domingo, 11 de octubre de 2015

San JUAN XXIII (1881-1963) - Santa María Soledad Torres Acosta 11102015


San  JUAN XXIII (1881-1963)

Nació en el seno de una familia numerosa campesina, de  profunda raigambre cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde  profesó la Regla de la Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote,  trabajó en su diócesis hasta que, en 1921, se puso al servicio de  la Santa Sede.

En 1958 fue elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas  le valieron el nombre de "papa bueno". Juan Pablo II lo  beatificó el año 2000 y estableció que su fiesta se  celebre el 11 de octubre.

Nació el día  25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de  Bérgamo (Italia). Ese mismo día fue bautizado, con el nombre de  Ángelo Giuseppe. Fue el cuarto de trece hermanos. Su familia  vivía del trabajo del campo. La vida de la familia Roncalli era de tipo  patriarcal. A su tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá  él mismo su primera y fundamental formación religiosa. El clima  religioso de la familia y la fervorosa vida parroquial, fueron la primera y  fundamental escuela de vida cristiana, que marcó la fisonomía  espiritual de Ángelo Roncalli.

Recibió la confirmación y la  primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el seminario de  Bérgamo, donde estudió hasta el segundo año de  teología. Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales,  que escribiría hasta el fin de sus días y que han sido recogidos  en el «Diario del alma». El 1 de marzo de 1896 el director espiritual  del seminario de Bérgamo lo admitió en la Orden  franciscana seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de  1897.

De 1901 a 1905 fue alumno del Pontificio  seminario romano, gracias a una beca de la diócesis de Bérgamo.  En este tiempo hizo, además, un año de servicio militar. Fue  ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En 1905 fue nombrado  secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons. Giácomo  María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta 1914,  acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando en  múltiples iniciativas apostólicas: sínodo,  redacción del boletín diocesano, peregrinaciones, obras sociales.  A la vez era profesor de historia, patrología y apologética en el  seminario, asistente de la Acción católica femenina, colaborador  en el diario católico de Bérgamo y predicador muy solicitado por  su elocuencia elegante, profunda y eficaz.

En aquellos años, además,  ahondó en el estudio de tres grandes pastores: san Carlos Borromeo (de  quien publicó las Actas de la visita apostólica realizada a la  diócesis de Bérgamo en 1575), san Francisco de Sales y el  entonces beato Gregorio Barbarigo. Tras la muerte de Mons. Radini Tedeschi, en  1914, don Ángelo prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a la  docencia en el seminario y al apostolado, sobre todo entre los miembros de las  asociaciones católicas.

En 1915, cuando Italia entró en  guerra, fue llamado como sargento sanitario y nombrado capellán militar  de los soldados heridos que regresaban del frente. Al final de la guerra  abrió la «Casa del estudiante» y trabajó en la pastoral  de estudiantes. En 1919 fue nombrado director espiritual del seminario.

En 1921 empezó la segunda parte de  la vida de don Ángelo Roncalli, dedicada al servicio de la Santa Sede.  Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente para Italia del Consejo central  de las Obras pontificias para la Propagación de la fe, recorrió  muchas diócesis de Italia organizando círculos de misiones. En  1925 Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria y  lo elevó al episcopado asignándole la sede titular de  Areópoli. Su lema episcopal, programa que lo acompañó  durante toda la vida, era: «Obediencia y paz».

Tras su consagración episcopal, que  tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma, inició su ministerio en  Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó las comunidades  católicas y cultivó relaciones respetuosas con las demás  comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad, aliviando  los sufrimientos causados por el terremoto de 1928. Sobrellevó en  silencio las incomprensiones y dificultades de un ministerio marcado por la  táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó su confianza  en Jesús crucificado y su entrega a él.

En 1935 fue nombrado delegado  apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de trabajo. La  Iglesia católica tenía una presencia activa en muchos  ámbitos de la joven república, que se estaba renovando y  organizando. Mons. Roncalli trabajó con intensidad al servicio de los  católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso  con los ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la segunda guerra  mundial se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los combates.  Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó a  muchos judíos con el «visado de tránsito» de la  delegación apostólica. En diciembre de 1944 Pío XII lo  nombró nuncio apostólico en París.

Durante los últimos meses del  conflicto mundial, y una vez restablecida la paz, ayudó a los  prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la vida  eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios franceses  y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones religiosas  más significativas. Fue un observador atento, prudente y lleno de  confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y del clero de  Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la sencillez  evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos más  intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las situaciones.  Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días largo tiempo a  la oración y la meditación.

En 1953 fue creado cardenal y enviado a  Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio y resuelto, a ejemplo de los santos  a quienes siempre había venerado, como san Lorenzo Giustiniani, primer  patriarca de Venecia.

Tras la muerte de Pío XII, fue  elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre de Juan XXIII.  Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo presentó  al mundo como una auténtica imagen del buen Pastor. Manso y atento,  emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó cristianamente las  obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y  a los enfermos, recibiendo a hombres de todas las naciones y creencias, y  cultivando un exquisito sentimiento de paternidad hacia todos. Su magisterio,  sobre todo sus encíclicas «Pacem in terris» y «Mater et  magistra», fue muy apreciado.

Convocó el Sínodo romano,  instituyó una Comisión para la revisión del Código  de derecho canónico y convocó el Concilio ecuménico  Vaticano II. Visitó muchas parroquias de su diócesis de Roma,  sobre todo las de los barrios nuevos. La gente vio en él un reflejo de  la bondad de Dios y lo llamó «el Papa de la bondad». Lo  sostenía un profundo espíritu de oración. Su persona,  iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la paz propia  de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde del  3 de junio de 1963.

Juan Pablo II lo beatificó el 3 de  septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta se celebre el  11 de octubre, recordando así que Juan XXIII inauguró  solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962.



Textos de L'Osservatore Romano


Santa María Soledad Torres Acosta

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Santa María Soledad Torres Acosta, virgen y fundadora
Santa Soledad (Manuela) Torres Acosta, virgen, que desde su juventud demostró gran solicitud hacia los enfermos pobres, a los que atendió con total abnegación, especialmente al fundar la Congregación de Sien as de María Ministras de los Enfermos. Murió en Madrid, ciudad de España.
Santa María Soledad Torres Acosta, junto con las santas María Micaela Desmaisiéres,Joaquina Vedruna y Vicenta López, forma parte del escuadrón de virtuosas mujeres españolas que alcanzaron un grado de santidad heroica al servicio de los enfermos en el siglo XIX. Los padres de María Soledad eran Francisco Torres y Antonia Acosta, una pareja ejemplar de modestos comerciantes de Madrid. María, la segunda de sus cinco hijos, nació en 1826. La niña, que recibió en el bautismo el nombre de Manuela, era apacible y tan generosa que desde pequeña solía ocultar un poco de comida para repartirla entre los mendigos, y estaba siempre más pronta a enseñar el catecismo a los niños pobres que a jugar con ellos. En una época frecuentó el convento de las religiosas de Santo Domingo y parece que se sintió inclinada a ingresar en él, pero finalmente decidió esperar una indicación más clara de la voluntad de Dios.

La señal llegó cuando el servita Miguel Martínez y Sanz, vicario de una parroquia del barrio de Chamberí, angustiado por el crecido número de enfermos que había en su distrito, reunió en 1851 a siete mujeres en una comunidad religiosa para que se consagrasen al cuidado de los enfermos. Manuela ingresó en dicha comunidad a los veintiocho años y escogió el nombre de María Soledad, en honor de Nuestra Señora de la Soledad.

Aunque no escasearon las dificultades tanto interiores como exteriores, la nueva congregación fue creciendo gradualmente. Cinco años después de la fundación, el P. Miguel partió a Po con la mitad de los miembros para establecer allí una nueva congregación. María Soledad quedó como superiora de las seis religiosas de la casa de Madrid. En un momento dado, pareció que las autoridades eclesiásticas de la capital iban a disolver la comunidad, pero el P. Gabino Sánchez, su nuevo director, ayudó a María Soledad a obtener el apoyo de la reina, y así quedó conjurado el peligro. En 1861, empezó a despejarse el horizonte, ya que las Siervas de María recibieron entonces la aprobación diocesana, y otro agustino, el P. Angel Barra, fue nombrado director. La congregación amplió su campo de actividades con una institución para atender a las jóvenes delincuentes, y las fundaciones empezaron a multiplicarse.

Durante la epidemia de cólera de 1865, la caridad heroica de María Soledad y sus compañeras les ganó el agradecimiento de los madrileños. Algunos años más tarde, una parte de las religiosas se independizó de la superiora para formar una nueva congregación. Naturalmente, no escasearon entonces las acusaciones tan comunes en la vida de las fundadoras de congregaciones religiosas. Según la expresión de una de sus súbditas, santa María Soledad era como el yunque sobre el que se descargan todos los golpes. Pero el cielo premió la paciencia de su sierva concediéndole, en 1875, el gozo de ver su congregación extenderse hasta Santiago de Cuba. A partir de entonces, se aceleró el desarrollo de la obra: las casas y hospitales de la congregación surgieron en todas las provincias de España y ese período de multiplicación culminó en 1878, cuando se confió a las Siervas de María el antiguo hospital de San Carlos del Escorial.

El crecimiento de la congregación continuó durante los diez últimos años de la vida de María Soledad, que fueron extraordinariamente serenos. A fines de septiembre de 1887, la santa cayó enferma. El 8 de octubre, sus religiosas comprendieron que se acercaba su fin y le pidieron: «Madre, bendecidnos como san Francisco a sus hijos». María Soledad movió la cabeza en señal de negativa; pero una de las religiosas la ayudó a erguirse un poco en el lecho, y entonces la fundadora dijo lentamente, al tiempo que alzaba la mano: «Hijas mías, vivid siempre en paz y unión». El 11 de octubre murió apaciblemente. Había sido durante treinta y cinco años la directora, la guía y la inspiradora de las Siervas de María. Bajo su dirección, la pequeña semilla de las seis primeras religiosas había producido una congregación floreciente, bien disciplinada, muy efectiva y profundamente fervorosa. La obra seguiría extendiéndose después de la muerte de María Soledad, por Italia, Francia, Portugal y América. A muy pocos es dado comprender la humildad, la caridad, la prudencia y el olvido de sí mismo que exige la fundación de una obra de tal envergadura, pero la Iglesia, que lo sabe muy bien, beatificó en 1950 a la Madre María Soledad, y SS. Pablo VI la canonizó en 1970.

En Acta Apostolicae Sedis, vol. XLII (1950), pp. 182-197, puede verse el documento de beatificación y una nota biográfica. Existe en italiano una biografía escrita por E. Federici (1950); se trata de una obra sustancialmente exacta, pero prolija. En español existe por lo menos la biografía de J. A. Zugasti.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 
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Oremos

Tú, Señor, que concediste a Santa Soledad Torres Acosta el don de imitar con fidelidad a Cristo pobre y humilde, concédenos también a nosotros, por intercesión de esta santa, la gracia de que, viviendo fielmente nuestra vocación, tendamos hacia la perfección que nos propones en la persona de tu Hijo. Que vive y reina contigo. 




 

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