Beata Laura Vicuña – 22 de enero
«La imponente historia de esta niña que pactó con Dios para
rescatar a su madre de las flaquezas en las que se hallaba inmersa, ofreciendo
su vida por ella, revela la grandeza y el poder de un amor que supera lo
imaginable»
21 ENERO 2016ISABEL ORELLANA VILCHESESPIRITUALIDAD Y
ORACIÓN

Laura Vicuña
Ordinariamente las
madres no se limitan a traer al mundo a sus hijos. A partir del instante en el
que conocen que están encinta, establecen un vínculo indisoluble con ellos
enlazando para siempre un destino imantado por un amor ciertamente
inconmensurable. El gozo y la aflicción forman parte de una maternidad
permanentemente dispuesta a dar la vida por el fruto de sus entrañas mil veces
antes de verlo perecer. Pero, en ocasiones, este sentimiento es patrimonio
también de los hijos, una experiencia que marcó la vida de Laura. Ella,
alimentando la presencia de Dios con un estado de oración continua, se apresuró
a ofrecerse a sí misma en holocausto por el ser que más estimaba en el mundo:
su madre.
Nació en Santiago de
Chile el 5 de abril de 1891. Prácticamente no llegó a conocer a su padre,
influyente político y militar chileno, ya que éste falleció en Temuco, un
destierro impuesto por la situación política, cuando ella no tenía edad ni de
recordar sus facciones. Mercedes, de ascendencia humilde, viuda y con sus dos
pequeñas, Laura y Julia, trató de rehacer su vida lejos de allí después de
haber sobrevivido malamente como costurera y regentar una paquetería que fue
desvencijada por desaprensivos ladrones. Al lugar elegido, Argentina, tardaron
en llegar nada menos que ocho meses. Tuvo la desgracia de encontrarse con
Manuel Mora, un gaucho de rudos modales, impositivo y colérico, que, como
quiera que fuese, quizá pensando que podría dar a sus hijas un futuro mejor, lo
convirtió en su compañero. Y, de hecho, en enero de 1900 pudo ingresar a las
niñas en el colegio de las salesianas de Junín de los Andes lugar no
excesivamente distante de Chapelcó, Quilquihué, donde Manuel tenía la hacienda
de su propiedad.
Fue en el colegio
donde Laura supo que la relación ilícita de su madre no era sana
espiritualmente hablando, hecho que asestó un duro golpe a su inocente corazón.
Era una niña madura que se había caracterizado por una inclinación natural a la
virtud dentro de una pausada naturalidad y, por tanto, exenta de afectación. De
modo que la profunda aflicción que mostró no podía calificarse como el fruto de
algún desequilibrio emocional o algo parecido, aunque el sentimiento que le
provocaba la noticia fue perceptible por sus formadoras que tomaron medidas
pertinentes para suavizar la situación.
La sombra de la
condenación de quien le había dado la vida era una losa de inmensas
proporciones para Laura que no halló más salida que ofrecerse a Dios en
sacrificio. Lo consultó con su confesor, el padre Crestanello, salesiano avezado
en la formación espiritual, quien le advirtió: «Mira que eso es muy
serio. Dios puede aceptarte tu propuesta y te puede llegar la muerte muy
pronto». Ella no se arredró. Coincidiendo con la recepción de su primera
comunión el mismo año de 1901, en diciembre se integró con las Hijas de María y
se consagró a la Virgen. Manuel, que había marcado como una res a su anterior
compañera, en el estío de 1902, durante las vacaciones escolares, quiso verter
su lascivia en Laura que tenía 11 años. Ebrio y fuera de control se deshizo de
Mercedes para dar rienda a sus bajos instintos con su hija, pero no contó con
la bravura de la pequeña que pudo zafarse de él.
La angustia por la
asfixiante situación en la que vivía su madre instaba a Laura a redoblar sus
mortificaciones y penitencias con la esperanza de lograr su conversión y
consiguiente abandono del lugar y del iracundo compañero. El día de su primera
comunión había suplicado ardientemente: «¡Oh, Dios mío, concédeme una
vida de amor, de mortificación y de sacrificio!». La vía hacia su libación
definitiva se abrió con una tisis que se le declaró de improviso en 1903. Otro
de sus sufrimientos añadidos fue saber que la situación ilícita de su madre era
un veto para que ella pudiera abrazar la vida religiosa.
Con pasos gigantes la
enfermedad se fue apoderando de su organismo y el dolor se tornó insoportable. «Señor:
que yo sufra todo lo que a Ti te parezca bien, pero que mi madre se convierta y
se salve». Aún intentó su madre que se recuperase fuera del colegio,
pero no hubo remedio. En ese intervalo Manuel Mora volvió a cebarse en la beata
porque fue testigo de una fuerte discusión entre su madre y él, y la niña medió
para que Mercedes no claudicara y se sometiera a las consignas del hacendado.
Éste maltrató a Laura con brutalidad y, aunque unos testigos impidieron que
terminara con su vida, la dejó herida de muerte ya que no pudo volver a ponerse
en pie.
A punto de abandonar
este mundo, Mercedes supo por su propia hija que se había ofrecido a Dios para
que mudase su conducta radicalmente: «Muero, porque yo misma se lo pedí
a Jesús… Hace casi dos años que le ofrecí la vida por ti, para obtener la
gracia de tu conversión a Dios. ¡Oh, mamá! ¿Antes de morir, no tendré el gozo
de verte arrepentida?». Y arrancó de la madre lo que tanto había suplicado
en un instante de altísima emoción para ésta, al ver que fenecía lo que más
amaba en el mundo. «¡Oh, mi querida Laura, te juro en este momento que
haré cuanto me pides… Estoy arrepentida, Dios es testigo de mi promesa!».
Rubricada su determinación ante el sacerdote, como Laura le pidió, ésta ya
podía partir en paz. Y musitando: «Gracias Jesús, gracias María», murió
el 22 de enero de 1904. Juan Pablo II la beatificó el 3 de septiembre de 1988.
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