenía bajo su dirección. Una vez terminada la visita, se encerró en su antigua celda de Brogne para prepararse a la muerte. Dios le llamó a recibir el premio de sus trabajos el 3 de octubre del año 959.

Alban Butler resumió la biografía de san Gerardo, escrita unos cien años después de su muerte y publicada en Mabillon y en Acta Sanctorum, octubre, vol. II. Dicha biografía ha sido muy discutida. Está fuera de duda que depende de un documento más antiguo, que ha desaparecido; a pesar de ello, muchos detalles son poco fidedignos: por ejemplo, es muy dudoso que san Gerardo haya sido monje en Saint-Denis. Véase sin embargo a Sackur en Die Cluniacenser, vol. I (1892), pp. 366-368; y sobre todo a U. Berliére en Revue Bénédictine, vol IX (1892), pp. 157-172.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI



Beato Adelgoto de Chur

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En Chur, en la región de Helvecia, beato Adelgoto, obispo, discípulo de san Bernardo en Clairvaux, que fue un buen ejemplo de disciplina monástica.




Beato Ambrosio Francisco Ferro

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Beatos Ambrosio Francisco Ferro y compañeros, mártires
Junto al río Uruaçu, cerca de Natal, en Brasil, beatos Ambrosio Francisco Ferro, presbítero, y compañeros, mártires, que dieron la vida víctimas de la opresión que se desencadenó contra la fe católica. Sus nombres son: beatos Antonio Baracho, Antonio Vilela Cid, Antonio Vilela hijo y su hija, Diego Pereira, Manuel Rodrigues Moura y su esposa, hija de Francisco Dias hijo, Francisco de Bastos, Francisco Mendes Pereira, Juan da Silveira, Juan Lostau Navarro, Juan Martins y siete jóvenes, José do Porto, Mateo Moreira, Simón Correia, Esteban Machado de Miranda y dos hijas suyas, y Vicente de Souza Pereira.
La Iglesia del Brasil recuerda con emoción los primeros días de su establecimiento cuando determinados colonizadores querían establecerse en las tierras salvajes de la selva en busca de beneficios materiales y de mejor estilo de vida. Eran los días en los que desde Europa llegaban grupos de diversas creencias y actitudes religiosas. Con frecuencia coincidían en los mismos destinos colonizadores sin escrúpulos, resentidos contra los católicos si eran protestantes, y contra los cristianos si eran de otras religiones. Aconteció en América del Norte y también en Brasil.

El 25 de diciembre de 1597, solemnidad de Navidad, llegaron por primera vez al Brasil los miembros de una expedición colonizadora, acompañada por cuatro misioneros -dos jesuitas y dos franciscanos-, pioneros de la evangelización del Río Grande del Norte. Se establecieron en un lugar que llamaron Natal (Navidad) que hoy es próspera capital de la provincia de Río Grande del Norte. Poco a poco se dedicaron al trabajo; a la siembra del Evangelio en las tierras habitadas por los indios «potiguares».

Pronto surgió una cristiandad floreciente y los misioneros, además de predicar el mensaje cristiano, se dedicaron a proteger a los indígenas ante la voracidad de los colonizadores. Medio siglo después llegaron también colonos holandeses. Fue en diciembre de 1633 cuando la capitanía de Río Grande del Norte cayó en poder de los advenedizos y se produjo, por algún tiempo, la llamada «invasión holandesa de Brasil». Los recién venidos traían las consignas de su metrópoli de Europa, pues desde 1637 a 1644 Mauricio de Nassau había decretado la tolerancia religiosa, a pesar de las protestas del Sínodo de la reforma calvinista. Mas en las colonias tardaban en llegar y en cumplirse las órdenes de Europa y las decisiones emanadas de la autoridad se burlaban si otros intereses arrastraban a los aventureros de fortuna.

Por eso llegaron entre los «invasores» de Río Grande nutridos grupos de calvinistas, sobre todo reclutados como soldados sin entrañas, deseosos de enriquecerse y de combatir con cierto fanatismo contra los católicos portugueses ya establecidos en la región. Las tensiones entre portugueses y holandeses, entre los católicos y los calvinistas, estuvieron en la base de las matanzas que acontecieron en Río Grande.

El párroco Andrés de Soveral y el presbítero Ambrosio Francisco Ferro y sus grupos parroquiales de fieles, perdieron la vida por odio a la fe. Se conocen centenares de portugueses asesinados en diversas matanzas. Con el tiempo se recogieron los nombres de 28 laicos, hombres, mujeres y niños, a quienes mataron sólo por ser católicos y que sirvieron de cimiento de aquella Iglesia del Brasil. Los hechos acontecieron en el año de 1645. Ellos fueron los protomártires del Brasil, miembros de parroquias pacíficas, establecidas en Cunhaú y luego en Uruaçú, en la ribera del río Potengi.

Hubo dos matanzas, una el 16 de julio de 1645, y otra el 3 de octubre del mismo año, con muchos muertos en cada una; sin embargo, por las dificultades para recoger los nombres y asegurarse de las muertes que fueron «in odium fidei», se han beatificado, en marzo del año 2000, 30 protomártires del Brasil. Dos sacerdotes, que perdieron la vida el 16 de julio, se celebran en esa fecha, y los 28 restantes en la fecha de la segunda matanza, 3 de octubre del mismo año. En el lugar de las matanzas se levantó pronto una iglesia y un monumento a los mártires, cuya veneración comenzó pronto a convocar peregrinos de toda la región.

El primer hecho martirial ocurrió en la localidad de Cunhaú, el 16 de julio de 1645. El día anterior llegó a la localidad, a 73 kilómetros de Natal donde se hallaba la capitanía del Río Grande, el enviado del gobierno holandés, el aventurero Jacob Rabbi. Venía acompañado de un regimiento de soldados y de un centenar de indios. Dijo ser portador de órdenes que debería comunicar al día siguiente, cuando los colonos de las haciendas cercanas se reunieran para la misa dominical. Se convocó a todos para que acudieran al sacrificio. Las órdenes se anunciaron como procedentes del Gran Consejo holandés de Recife, que había tomado aparentemente el mando en la región de la que dependía Natal y todo el territorio de Río Grande.
La mayor parte de los colonos se reunieron para la misa en la capilla de Nuestra Señora de las Candelas, bajo la presidencia del párroco el P. Andrés de Soveral. No todos cayeron en la trampa pues algunos colonos desconfiados se quedaron en sus haciendas para ver qué acontecía o para defenderlas si eran asaltadas. Ellos fueron quienes luego relataron los acontecimientos.

Estaban en la eucaristía y al momento de la consagración, cuando la sagrada forma se elevó en las manos del sacerdote, el traidor Rabbi dio orden de cerrar las puertas de la iglesia y comenzó con los soldados y los indios «tupaias» y «potiguares» acompañantes una sangrienta carnicería de las 69 personas reunidas: hombres desarmados, mujeres y niños. Los soldados dispararon con saña contra los indefensos católicos. Los indígenas se cebaron en ellos con sus machetes y espadas sobre los aterrorizados hombres que cubrían con sus cuerpos a los niños y a sus mujeres.

El cuerpo del sacerdote fue con el que más se ensañaron cuando ya estaba en la agonía. Los fieles asumieron la muerte con resignación y muchos de ellos recitaban plegarias de perdón para los asesinos y pedían perdón a Dios por sus pecados. No ofrecieron resistencia alguna, según los testimonios posteriores de algunos de los que contemplaron la sangrienta escena.

Los asesinos recorrieron otros lugares matando a gentes indefensas. Mientras tanto, la noticia de la matanza de Cunhaú se difundió entre los habitantes de Río Grande del Norte. Los moradores del entorno de Natal, atemorizados por la doble amenaza de los indios y de los holandeses, buscaron lugares más seguros: primero en Fortaleza de los Reyes Magos; luego emigraron hacia el río Uruaçú y a otros lugares. Unos grupos se refugiaron en las orillas del río Potengi.

El 3 de octubre tuvo lugar la segunda matanza, en Uruaçú, realizada explícitamente por odio a los católicos. Fueron asesinadas cerca de 80 personas, entre las que resalta un grupo de 12 más influyentes, reunidos en torno a otro párroco, el P. Ambrosio Francisco Ferro. Desde la matanza de Cunhaú en julio había un grupo escondido en Uruacu, lugar cercano a Sao Goncalo do Amarante, a 18 kms. de Natal. Escondidos en lugares de difícil acceso, aunque no para los indios acostumbrados a moverse por las selvas y los ríos. Habían construido empalizadas y defensas improvisadas.

Allí irrumpieron unos 60 soldados holandeses, apoyados por unos 200 indígenas que estaban dirigidos por un fanático cacique convertido al calvinismo. Se llamaba Antonio Paraópeba. Les alentaba una compañía de soldados también llenos de odio hacia los portugueses católicos. Asaltaron el lugar y destruyeron las defensas. Llegaron a pactar la rendición bajo la promesa de respetar las vidas y fueron vilmente traicionados. Los soldados dejaron a los indígenas la macabra tarea de asesinar a los vencidos, conforme a los ritos y costumbres feroces de muchos de ellos, que habían sido guerreros e incluso antropófagos.
La crueldad fue la tónica de esta matanza: a algunos les cortaron los brazos y las piernas, a otros les sacaron los ojos, les arrancaron la lengua, les cercenaron las narices y las orejas; a varios niños les cortaron la cabeza. A un niño lo estrellaron contra el tronco de un árbol y a otro le partieron por la mitad con una espada. A los muertos los despedazaron luego en pequeños trozos. El más significativo fue Mateus Moreira: después de cortarle las piernas y los brazos, le seguían pidiendo que blasfemara de la Eucaristía. Le intentaron sacar el corazón por entre las costillas. Y murió exclamando: «Alabado sea el Santísimo Sacramento». Todo esto ocurría con la complacencia del grupo de soldados que les dirigían y con la feroz alegría de saber que estaban limpiando la zona de enemigos europeos.


Andrés de Soveral (16 de julio)


Los emblemas martiriales de aquellos acontecimientos fueron los dos sacerdotes que animaron los dos grupos de mártires. El primero fue el párroco Andrés de Soveral, que quedó en el recuerdo histórico de todos como modelo de misionero celoso y valiente. Había nacido hacia 1572 en San Vicente, ciudad situada en la isla de San Vicente, cerca de Sao Paulo. Recibió el bautismo en la parroquia de su lugar de nacimiento dedicada a San Vicente mártir.
No se conocen muchos datos de su infancia, pero es casi seguro que estudió en un colegio local denominado del Niño Jesús, fundado por los jesuitas en 1533. Allí debió sentir su vocación y entró en la Compañía. El 6 de agosto de 1593, a los 21 años, hizo su noviciado en Bahía. Estudió teología y mostró gran interés por las lenguas indígenas. Fue luego enviado al colegio de Olinda, en Pernambuco, centro de irradiación para la evangelización de los indígenas. Se inició en la actividad misionera en un viaje que hizo con el P. Diego Nunes por el territorio de los indios «potiguares». En una de las aldeas conoció a la indígena Antonia Potiguar, que era jefa de la tribu y se había hecho cristiana. Bendijo su matrimonio y bautizó a otros indígenas de la aldea.
No se sabe por qué, pero al poco tiempo, desde 1607, había dejado la Compañía de Jesús, pues no figura en sus registros y listas desde ese año. Probablemente se puso bajo la dependencia del obispo diocesano de Bahía, a la que pertenecía Río Grande del Norte, para contar con más libertad en sus empresas misioneras. De hecho, en 1614 figuraba ya como párroco de Cunhaú. Se entregó con celo a la animación religiosa de sus feligreses, tanto blancos como indios. Era austero y visitaba los poblados y las haciendas de los colonos.
Con ayuda de las familias había construido en el poblado una pequeña iglesia y la gente le respetaba y estimaba. Los indígenas, con los que se comunicaba en su idioma, le contaban como protector y nunca le hubieran hecho daño. Tuvieron que venir otras gentes de lejos para terminar con su inmunidad sacerdotal. Tenía 73 años cuando acontecieron los hechos que le llevaron a la muerte.


Ambrosio Francisco Ferro (3 de octubre)


El animador del otro grupo de mártires fue el sacerdote Ambrosio Francisco Ferro, de la diócesis de Natal. Era portugués y había nacido en las Azores. Luego emigró a Brasil y se ordenó sacerdote en la diócesis de Bahía. Había sido nombrado vicario de Río Grande en 1636. Era generoso, muy piadoso y desinteresado. Cuando conoció las matanzas que se perpetraban por parte de los calvinistas holandeses y que no tenían otro propósito que ahuyentar a los portugueses de la región, temió lo peor para sus feligreses y trató de salvar sus vidas. Les alentó a refugiarse en la Fortaleza de los Reyes Magos, llamada luego Castelo de Keulen, que estaba en la aldea cercana al Uruaçú.

Ayudó a construir defensas y empalizadas por si llegaban los perseguidores que habían perpetrado la matanza de Cunhaú y de los que se sabía que seguían haciendo estragos por la región. No quedan datos del martirio. Parece que fue de los primeros en ser atravesado por una espada, precisamente por ser el sacerdote del grupo y ser conocido por los asesinos.

 Pedro Chico González, FSC, en Año Cristiano, BAC, 2003, tomo julio, pág 452 y ss. Ver bibliografía allí mismo. P
fuente: «Año Cristiano» - AAVV, BAC, 2003




 
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