San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir
fecha: 17 de octubre
fecha en el calendario anterior: 1 de febrero
n.: c. 35 - †: c. 107 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 1 de febrero
n.: c. 35 - †: c. 107 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: Memoria de san Ignacio, obispo y mártir, discípulo del apóstol san
Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, que en tiempo del
emperador Trajano fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma,
donde consumó su glorioso martirio. Durante el viaje, mientras experimentaba la
ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete
cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a
servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser
inmolado como víctima por Cristo.
refieren a este santo: San Policarpo de
Esmirna
Oración: Dios todopoderoso y eterno, tú has
querido que el testimonio de tus mártires glorificara a toda la Iglesia, cuerpo
de Cristo; concédenos que, así como el martirio que ahora conmemoramos fue para
san Ignacio de Antioquía causa de gloria eterna, nos merezca también a nosotros
tu protección constante. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y
reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los
siglos. Amén (oración litúrgica).

San Ignacio, llamado Teóforo, «el que
lleva a Dios», fue probablemente un converso, discípulo de san Juan
Evangelista; los datos históricos fidedignos sobre sus primeros años son pocos.
De acuerdo con algunos escritores antiguos, los apóstoles san Pedro y san Pablo
ordenaron que sucediera a san Evodio como obispo de Antioquía, cargo que
conservó por cuarenta años, y en el cual brilló como pastor ejemplar. El
historiador eclesiástico Sócrates dice que introdujo o divulgó en su diócesis
el canto de antífonas, hecho poco probable. La paz de que gozaron los
cristianos al morir Domiciano (año 96), duró únicamente los quince meses del
reinado de Nerva y bajo Trajano se reanudó lo persecución. En una interesante
carta del emperador a Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, se establecía el
principio de que los cristianos debían ser muertos, en caso de que existieran
delaciones oficiales; y, en otros casos, no se les debía molestar. Trajano fue
magnánimo y humanitario; pero la gratitud que lo vinculaba con sus dioses por
las victorias sobre los dacios y escitas, lo llevó posteriormente a perseguir a
los cristianos, que se negaban a reconocer estas divinidades. Desgraciadamente,
no podemos confiar en la relación legendaria sobre el arresto de Ignacio y su
entrevista personal con el emperador; sin embargo, desde época muy remota, se
ha creído que el interrogatorio al que fue sometido el soldado de Cristo por
Trajano, siguió aproximadamente este cauce:
Trajano: ¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
Ignacio: Nadie llama a Teóforo espíritu malvado.
Trajano: ¿Quién es Teóforo?
Ignacio: El que lleva a Cristo dentro de sí.
Trajano: ¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?
Ignacio: Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos. Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
Trajano: ¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?
Ignacio: Sí, a Aquél que con su muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
Trajano: ¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
Ignacio: Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.
Cuando Trajano mandó encadenar al obispo
para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las fieras en las fiestas
populares, el santo exclamó «te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte
esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu
apóstol Pablo». Rezó por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con
gusto sometió sus miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente
los soldados para conducirlo a Roma.
En Seleucia, puerto de mar, situado a unos
veinticinco kilómetros de Antioquía, se embarcaron en un navío que, por razones
desconocidas, fue costeando por la ribera sur y occidental del Asia Menor, en
lugar de dirigirse directamente a Italia. Algunos de sus amigos cristianos de
Antioquía tomaron un camino más corto, llegaron a Roma antes que él, y allí
esperaron su llegada. Durante la mayor parte del trayecto acompañaron a san
Ignacio el diácono Filón y Agatopo, a quienes se considera autores de las actas
de su martirio. Parece que el viaje fue sumamente cruel, pues san Ignacio iba
vigilado día y noche por diez soldados tan bárbaros, que san Ignacio dice eran
como «diez leopardos» y añade «iba yo luchando con fieras salvajes por tierra y
mar, de día y noche» y «cuando se las trataba bondadosamente, se enfurecían
mas».
Las numerosas paradas, dieron al santo
oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de Asia
Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus obispos y
presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para recibir la
bendición de aquel mártir efectivo. Se designaron también delegaciones que lo
escoltaron en el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo
condiscípulo san Policarpo;
allí se reunieron también el obispo Onésimo, quien iba a la cabeza de una
delegación de Éfeso, el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo
Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con san
Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde
Esmirna, el santo escribió cuatro cartas.
La carta a los efesios comienza con un
cálido elogio de esa iglesia. Los exhorta a permanecer en armonía con su obispo
y con todo su clero, a que se reúnan con frecuencia para rezar públicamente, a
ser mansos y humildes, a sufrir las injurias, sin murmurar. Los alaba por su
celo contra la herejía y les recuerda que sus obras más ordinarias serían
espiritualizadas, en la medida que las hicieran por Jesucristo. Los llama
compañeros de viaje en su camino a Dios y les dice que llevan a Dios en su
pecho. En sus cartas a las iglesias de Magnesia y Tralles habla en términos
análogos y los pone sobre aviso contra el docetismo, doctrina que negaba la
realidad del cuerpo de Cristo y su vida humana. En la carta a Tralles Ignacio
dice a aquella comunidad que se guarden de la herejía, «lo que harán si permanecen
unidos a Dios, y también a Jesucristo y al obispo y a los mandatos de los
apóstoles. El que está dentro del altar está limpio, pero el que está fuera de
él, o sea, quien se separa del obispo, de los presbíteros y diáconos, no está
limpio». La cuarta carta, dirigida a los cristianos de Roma, es una súplica
para que no le impidan ganar la corona del martirio; pensaba que había peligro
de que los influyentes trataran de obtener una mitigación de la condena. Su
alarma no era infundada. A esas fechas, el cristianismo ya había conseguido
adeptos en sitios elevados. Había hombres como Flavio Clemente,
primo del emperador, y los Acilios Glabrión que tenían amigos poderosos en la
administración. Luciano, satirista pagano (c. 165 d.C.), quien seguramente
conoció estas cartas de Ignacio, da testimonio de lo anterior.
«Temo que vuestro amor me perjudique»
escribe el obispo, «a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me
será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré
oportunidad como ésta para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que
pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras
el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias
al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio,
del Oriente al Occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con
Él... Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa,
no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame
cristiano, sino para que lo sea efectivamente... Permitid que sirva de alimento
a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de
Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en
pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi
sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no
sea gravoso a nadie... No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran
apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un
esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en Él
resucitaré libre. Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de
todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren
inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se
atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré. Os pido perdón.
Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible
o invisible me impida llegar a Jesucristo. Que venga contra mí fuego, cruz,
cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en
pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que
llegue a gozar de mi Jesús. El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de
pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi
lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo
y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os
implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta.
Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir.»
Los guardias se apresuraron a salir de
Esmirna para llegar a Roma antes de que terminaran los juegos, pues las
víctimas ilustres y de venerable aspecto, eran la gran atracción en el
anfiteatro. El mismo Ignacio, gustosísimo, secundó sus prisas. En seguida se
embarcaron para Troade, donde se enteraron de que la paz se había restablecido
en la Iglesia de Antioquía. En Troade Ignacio escribió tres cartas más. Una a
los fieles de Filadelfia, alabando a su obispo, cuyo nombre calla, y rogándoles
que eviten la herejía. «Usad una sola Eucaristía; porque la carne de
Jesucristo Nuestro Señor es una y uno el cáliz para unirnos a todos en su
sangre. Hay un altar, así como un obispo, junto con el cuerpo de presbíteros y
diáconos, mis hermanos siervos, para que todo lo que hiciereis vosotros lo
hagáis de acuerdo con Dios.» En la carta a los de Esmirna encontramos
otro aviso contra los docetistas, que negaban que Cristo hubiera tomado una
naturaleza humana real y que la Eucaristía fuera realmente su cuerpo. Les
prohíbe todo trato con esos falsos maestros y sólo les permite orar por ellos.
La última carta es a san Policarpo, y consiste principalmente en consejos, como
conviene a una persona mucho más joven que el escritor. Lo exhorta a trabajar
por Cristo, a reprimir las falsas enseñanzas, a cuidar de las viudas, a tener
servicios religiosos con frecuencia, y les recuerda que la medida de sus
trabajos será la de su premio. San Ignacio no tuvo tiempo de escribir a otras
Iglesias, ni dijo a san Policarpo que lo hiciera en su nombre.

De Troade navegaron hasta Nápoles de
Macedonia. Después fueron a Filipos y, habiendo cruzado la Macedonia y el Epiro
a pie, se volvieron a embarcar en Epidamno (el actual Durazzo, en Albania). Hay
que confesar que estos detalles se basan únicamente en las llamadas «actas» del
martirio, y no podemos tener ninguna confianza en la descripción de la escena
final. Se dice que al aproximarse el santo a Roma, los fieles salieron a
recibirlo y se regocijaron al verlo, pero lamentaron el tener que perderlo tan
pronto. Como él lo había previsto, deseaban tomar medidas para liberarlo, pero les
rogó que no le impidieran llegar al Señor. Entonces, arrodillándose con sus
hermanos, rogó por la Iglesia, por el fin de la persecución, y por la caridad y
concordia entre los fieles. De acuerdo con la misma leyenda, llegó a Roma el 20
de diciembre, último día de los juegos públicos, y fue conducido ante el
prefecto de la ciudad, a quien se le entregó la carta del emperador. Después de
los trámites acostumbrados, se le llevó apresuradamente al anfiteatro flaviano.
Ahí le soltaron dos fieros leones, que inmediatamente lo devoraron, y sólo
dejaron los huesos más grandes. Así fue escuchada su oración.
Parece haber suficiente fundamento para
creer que los fragmentos que se pudieron reunir de los restos del mártir,
fueron llevados a Antioquía y sin duda, fueron venerados al principio de un
modo que no llamara demasiado la atención «en un cementerio fuera de la puerta
de Dafnis». Esto lo refiere san Jerónimo, escribiendo en el 392, y sabemos que
él había visitado Antioquía. Por el antiguo martirologio sirio nos enteramos de
que la fiesta del mártir se celebraba en esas regiones el 17 de octubre, y se
puede suponer que el panegírico de san Ignacio, hecho por san Juan Crisóstomo,
cuando éste era presbítero de Antioquía, fue pronunciado en ese día. San Juan
hace resaltar el hecho de que el suelo de Roma había sido empapado con la
sangre de la víctima, pero que Antioquía atesoraba para siempre sus reliquias.
«Ustedes lo prestaron por una temporada», dijo al pueblo, «y lo recibieron con
interés. Lo enviaron siendo obispo, y lo recobraron mártir. Lo despidieron con
oraciones y lo trajeron a su tierra con laureles de victoria». Pero ya en
tiempo del Crisóstomo la leyenda había comenzado a tejerse. El orador supone
que Ignacio había sido nombrado por el mismo apóstol san Pedro para sucederlo
en el obispado de Antioquía. No es de maravillar que en fechas posteriores se
fabricara toda una correspondencia, incluso ciertas cartas entre el mártir y la
Santísima Virgen, cuando vivía en la tierra, después de la ascensión de su Hijo.
Tal vez el relato más candoroso de todas estas fábulas medievales es la
historia que identifica a Ignacio con el niño a quien Nuestro Señor tomó en sus
brazos y que le sirvió para dar una lección sobre la humildad (Marcos 9,36).
Hay un marcado contraste entre la
oscuridad que rodea casi todos los detalles de la carrera de este gran mártir y
la certeza con que los eruditos actuales afirman la autenticidad de las siete
cartas a que nos hemos referido antes, como escritas por él, camino de Roma. No
es este lugar para discutir las tres ediciones críticas de estas cartas,
conocidas como la «Más Larga», la «Curetoniana» y la «Vossiana». Una
controversia secular ha dado por resultado una abundante literatura, pero en la
actualidad la disputa está prácticamente terminada. En todo caso, puede decirse
que, con rarísimas excepciones, la actual generación de estudiantes de
patrística está de acuerdo en admitir la autenticidad de la «Curetoniana», que
fue la primera identificada por el arzobispo Ussher en 1644, y cuyo texto
griego fue impreso por Isaac Voss y por Dom Ruinart, un poco más tarde.
No hay temor de exagerar la importancia
que el testimonio de estas cartas aporta sobre las creencias y la organización
interna de la iglesia cristiana, años después de la ascensión de Nuestro Señor.
San Ignacio de Antioquía es el primer escritor, que, fuera del Nuevo
Testamento, subraya el nacimiento virginal. A los de Éfeso, por ejemplo, les
escribe, «y al príncipe de este mundo se le ocultó la virginidad de María y su
parto y también la muerte del Señor». Se supone claramente conocido el misterio
de la Trinidad, y se percibe un marcado enfoque cristológico, cuando leemos en
la misma carta (c. 7), «hay un médico de carne y espíritu, engendrado y no
engendrado, Dios en hombre, verdadera Vida en muerte, hijo de María e hijo de
Dios, primero pasible y después impasible, Jesucristo Nuestro Señor». No menos
notables son las frases usadas respecto a la Sagrada Eucaristía. Es «la carne
de Cristo», «el don de Dios», «la medicina de inmortalidad», e Ignacio denuncia
a los herejes «que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo
nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa
bondad el Padre resucitó». Finalmente, en la carta a los de Esmirna, por vez primera
en la literatura cristiana encontramos mencionada a «la Iglesia Católica». «Que
doquier aparezca el obispo, allí esté el pueblo; lo mismo que donde quiera que
Jesucristo está también está la Iglesia Católica». El santo habla severamente
de las especulaciones heréticas -en particular las de los docetistas- que ya en
su tiempo amenazaban con dañar la integridad de la fe cristiana. Ciertamente
puede decirse que la nota clave de toda su instrucción fue la de insistir sobre
la unidad de creencia y de espíritu entre los que pretendían seguir a Nuestro
Señor. Pero a pesar de su temor a la herejía, recalcaba la necesidad de ser
indulgentes con los que estaban en el error e insiste en la tolerancia y en el
amor a la cruz. La exhortación a los efesios proporciona una lección a todos
aquellos, para quienes su religión no es un título vacío:
«Rueguen incesantemente por el resto de
los hombres, porque hay en ellos esperanza de arrepentimiento, para que lleguen
a Dios. Por lo tanto, instrúyanlos con el ejemplo de sus obras. Cuando ellos
estallen en ira, ustedes sean mansos; cuando se vanaglorien al hablar, sean
ustedes humildes; cuando les injurien a ustedes, oren por ellos; si ellos están
en el error, ustedes sean constantes en la fe; a vista de su furia, sean ustedes
apacibles. No ansíen el desquite. Que nuestra indulgencia les muestre que somos
sus hermanos. Procuremos ser imitadores del Señor, esforzándonos para ver quién
puede sufrir peores injusticias, quién puede aguantar que lo defrauden, que lo
rebajen a la nada; que no se encuentre en ustedes cizaña del diablo. Sino con
toda pureza y sobriedad vivan en Cristo Jesús en carne y en espíritu».
Por lo anterior, se ve claramente que en
la práctica, las siete cartas de san Ignacio forman la única fuente fidedigna
respecto de su vida. Las cartas de San Ignacio, traducidas al latín y a varios
idiomas orientales, eran ampliamente conocidas por los primeros escritores
cristianos. Aun el británico San Gildas, en su De excidio Britanniae, escrito
alrededor del 540, cita la carta dirigida a los romanos. El panegírico del
Crisóstomo está en Migne, P. G. vol. I. Para mayores datos sobre la fecha del
martirio, véase H. Grégoire en Analecta Bollandiana, vol. LXIX (1951), pp. 1
ss. Se menciona a san Ignacio en el canon I de la misa de rito romano, en el
sirio y en el maronita. Una introducción también muy interesante al autor, más
centrado en la teología de las cartas, se encuentra en Quasten,
Patrología, tomo I.
la Carta a los Efesios puede leerse completa en
internet. en el Oficio de Lecturas se utilizan ampliamente fragmentos de sus
cartas, no sólo la de Efesios, sino también las demás del Corpus, he aquí
algunos ejemplos: Convertíos en
criaturas nuevas por medio de la fe, que es como la carne del Señor... (a
los Tralianos), Es necesario no
sólo llamarse cristianos, sino serlo en realidad (a los
Magnesios), No quiero
agradar a los hombres, sino a Dios (a los Romanos), Que todo se haga
para gloria de Dios (a san Policarpo), Un solo obispo
con los presbíteros y diáconos (a los Filadelfios).
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
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