Beata Ana María Javouhey, virgen y fundadora
fecha: 15 de julio
n.: 1779 - †: 1851 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 15 oct 1950
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
n.: 1779 - †: 1851 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 15 oct 1950
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En París, en Francia, beata Ana
María Javouhey, virgen, fundadora de la Congregación de Religiosas Misioneras
de San José de Cluny, dedicadas al cuidado de enfermos y a la instrucción
cristiana de la juventud femenina, obra que la beata consiguió difundir también
en tierras de misión.

Una de las más notables mujeres
beatificadas en la primera mitad del siglo XX, fue Ana María Javouhey. Nació en
1779, en Jallanges, ciudad de Borgoña, donde su padre era un campesino
acomodado. La niña dio muy pronto muestras de su fuerza de carácter, ya que,
aunque era la quinta de una numerosa familia, dominaba a todos sus hermanos.
Otra de las cualidades que la distinguieron desde pequeña fue su valor y,
durante la Revolución Francesa, la joven Ana María, casi una niña aún, corrió
graves riesgos por ayudar a los sacerdotes y a los cristianos perseguidos.
Durante una misa que se celebró en secreto en su casa en 1798, Nanette (como se
la llamaba familiarmente) hizo voto de virginidad y prometió consagrar su vida
a la educación de los niños y a la ayuda a los pobres.
Cuando las comunidades religiosas
obtuvieron de nuevo carta de ciudadanía en Francia, Nanette ingresó en la
congregación de las Hermanas de la Caridad de Besançon; pero Dios no la quería
ahí. Ingresó después al convento de las monjas cistercienses de Val-Sainte, en
Suiza, con el mismo resultado desalentador; tuvo por director a un monje muy
conocido, Dom Agustín Lestrange (que introdujo la Orden del Cister en los
Estados Unidos), quien le indicó que su vocación consistía en fundar una nueva
congregación. Ana María le había contado que en Besançon tuvo la visión de una
sala llena de niños y niñas de diferentes razas y que, una voz le había dicho:
«Estos son los hijos que Dios te ha dado. Yo soy Teresa y velaré por tu
congregación». Así pues, la joven volvió a Francia. Su padre que vacilaba entre
oponerse a los proyectos de su hija o favorecerlos generosamente, puso por fin
a disposición de Ana María y tres de sus hermanas una casa en Chamblanc para
que fundasen una escuela. Cuando Pío VII pasó por Chalon en 1805, recibió a las
cuatro jóvenes y las alentó en su empresa. Dos años después, Ana, sus hermanas
y otras cinco jóvenes, recibieron el hábito azul y negro de manos del obispo de
Autun. Pronto empezaron a lloverles peticiones de escuelas y otros
establecimientos. En 1812, el Sr. Javouhey compró un antiguo convento
franciscano en Cluny para que fuese el noviciado y la casa madre de la
congregación.
En París se inauguró una escuela. Los
métodos pedagógicos de la madre Javouhey provocaron muchos comentarios,
favorables y desfavorables, y la obra que realizaban Ana María y sus
religiosas, llegó a oídos del gobierno. El gobernador de la isla de Borbón
(actualmente de La Reunión, al este de Madagascar) pidió a la superiora que
enviase allá a algunas de sus religiosas. En septiembre de 1817, se inauguró
ahí la primera escuela misional para niños de color. A ésta siguieron otras
peticiones del extranjero. La madre Javouhey pasó dos años en el Senegal, en
Gambia, y en Sierra Leona, fundando hospitales con ayuda de las autoridades
inglesas. Supervisó personalmente la inauguración de una extensa plantación,
cuyos dueños eran africanos, en el extremo superior del río Senegal, y trabajó
en un proyecto para la formación de seminaristas senegaleses en Francia. El
proyecto tuvo que ser abandonado por causas de fuerza mayor, sin embargo, a
raíz de aquellos planes se comentó que «la madre Javouhey se adelantaba a su
época». Pero eso es falso: la formación del clero nativo no es un invento de
los papas del siglo XX, sino un retorno a la antigua práctica de la Iglesia en
las tierras de misión.
Con los años, la fuerza juvenil de Ana
María se concentró en una voluntad inflexible, y sus ímpetus de niña, en una
fortaleza heroica. A ello añadía la beata una inteligencia clara, abierta y
equilibrada. Tales cualidades tienen sus peligros inherentes, aun entre los más
fervientes religiosos. Pero Ana María hacía frente a esos peligros con su
sencillez y humildad en el trato con Dios y con los hombres, como se ve
claramente por la caridad sencilla pero llena de firmeza con que supo obrar en
los casos difíciles: el período de cisma entre las misioneras de Borbón, el
largo y amargo período de desacuerdo con Mons. d'Héricourt, obispo de Autun y
los dos años de privación de los sacramentos que el prefecto apostólico de la
Guayana impuso a la monja. Ana María escribió: «La cruz está dondequiera que
hay siervos de Cristo, y yo me regocijo de contarme entre ellos». Pero, cuando
regresó de la Guayana a Europa por última vez, dijo al sacerdote que le había
rehusado los sacramentos: «Muy bien, vos responderéis ante Dios del mal que de
ahí se siga».
Si la cruz que Ana María tuvo que
sobrellevar en la Guayana Francesa fue muy pesada, también fue ése el campo de
sus más grandes realizaciones. La congregación estaba ya establecida en La
Martinica, en Guadalupe, en San Pedro, en Pondicherry, en Cayenna y en Nueva
Angouléme de la Guayana, donde dirigía hospitales, escuelas y talleres. En
1828, el gobierno pidió a la superiora que emprendiese la colonización del
distrito de Mana, en la Guayana, donde muchos hombres habían fracasado antes.
La madre Javouhey se lanzó al trabajo con treinta y seis religiosas, cierto
número de artesanos y colonos franceses y cincuenta trabajadores negros, de
acuerdo con el plan que había sometido a las autoridades. Aquellos cuatro años
fueron, sin duda, los más duros en la vida de Ana María, pues no sólo se
trataba de establecer la civilización en las selvas sudamericanas, sino una
civilización cristiana. Por otra parte, hubo de llevar adelante la empresa a
pesar de las envidias de los que antes habían fracasado en ella y de la falta
de apoyo de las autoridades francesas, a partir de la abdicación de Carlos X,
en 1830. Ana María se mostró intrépida e infatigable. En cierta ocasión, compró
a un grupo de esclavos fugitivos para salvarlos de la pena del látigo y, en
otra, fundó «como por casualidad» un pueblo para los leprosos.
Apenas dos años después de la vuelta de la
madre Javouhey a Francia, cayó sobre sus hombros una carga todavía más
inesperada. Para gran indignación de algunos de los europeos, varios centenares
de esclavos negros de la Guayana iban a ser emancipados; se trataba de un grupo
bastante turbulento y su libertad podía producir dificultades. ¿Podría la Madre
encargarse de su educación cívica y cristiana antes de la emancipación? Después
de mucha oración y detenida consideración, Ana María respondió afirmativamente.
Ninguna de sus empresas despertó mayor interés ni suscitó mayores críticas.
Lamartine, Chateaubriand, Lamenais, todos salieron a defenderla. Y el rey Luis
Felipe comentó: «¡Madame Javouhey es un gran hombre!»
Ana María retornó, pues, a Mana. Los
negros fueron congregados en reducciones, bajo la vigilancia de una religiosa y
no de un ejército, como se había propuesto. Había 200 hombres, 200 mujeres y
111 niños. El número de niños llegó más tarde a 600. La distribución del tiempo
estaba tan estudiada como si se tratase de una comunidad religiosa. La
principal dificultad era la indolencia de los negros, pero la madre Javouhey
supo ser al mismo tiempo capataz, guía, filósofo, amigo y magistrado. Su tarea
consistía en justificar en la práctica los argumentos teóricos en favor de la
emancipación. Naturalmente, esto provocó contra ella la hostilidad de los
franceses que tenían plantaciones, los cuales llegaron incluso a pagar a un
negro para que volcase su barca y dejase a la religiosa en peligro de ahogarse.
Aunque la madre Javouhey tuvo noticia de la conspiración que se tramaba, no
difirió su viaje ni cambió la tripulación de la barca. La navegación se llevó a
cabo sín el menor incidente. El 21 de mayo de 1838, los primeros 185 negros
fueron solemnemente libertados. La madre Javouhey había conseguido que cada uno
de ellos recibiese una cabaña, una parcela de tierra y cierta suma de dinero.
Los negros habían pedido también un par de botas como las que usaban los
blancos, pero, cuando las tuvieron, como no estaban acostumbrados a llevarlas,
no podían caminar con ellas. Ana María tenía ya sesenta y cuatro años por
entonces. En 1843, salió de la Guayana. Pasó los últimos ocho años de su vida
consagrada al gobierno de su ya numerosa congregación; realizó nuevas
fundaciones en Tahití, en Madagascar y en otros sitios, y admitió a las primeras
postulantes de la India. También en ese punto tuvo que enfrentarse con la
oposición eclesiástica. La beata tenía intención de ir a Roma a ofrecer
personalmente su obra al Santo Padre; pero, según dijo, «Me espera otro viaje
diferente y tengo que hacerlo sola». Ana María Javouhey murió el 15 de julio de
1851. Fue beatificada noventa y nueve años más tarde, cuando la congregación
que había fundado se hallaba ya establecida en treinta y dos países y colonias
del mundo.
Entre las biografías francesas citaremos
las de P. Kieffer (1915); V. Caillard (1909); Coyau (1934); y G. Bernoville
(1942). El P. Pius estudia la «fisonomía moral» de la beata en Une passionné de
la Volonté de Dieu (1950).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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