Silencio del abismo (mi segunda reflexión otoñal)
« Que ses jugements sont insondables, et ses voies incompréhensibles! », - yo recuerdo a esta frase de la Carta a los Romanos (11:33) así en el francés, repetida por nuestra regenta, una bella princesa georgiana repatriada de Francia y salvada por la Iglesia del exilio en los desiertos de Kazajstán. Mi abuela solía añadir la cita del Salmo 35 y lo pronunciaba en el antiguo eslavo: “No tienen fondo los abismos de tus destinos” y casi toda familia suya ya se había quedado en el abismo de la última guerra. Son las frases inquietantes y trágicas, donde el destino aparece como algo inseguro, oscuro, sin un fundamento firme. Nos gustaría arreglar al mundo según nuestra razón, sea esta práctica o ética, y llegar a través de las imágenes de las cosas a su esencia eterna. Que todo sea cómodo y accesible. ¿O quizá no es así? Yo había vivido casi un año en la isla preciosa e idílica y, como soy una habitante de la llanura sin fin, empecé a sentir un cierto agobio: todas las carreteras me llevaban hacia el mar, yo sabía donde se acaba la tierra y el mundo me parecía pequeño, todo perdía su volumen bajo el implacable sol de mediodía. Así nos ataca con la ansiedad y con el sentimiento de la vanidad finita “el demonio de mediodía” del Salmo 90, en el español es un Salmo 91 y se trata del “azote que devasta a mediodía” que es una definición menos personalizada. “¡Sálvame del demonio de mediodía!”.
La propia persona incluye en si misma a esta infinitud, a este abismo de su destino. Martin Heidegger consideraba que debemos buscar a este Nada en la luz del cual todo existe debemos dentro de nosotros mismos. ¿Nuestro incansable deseo de salir fuera de sí, todas las búsquedas inquietantes, nuestra insaciable sed del amor y de conocimiento acaso no demuestran que el fin de nosotros siempre esta fuera, en el espacio desconocido e insondable? Metropolita Antonio Blum (el famoso jerarca ortodoxo en la Inglaterra) decía que si durante la oración nos libraremos de todos los pensamientos sobre los otros, de los recuerdos de todo que sobre nosotros han dicho los demás, de nuestra propia imagen proyectada en los otros, en este caso podemos comenzar a sentir el vacio de nuestro silencio, nuestra inexistencia y el miedo de este inexistencia y lanzar a nuestra voz con más fuerza hacia el Señor, porque solo vemos algo en su luz. O en su oscuridad que, según Dionisio Areopagita, es lo mismo que luz.
Inexistencia es lo mismo que existencia. ¿Pero como esto puede ser, si el Dios mismo dijo “Yo soy quien existe”? Pues esto puede tener lugar simplemente porque la existencia del Dios no es la misma que la existencia de las cosas, sino una realidad más plena y más perfecta, porque ella es la misma posibilidad y la condición de la creación. La plenitud absoluta no pertenece a nuestro mundo y siempre incluye a todo, incluso a su propio sentido contrario, puesto que no tiene su límite en ninguna antinomia, sino sobrepasa a estas diferencias. Y la inexistencia en su límite ya incluye a la negación de sí misma que es una vida absoluta. Por eso el Ser y la Nada son en el sentido general unas nociones que expresan lo mismo. Igual que la luz y las tinieblas en la mística de Areopagita. Dios es Ser y Nada, alguien quien no puede ser definido, pero el mundo solo puede existir en su luz y en su espacio.


Quizá por eso en el estilo florido del latín medieval o en el eslavo “enlazamiento de las palabras” podemos encontrar en lugar de la lógica descripción de la vida de un santo una fila interminable de las metáforas y adjetivos. Una palabra niega a la otra, sustituye a ella, lucha con las otras definiciones, es un rio que fluye lleno del agua viva: “el era un pastor y un luchador contra el demonio, apacible en las palabras, ardiente en las oraciones, constante en la paciencia, lento en el enfado y rápido en la ayuda”. Un santo es siempre un abismo, una batalla contra la razón mundana y por eso el apoyo del mundo, situado fuera de este. Con estos pensamientos yo siempre recuerdo al soneto de Miguel de Unamuno “Razón y Fe”, sobre todo su final:
“Tu ensangrentada huella
por los mortales campos encamina
hacia el fulgor de tu eternal estrella;
hay que ganar la vida, que no fina,
con razón, sin razón o contra ella”


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