lunes, 4 de julio de 2016

San Oseas - Beato Pier Giorgio Frassati (4 de julio)

San Oseas

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 Santos Oseas y Ageo
Con Oseas comienza la serie de los doce Profetas Menores. Llámanse Menores no porque fuesen Profetas de una categoría menor, sino por la escasa extensión de sus profecías, con  relación a los Profetas Mayores.
Oseas u Osee, profeta de las diez tribus del norte, como su contemporáneo Amós, vivió en el siglo VIII a. C., mientras Isaías y Miqueas profetizaban en Judá, es decir, bajo el reinado del rey Jeroboam II de Israel (783-743) y de los reyes Ocías (Amasías) (789-738), Acaz (736-721) y Ezequías (721-693), reyes de Judá.
Sus discursos proféticos se dirigen casi exclusivamente al reino de Israel (Efraím, Samaria), entonces poderoso y depravado, y sólo de paso a Judá. Son profecías duras, cargadas de terribles amenazas contra la idolatría, la desconfianza en Dios y la corrupción de costumbres, y alternadas por otra parte con esplendorosas promesas (cfr. 2, 14) y expresiones del más inefable amor (cfr. 2, 23; 11, 8 ss.). Es estilo es sucinto y lacónico, pero muy elocuente y patético, y a la vez riquísimo en imágenes y simbolismos.
La primera parte (cap. 1 a 3) comprende dos acciones simbólicas que se refieren a la infidelidad del reino de Israel como esposa de Yahvé. La segunda (cap. 4 a 14) es una colección de cinco vaticinios (cap. 4, 5, 6, 7  a  12, 12 a 14 ), en que se anuncian los castigos contra el mismo reino y luego la purificación de la esposa adúltera, en la cual se despierta la esperanza en el Mesías y su glorioso reinado.
El Matirologio Romano conmemora al santo profeta el dia 4 de julio. Su sepulcro se muestra en el monte Nebi Oscha, no lejos de es-Salt (Transjordania). El Eclesiático (textos hebreo y griego), hace de Oseas y de los otros Profetas Menores este significativo elogio: " Reverdezcan también en el lugar donde reposan, los huesos de los doce Profetas; porque ellos consolaron a Jacob, y lo confortaron con una esperanza cierta ! (Ecli. 49, 12).


Con Ageo (en Hebreo Haggai, o sea festivo) empieza el período postexílico de la profecía de Israel, en el cual le acompañará Zacarías y le sucederá, casi un siglo más tarde, Malaquías. Como muchos otros Profetas menores, Ageo no es conocido más que por algunas pocas noticias. Sus cuatro discursos se refieren todos al segundo año de Darío I (520 a. C.), sucediéndose en menos de cuatro meses (cfr. 1, 1; 2, 11 y 21).
Su nombre como el de Zacarías se menciona en Esdr. 5, 1 y 6, 14, y allí vemos, como en los Profetas anteriores, el ambiente decaído de los restos de Israel vueltos de Babilonia (tribus de Judás y Benjamín), que estos enviados de Dios trataron de levantar en aquel período, y que tan lejos estaba de la resurrección soñada según los vaticinios de los Profetas. En el orden político, sometido de continuo a la tiranía extranjera; en el religioso y moral, con la horrible decadencia que Malaquías enrostra a sacerdotes y pueblo, al que el mismo Ageo condena por su impureza (2, 10 ss.) y por su indiferencia en construir el nuevo Templo (1, 4ss.), el cual debería haber sido el objeto de todas sus ansias, según las esplendorosas promesas de Ezequiel (cfr. Ez. 40, 1). Época "penosa y aun dolorosa, porque la teocracia hallaba, de parte de los hombres, muchos obstáculos para salir de sus ruinas, y el desaliento se había apoderado de los judíos también desde el punto de vista religioso" (Fillion). (Véase Esdr. 1, 2 ).
En el primer discurso (1, 2 a 2, 1), Ageo exhorta a los judíos, remisos en reanudar la reconstrucción del Templo salomónico; en el segundo  (2, 2-10), consuela a los que habían visto la gloria y magnificencia del Templo salomónico; en el tercero (2, 11-20), anuncia la bendición de Dios y la futura gloria del Templo; en el cuarto (2, 21-24), se dirige a Zorobabel, prometiéndole recompensa divina y fortaleciéndole con la promesa del reino mesiánico futuro, "con lo cual se ve una vez más que esta restauración precaria de aquellas pocas tribus, que tanto había de sufrir aún en tiempo de los Macabeos, y caer luego en le deicidio y la total dispersión, no era sino la figura de aquella otra queconstituía la esperanza de Israel". (Véase Sof. 3, 20)
El Martirologio Romano hace la conmemoración de Ageo junto con la del Profeta Oseas el 4 de julio 






" Porque has guardado la palabra de mi constancia, yo también te guardaré en la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero, para probar a los habitantes de la tierra. Llegaré pronto: sostén lo que tengas, para que nadie te quite tu corona. Al que venza lo haré columna en el templo de mi Dios, y ay nunca saldrá fuera, y sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén, que baja del cielo desde mi Dios, y mi nombre nuevo." Ap. 3, 10-12




Beato Pier Giorgio Frassati

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Nació el 6 de abril de 1901. Su madre Adelaide Ametis era pintora, y su padre, Alfredo Frassati, agnóstico declarado, fue senador y embajador en Alemania, además de fundador del prestigioso periódico La Stampa, cuya tendencia no era precisamente afín a la Iglesia. Y aunque su entorno no proporcionó al beato una formación en la fe anclada en la vivencia, siguió los dictados de su corazón. No miró para otro lado, ni alojó en cómodo vacío la íntima persuasión que le instaba a buscar lo máximo, sino que se dispuso a vivir el Evangelio con todas sus consecuencias. Su hermana y él se formaron en un centro estatal y en el colegio de los jesuitas. En éste último Pier Giorgio se vinculó a la Congregación Mariana y al Apostolado de la Oración. A los 17 años se integró en la Sociedad de San Vicente de Paúl, y a los 19 se comprometió con la Federación de Estudiantes Católicos y con la Acción Católica.
Se matriculó en la Politécnica de Turín en la carrera de ingeniería de minas. Se había convertido en un joven de finas facciones, con innegable atractivo, un consumado montañero que hacía gala de su gran sentido del humor, apasionado e idealista, inclinado a defender siempre a los débiles; ni siquiera sus estudios pusieron coto a sus misericordiosas acciones que venía realizando anteriormente. La universidad era entonces caldo de cultivo para tendencias dispares; un entramado complejo en el que fácilmente germinaban conflictos ideológicos y políticos, dejando a la religión fuera de concurso. En este ambiente gravemente enrarecido y hostil a la fe, organizó acciones para despertar la dormida conciencia espiritual de sus compañeros. Y se le ocurrió invitarlos a una adoración nocturna. Los extremistas de fanáticos modales arrancaron los carteles en su presencia. La impresión ante ese signo de intolerancia le acompañaría hasta el fin. No se desanimó. No podía hacerlo porque se había abrazado a Cristo encarnando con su vida el Evangelio. Estaba entregado a la causa de auxiliar a los enfermos, atender a los huérfanos y a los que regresaban malheridos en el cuerpo y en el alma de la sangrienta guerra mundial. Era catequista en un barrio marginal en el que, además de formar a los niños, defendía al religioso dominico que estaba al frente del centro donde se reunían de las notorias agresiones verbales y físicas que le infligían ciertos comunistas. Era frecuente verle por las calles acarreando los humildes enseres de los pobres que no tenían donde ir, costeando el transporte público a quien lo precisara, dando limosnas, etc. Lo que fuera preciso, siempre con el objeto de socorrer a quienes lo necesitaban, a costa de quedarse sin dinero en su bolsillo. Su pudiente familia no lo comprendía. Sus padres nunca supieron que pensando en ellos renunció a un amor secreto.
En 1921 organizó el primer congreso de Pax Romana en Rávena con la idea de involucrar a todos los universitarios del mundo en defensa de la paz. Cualquier situación la aprovechaba para hacer apostolado: la montaña, el teatro, la ópera, los museos. Había recibido una educación exquisita. Le agradaba el arte, la música, le apasionaba Dante, y tenía predilección por los escritos de Catalina de Siena que le indujeron a convertirse en terciario dominico en 1922. No estaba dispuesto a contemporizar con ningún «ismo». Y como observó que el totalitarismo del signo que fuera no contemplaba entre sus principios la defensa de la persona, ni el respeto a la fe católica, se enfrentó abiertamente a él. Primeramente, plantó cara al comunismo y luego al fascismo, sin comprender cómo personas conocidas, que se declaraban católicas, podían simpatizar con estas ideologías. Era un joven coherente, auténticamente comprometido con su ideal, y este sentimiento mal entendido por los exaltados, se tornó en un peligroso azote para su vida. No querían permitir que se saliera con la suya y agredieron bárbaramente su domicilio mientras almorzaba junto a su madre. Entonces el beato dio pruebas de su hombría, y valerosamente les arrebató el bastón, «arma» de los violentos, arremetiendo contra el grupo que escapó a toda prisa.
Para ejercitar su caridad se adentraba en barrios y viviendas faltas de higiene, corriendo un alto riesgo de contagio de muchas enfermedades; ese peligro era moneda de cambio habitual. Sus amigos, a quienes invitaba a seguirle, estaban amedrentados, pero él les recordaba que en esas personas se hallaba el rostro de Cristo. A finales de 1925 en una de estas acciones a domicilio, contrajo una poliomielitis. Tenía 24 años, ¿quién podía pensar en una muerte inminente? Su entorno siguió con su rutina habitual, sin prestarle atención. La abuela se hallaba en trance de muerte, y todas las inquietudes se polarizaron en ella. Cuando la familia se percató de su gravedad, ésta era irreversible. Ni siquiera el suero obtenido del instituto Pasteur de París sirvió para remediar lo inevitable. A punto de morir, pensando en aquellos por los que dio su vida, encomendó a su hermana que llevase una caja de sus inyecciones a otra persona que las precisaba anotando su dirección en ella y se ocupó de costear un seguro médico. Murió en Turín el 4 de julio de 1925. Unos días antes había escrito: «En este mundo que se ha alejado de Dios falta la paz, pero falta también la caridad, o sea el amor verdadero y perfecto. Quizá si San Pablo fuese escuchado por todos nosotros, las miserias humanas serían un poco disminuidas». Juan Pablo II lo beatificó el 20 de mayo de 1990. Lo denominó «el hombre de las ocho bienaventuranzas».

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