can.: B: Pío XI 17 oct 1926
país: Francia - †: 1792
país: Francia - †: 1792
En París, en Francia,
pasión de los beatos Andrés Abel Alricy, presbítero, y setenta y un compañeros,
mártires, la mayoría presbíteros, todos los cuales, tras ser recluidos en el
Seminario de San Fermín a modo de cárcel, y después de vivir una matanza el día
anterior, fueron asesinados por quienes odiaban la Iglesia. Estos son sus
nombres: beatos René María Andrieux, Pedro Pablo Balzac, Juan Francisco María
Benoît o Vourlat, Miguel Andrés Silvestre Binard, Nicolás Bize, Pedro Bonzé,
Pedro Briquet, Pedro Brisse, Carlos Camus, Beltrán Antonio de Caupenne, Jacobo
Dufour, Dionisio Claudio Duval, José Falcoz, Gilberto Juan Fautrel, Filiberto
Fougère, Pedro Juan Garrigues, Nicolás Gaudreau, Esteban Miguel Gillet, Jorge
Jerónimo Giroust, José María Gros, Pedro Guérin du Rocher, Roberto Francisco
Guérin du Rocher, Ivón Andrés Guillon de Keranrun, Julián Francisco Hédouin,
Pedro Francisco Hénocq, Eligio [Eloy] Herque o du Roule, Pedro Ludovico Joret,
Jacobo de la Lande, Egidio [Gil] Ludovico Sinforiano Lanchon, Ludovico Juan
Mateo Lanier, Juan José de Lavèze-Belay, Miguel Leber, Pedro Florencio
Leclercq, Juan Carlos Legrand, Juan Pedro Le Laisant, Julián Le Laisant, Juan
Lemaître, Juan Tomás Leroy, Martín Francisco Alejo Loublier, Claudio Ludovico Marmotant
de Savigny, Claudio Silvano Mayneaud de Bizefranc, Enrique Juan Millet,
Francisco José Monnier, María Francisco Mouffle, José Ludovico Oviefre, Juan
Miguel Philippot, Jacobo Rabé, Pedro Roberto Régnet, Ivón Juan Pedro Rey de
Kervizic, Nicolás Claudio Roussel, Pedro Saint-James, Jacobo Ludovico Schmid,
Juan Antonio Seconds, Pedro Jacobo de Turménies, René José Urvoy, Nicolás María
Verron, Carlos Víctor Véret, todos presbíteros; además, Juan Carlos María
Bernard du Cornillet, canónigo de la abadía de San Víctor de París; Juan
Francisco Bonnel de Pradel y Claudio Pons, canónigos de la abadía de Santa
Genoveva de París; Juan Carlos Caron, Nicolás Colin, Ludovico José François y
Juan Enrique Gruyer, de la Congregación de la Misión; Claudio Bochot y Eustaquio
Félix, de la Congregación de Padres de la Doctrina Cristiana; Cosme (Juan
Pedro) Duval, de la Orden de Hermanos Menores Capuchinos; Pedro Claudio
Pottier, de la Compañía de Jesús y María; y Sebastián Desbrielles, maestro de
escuela en París, Ludovico Francisco Rigot y Juan Antonio José de Villette.
191 Mártires de París en la Revolución Francesa (1792)
Beatificados en 1926,
murieron de maneras atroces pero confesando la fe en Cristo, los primeros días
de setiembre de 1792 en distintos puntos de París.
En este grupo:

No cabe la menor duda de que en el tiempo
de la Revolución Francesa, existían en la Iglesia de Francia situaciones y
condiciones que, para decirlo con la mayor suavidad posible, eran lamentables:
los obispos y otros clérigos de alta jerarquía eran mundanos y ambiciosos,
indiferentes a los sufrimientos del pueblo; se contaban por centenares los
párrocos y rectores ignorantes, egoístas y débiles que, a la hora de la prueba,
no titubearon en pronunciar un juramento y aceptar una constitución que habían
condenado la Santa Sede y sus propios obispos. Eso, por el lado del clero,
porque por parte de los laicos casi todos eran indiferentes o abiertamente
hostiles a la religión. El reverso de la medalla podía encontrarse en un reducido
grupo de sacerdotes locales e inmigrados y de gente que colaboraba con ellos
para la causa de la emancipación católica, y a los que no podemos dejar de
sumar a los cientos que dieron sus vidas antes que cooperar con las fuerzas
antirreligiosas. En este último grupo se encontraban los mártires que murieron
en París el 2 y el 3 de septiembre de 1792. En el año de 1790, la Asamblea
Constituyente aprobó la constitución civil para los clérigos, condenada
inmediatamente por la jerarquía, como ilegal. Todos los obispos diocesanos, a
excepción de cuatro, así como la mayoría del clero urbano, se negaron a prestar
el juramento que les imponía la nueva constitución. Al año siguiente, el papa
Pío VI confirmó la condena a la constitución, a la que calificó de «hereje,
contraria a las enseñanzas católicas, sacrílega y contraria a los derechos de
la Iglesia». A fines de agosto de 1792, los revolucionarios en toda Francia se
enfurecieron por el levantamiento de los campesinos en La Vendée y los éxitos
de las armas de Prusia, Austria y Suecia, en Longwy. Inflamados por los fogosos
discursos contra los realistas y el clero, unos mil quinientos hombres de
iglesia, laicos, mujeres y niños, perecieron en una matanza gigantesca. Ciento
noventa y una de estas víctimas fueron beatificadas como mártires en 1926.
En las primeras horas de la tarde del 2 de
septiembre, varios cientos de rebeldes atacaron la «Abbaye», el antiguo
monasterio donde los sacerdotes, los soldados leales y algunas otras personas
se hallaban prisioneros. La horda de maleantes, con un rufián llamado Maillard
a la cabeza, exigieron a numerosos sacerdotes que pronunciaran el juramento
constitucional; todos se negaron y fueron muertos ahí mismo. Después se formó
un tribunal para condenar al resto de los prisioneros en masa. Entre este
segundo grupo de mártires, se hallaba el ex-jesuita (la Compañía de Jesús se
encontraba suprimida por entonces) Beato Alejandro Lenfant. Había sido confesor
del rey y un fiel amigo de la familia real en desgracia. Eso bastó para que, no
obstante los esfuerzos de un sacerdote apóstata, fuese condenado y martirizado.
Monseñor de Salamon nos dice en sus memorias que observó al padre Lenfant
cuando escuchaba serenamente la confesión de otro sacerdote, minutos antes de
que el confesor y el penitente fueran arrastrados al lugar de su ejecución. El
alcalde de París enardeció con vino y alentó con propinas a un grupo de
pilluelos y vagabundos para que atacaran la iglesia de los carmelitas en la
«Rue de Rennes». Ahí se hallaban presos más de ciento cincuenta eclesiásticos y
un laico, el beato Carlos De La Calmette, conde de Valfons, un oficial de
caballería que había acompañado voluntariamente al cura de su parroquia a la
prisión cuando se lo llevaron preso. Aquella compañía de valientes hidalgos,
encabezada por el beato Juan Maria De Lau, arzobispo de Arles, por el beato
Francisco José De La Rochefoucauld, obispo de Beauvais y su hermano, el beato
Pedro Louis, obispo de Saintes, llevaba en la prisión una vida de regularidad
monástica y no cesaba de asombrar a sus carceleros por su alegría y su buen
humor. Era una sombría tarde de domingo, con ráfagas de vientos helados y
amenaza de tempestad; a los prisioneros se les había permitido tomar el aire en
el jardín y, los obispos y otros clérigos rezaban las vísperas en la capilla,
cuando la horda de asesinos irrumpió en el jardín y mató a puñaladas al primer
sacerdote que se cruzó en su camino. Al ruido del tumulto, Mons. de Lau salió
tranquilamente de la capilla. «¿Eres tú el arzobispo?», le preguntó alguno de
los rufianes. «Si, señores. Yo soy el arzobispo». Fue derribado con un golpe de
espada sobre el hombro y, ya en el suelo, se le atravesó el pecho, de parte a
parte con una pica. Entre aullidos de excitación, horror y salvajismo,
comenzaron a tronar las salvas de los disparos; las balas cayeron en lluvia
cerrada; la pierna del obispo de Beauvais quedó destrozada. En un instante,
algunos murieron y otros cayeron heridos.
Pero el fuego cesó súbitamente. Los
franceses tienen el sentido del orden y, tal vez, aquella matanza les pareció
desordenada. Por lo tanto, se procedió al nombramiento de un «juez», que
instaló su tribunal en el pasillo entre la iglesia y la sacristía. Los acusados
comparecían ante él de dos en dos. Con ambas manos, el «juez» les presentaba
sendos pliegos con el juramento constitucional para que lo prestaran; pero
todos lo rechazaron sin la más mínima vacilación. Entonces, la pareja de
condenados descendía por la estrecha escalera que conducía al exterior y, al
salir, la muchedumbre desaforada los hacía pedazos. En el pasillo el juez gritó
el nombre del obispo de Bauvais; desde el rincón donde yacía, inmovilizado,
repuso: «No me niego a morir con los demás, pero no puedo andar. Ruego a
vuestra señoría que tenga a bien mandar que me lleven a donde deba de ir». No
podía haberse hecho una demostración más clara de aquella monstruosa injusticia
que la réplica breve y cortés del obispo. Pero no le salvó la vida, aunque
ninguno de los verdugos se atrevió a decir palabra cuando dos hombres le cargaron
en vilo y lo llevaron ante el juez para que rechazara el juramento
constitucional. El beato Jacobo Galais, quien estaba a cargo de la cocina para
los prisioneros, le entregó al juez trescientos veinticinco francos que le
debía al carnicero, porque no quería llegar al cielo con aquella deuda. EL
beato Jacobo Friteyre-Durvé, ex-jesuita, fue apuñalado por un vecino suyo a
quien conocía desde que eran pequeños; otros tres ex jesuitas y cuatro
sacerdotes seculares eran ancianos sacados de una casa de descanso en Issy para
ser encerrados en la iglesia de los carmelitas; el conde de Valfon y su
confesor, el beato Juan Guilleminet, murieron uno junto al otro; y así, todos
perecieron hasta no quedar ninguno. A estos mártires se les llama «des Carmes»
por el lugar donde padecieron. Ahí mismo había otras cuarenta personas, más o
menos, que conservaron la vida gracias a que no fueron vistas o bien, pudieron
escapar en las narices de guardias complacientes o compadecidos. Entre las
víctimas se hallaba también el beato Ambrosio Agustin Chi Vreux, superior
general de los benedictinos mauristas y otros dos monjes; el beato Francisco
Luis Hebert, confesor de Luis XVI; tres franciscanos, catorce ex-jesuitas, seis
vicarios generales diocesanos, treinta y ocho estudiantes o ex-alumnos del
seminario de San Sulpicio, tres diáconos, un acólito y un hermano maestro. Los
cadáveres fueron enterrados en una fosa común del cementerio de Veaugirard,
aunque muchos fueron arrojados también a un pozo en el jardín de la iglesia del
Carmen.
El 3 de septiembre, la horda de asesinos
irrumpió en el seminario lazarista de San Fermín, convertido también en
prisión, donde su primera víctima fue el beato Pedro Guérin Du Rocher, un
ex-jesuita de sesenta años. Se le pidió que eligiera entre el juramento y la
muerte y, tan pronto como rehusó someterse a la constitución, fue arrojado por
la ventana más próxima y, al caer en el patio, fue acribillado a puñaladas. Su
hermano, el beato Roberto Du Rocheb, fue también una de las víctimas, y hubo
otros tres ex-jesuitas entre los noventa y un clérigos que se hallaban presos
ahí, de los cuales sólo cuatro escaparen con vida. El superior del seminario
era el beato Luis José Franwis. En su capacidad de gobernante, había avisado a
su comunidad que el juramento era ilegal para los clérigos. Era un hombre de
tanta fama por su bondad y tan querido en París que, a pesar de los riesgos, un
oficial del ejército le advirtió sobre el peligro que corría y se ofreció a
ayudarle a escapar. Por supuesto, se negó a abandonar a sus compañeros de
prisión, muchos de los cuales habían llegado voluntariamente a San Fermín,
confiados en salvarse. Entre los que murieron con él se hallaban el beato
Enrique Gruyer y otros lazaristas; el beato Yves Guillon De Keranrun,
vicecanciller de la Universidad de París, y tres laicos. En la prisión de La
Force, en la «Rue Saint-Antoine», no quedó ningún sobreviviente para describir
los últimos momentos de cualquiera ó sus compañeros de infortunio.
El breve de la beatificación, con el
registro de cada uno de los nombres de las mártires, se halla impreso en Acta
Apostolicae Sedis, vol. XVIII (1926), pp. 415-425. In la mayor parte de las
historias sobre la Revolución Francesa se encontrarán relatos sobre la muerte
de uno u otro de estos mártires, pero el tema de su martirio se trata
detalladamente en distintos libros, como por ejemplo, Les Massacres de
Septembre (1907) de Lenótre; Massacres de Septembre (1935), de P. Caron; Les
Martyrs, vol. XI, de H. Leclercq.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
accedida 2064 veces
ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.orgindex.php?idu=sn_4871
No hay comentarios:
Publicar un comentario