San Francisco
de Borja, religioso presbítero
fecha de
inscripción en el santoral: 3 de octubre
fecha en el calendario anterior: 10 de octubre
n.: 1510 - †: 1572 - país: Italia
canonización: B: Urbano VIII 23 nov 1624 - C: Clemente
X 12 abr 1671
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston,
SI
Elogio: San
Francisco de Borja, presbítero, quien, muerta su mujer, con la que había tenido
ocho hijos, ingresó en la Orden de la Compañía de Jesús y, pese a haber
abdicado de las dignidades del mundo y rehusado las de la Iglesia, resultó
elegido prepósito general, y fue memorable por su austeridad de vida y oración.
Falleció en Roma el 30 de septiembre.
Patronazgos: patrono
de Gandía; protector contra terremotos.
Oración: Señor y
Dios nuestro, que nos mandas valorar los bienes de este mundo según el criterio
de tu ley, al celebrar la fiesta de san Francisco de Borja, tu siervo fiel
cumplidor, enséñanos a comprender que nada hay en el mundo comparable a la
alegría de gastar la vida en tu servicio. Por nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por
los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
La familia
Borja, que era una de las más célebres del reino de Aragón, se hizo famosa en
el mundo entero cuando Alfonso Borgia fue elegido Papa con el nombre de Calixto
III. A fines del mismo siglo, hubo otro Papa Borgia, Alejandro VI, quien tenía
cuatro hijos cuando fue elevado al pontificado. Para dotar a su hijo Pedro,
compró el ducado de Gandía, en España. Pero a la muerte de Pedro, Alejandro lo
legó a otro de sus hijos, Juan, quien fue asesinado poco después de su
matrimonio. Su hijo, el tercer duque de Gandía, se casó con la hija natural de
un hijo de Fernando II de Aragón. De este matrimonio nació en 1510 Francisco de
Borja y Aragón, nuestro santo, quien era nieto de un Papa y de un rey y primo
de Carlos V. Francisco ingresó en la corte de este último, una vez que hubo
terminado sus estudios, a los dieciocho años. Por entonces, ocurrió un
incidente cuya importancia no había de verse sino más tarde. En Alcalá de
Henares, Francisco quedó muy impresionado a la vista de un hombre a quien se
conducía a la prisión de la Inquisición: ese hombre era Ignacio de Loyola.
Al año
siguiente, tras de recibir el título de marqués de Lombay, Francisco contrajo
matrimonio con Leonor de Castro. Diez años más tarde, Carlos V le nombró virrey
de Cataluña, cuya capital es Barcelona. Años después, Francisco solía decir:
«Dios me preparó en ese cargo para ser general de la Compañía de Jesús. Allí
aprendí a tomar decisiones importantes, a mediar en las disputas, a considerar
las cuestiones desde los dos puntos de vista. Si no hubiese sido virrey, nunca
lo hubiese aprendido». En el ejercicio de su cargo consagraba a la oración todo
el tiempo que le dejaban libres los negocios públicos y los asuntos de su
familia. Los personajes de la corte comentaban desfavorablemente la frecuencia
con que comulgaba, ya que prevalecía entonces la idea, muy diferente de la de
los primeros cristianos, de que un laico envuelto en los negocios del mundo
cometía un pecado de presunción si recibía con demasiada frecuencia el
sacramento del Cuerpo de Cristo. En una palabra, el virrey de Cataluña ya no
era lo que había sido: «veía con otros ojos y oía con otras orejas que antes;
hablaba con otra lengua, porque su corazón había cambiado». En 1543, a la
muerte de su padre, heredó el ducado de Gandía. Como el rey Juan de Portugal se
negó a aceptarle como principal personaje de la corte de Felipe II, quien iba a
contraer matrimonio con su hija, Francisco renunció al virreinato y se retiró
con su familia a Gandía. Ello constituyó un duro golpe para su carrera pública,
y desde entonces el duque empezó a preocuparse más por sus asuntos personales.
En efecto, fortificó la ciudad de Gandía para protegerla contra los piratas
berberiscos, construyó un convento de dominicos en Lombay y reparó un hospital.
Por entonces, el obispo de Cartagena escribió a un amigo suyo: «Durante mi
reciente estancia en Gandía pude darme cuenta de que Don Francisco es un modelo
de duques y un espejo de caballeros cristianos. Es un hombre humilde y
verdaderamente bueno, un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra ...
Educa a sus hijos con un esmero extraordinario y se preocupa mucho por su
servidumbre. Nada le agrada tanto como la compañía de los sacerdotes y
religiosos...»
La súbita
muerte de Doña Leonor, ocurrida en 1546, puso fin a aquella existencia idílica.
La esposa de Francisco había sido su amada y fiel compañera durante diecisiete
años. Al verla en agonía, Francisco decidió pedir a Dios que se hiciese Su
voluntad y no la propia. El más joven de sus ocho hijos tenía apenas ocho años
cuando murió Doña Leonor. Poco después, el beato Pedro Fabro se
detuvo unos días en Gandía; partió de ahí a Roma, llevando un mensaje del duque
a san Ignacio, para comunicar al fundador de la Compañía de Jesús que había
hecho voto de ingresar en la orden. San Ignacio se alegró mucho de la noticia;
sin embargo, aconsejó al duque que difiriese la ejecución de sus proyectos
hasta que terminase la educación de sus hijos y que, mientras tanto, tratase de
obtener el grado de doctor en teología en la Universidad de Gandía, que acababa
de fundar. También le aconsejaba que no divulgase su propósito, pues «el mundo
no tiene orejas para oír tal estruendo». Francisco obedeció puntualmente. Pero
al año siguiente, fue convocado a asistir a las cortes de Aragón, lo cual
estorbaba el cumplimiento de sus propósitos. En vista de ello, san Ignacio le
dio permiso de que hiciese en privado la profesión. Tres años después, el 31 de
agosto de 1550, cuando todos los hijos del duque estaban ya colocados, partió
éste para Roma. Tenía entonces cuarenta años.
Cuatro meses
más tarde, volvió a España y se retiró a una ermita de Oñate, en las cercanías
de Loyola. Desde allí obtuvo el permiso del emperador para traspasar sus
títulos y posesiones a su hijo Carlos. En seguida se rasuró la cabeza y la
barba, tomó el hábito clerical, y recibió la ordenación sacerdotal en la semana
de Pentecostés de 1551. «El duque que se había hecho jesuita», se convirtió en
la sensación de la época. El Papa concedió indulgencia plenaria a cuantos
asistiesen a su primera misa en Vergara y la multitud que se congregó fue tan
grande que hubo que poner el altar al aire libre. Los superiores de la casa de
Oñate le nombraron ayudante del cocinero: su oficio consistía en acarrear agua
y leña, en encender la estufa y limpiar la cocina. Cuando atendía a la mesa y
cometía algún error el santo duque tenía que pedir perdón de rodillas a la
comunidad por servirla con torpeza. Inmediatamente después de su ordenación,
empezó a predicar en la provincia de Guipúzcoa y recorría los pueblos haciendo
sonar una campanilla para llamar a los niños al catecismo y a los adultos a la
instrucción. Por su parte, el superior de Francisco le trataba con la severidad
que le parecía exigir la nobleza del duque. Indudablemente que el santo sufrió
mucho en aquella época, pero jamás dio la menor muestra de impaciencia. En
cierta ocasión en que se había abierto una herida en la cabeza, el médico le
dijo al vendársela: «Temo, señor que voy a hacer algún daño a vuestra gracia».
Francisco respondió: «Nada puede herirme más que ese tratamiento de dignidad
que me dais». Después de su conversión, el duque empezó a practicar penitencias
extraordinarias; era un hombre muy gordo, pero su talle empezó a estrecharse
rápidamente. Aunque sus superiores pusieron coto a sus excesos, San Francisco
se las ingeniaba para inventar nuevas penitencias. Más tarde, admitía que,
sobre todo antes de ingresar en la Compañía de Jesús, había mortificado su
cuerpo con demasiada severidad. Durante algunos meses predicó fuera de Oñate.
El éxito de su predicación fue inmenso. Numerosas personas le tomaron por
director espiritual. El fue uno de los primeros en reconocer el valor
grandísimo de santa
Teresa de Jesús.
Después de
obrar maravillas en Castilla y Andalucía, se sobrepasó a sí mismo en Portugal.
En 1554, san Ignacio le nombró prepósito provincial de la Compañía de Jesús en
España. San Francisco de Borja desempeñó ese cargo con algo del autocratismo
que era característico de los nobles de su época, pero dio muestras de su celo
y, en toda ocasión expresaba su esperanza de que la Compañía de Jesús se
distinguiese en el servicio de Dios por tres normas: la oración y los
sacramentos, la oposición al mundo y la perfecta obediencia. Por lo demás, esas
eran las características del alma del santo.
San Francisco
de Borja fue prácticamente el fundador de la Compañía de Jesús en España, ya
que estableció una multitud de casas y colegios durante sus años de prepósito
general. Ello no le impedía, sin embargo, preocuparse por su familia y por los
asuntos de España. Por ejemplo, dulcificó los últimos momentos de Juana la
Loca, quien había perdido la razón cincuenta años antes, a raíz de la muerte de
su esposo y, desde entonces, había experimentado una extraña aversión por el
clero. Al año siguiente, poco después de la muerte de san Ignacio, Carlos V
abdicó, se enclaustró en el monasterio de Yuste y mandó llamar a san Francisco.
El emperador nunca había sentido predilección por la Compañía de Jesús y
declaró al santo que no estaba contento de que hubiese escogido esa orden. Éste
confesó los motivos por los que se había hecho jesuita y afirmó que Dios le
había llamado a un estado en el que se uniese la acción a la contemplación y en
el que se viese libre de las dignidades que le habían acosado en el mundo. Aclaró
que, por cierto, la Compañía de Jesús era una orden nueva, pero el fervor de
sus miembros valía más que la antigüedad, ya que «la antigüedad no es una
garantía de fervor». Con eso quedaron disipados los prejuicios de Carlos V. San
Francisco no era partidario de la Inquisición y este tribunal no le veía con
buenos ojos, por lo que Felipe II tuvo que escuchar más de una vez las
calumnias que los envidiosos levantaban contra el santo duque. Éste permaneció
en Portugal hasta 1561, cuando el papa Pío IV le llamó a Roma a instancias del
P. Laínez, general de los jesuitas.
En Roma se le
acogió cordialmente. Entre los que asistían regularmente a sus sermones se
contaban el cardenal Carlos Borromeo y
el cardenal Ghislieri, quien más tarde fue Papa con el nombre de Pío V.
Ahí se interiorizó más de los asuntos de la Compañía y empezó a desempeñar
cargos de importancia. En 1565, a la muerte del P. Laínez, fue elegido general.
Durante los siete años que desempeñó ese oficio, dio tal ímpetu a su orden en
todo el mundo, que puede llamársele el segundo fundador. El celo con que
propagó las misiones y la evangelización del mundo pagano inmortalizó su
nombre. Y no se mostró menos diligente en la distribución de sus súbditos en
Europa para colaborar a la reforma de las costumbres. Su primer cuidado fue
establecer un noviciado regular en Roma y ordenar que se hiciese otro tanto en
las diferentes provincias. Durante su primera visita a la Ciudad Eterna, quince
años antes, se había interesado mucho en el proyecto de fundación del Colegio
Romano y había regalado una generosa suma para ponerlo en práctica. Como
general de la Compañía, se ocupó personalmente de dirigir el Colegio y de
precisar el programa de estudios. Prácticamente fue él quien fundó el Colegio
Romano, aunque siempre rehusó el título de fundador, que se da ordinariamente a
Gregorio XIII, quien lo restableció con el nombre de Universidad Gregoriana.
San Francisco construyó la iglesia de San Andrés del Quirinal y fundó el
noviciado en la residencia contigua; además, empezó a construir el Gesú y
amplió el Colegio Germánico, en el que se preparaban los misioneros destinados
a predicar en aquellas regiones del norte de Europa en las que el
protestantismo había hecho estragos.
San Pío V tenía
mucha confianza en la Compañía de Jesús y gran admiración por su General, de
suerte que san Francisco de Borja podía moverse con gran libertad. A él se debe
la extensión de la Compañía de Jesús más allá de los Alpes, así como el
establecimiento de la provincia de Polonia. Valiéndose de su influencia en la
corte de Francia, consiguió que los jesuitas fuesen bien recibidos en ese país
y fundasen varios colegios. Por otra parte, reformó las misiones de la India,
las del Extremo Oriente y dio comienzo a las misiones de América. Entre su obra
legislativa hay que contar una nueva edición de las reglas de la Compañía y una
serie de directivas para los jesuitas dedicados a trabajos particulares. A
pesar del extraordinario trabajo que desempeñó durante sus siete años de
generalato, jamás se desvió un ápice de la meta que se había fijado, ni
descuidó su vida interior. Un siglo más tarde escribió el P. Verjus: «Se puede
decir con verdad que la Compañía debe a san Francisco de Borja su forma
característica y su perfección. San Ignacio de Loyola proyectó el edificio y
echó los cimientos; el P. Laínez construyó los muros; San Francisco de Borja
techó el edificio y arregló el interior y, de esta suerte, concluyó la gran
obra que Dios había revelado a san Ignacio». No obstante sus muchas
ocupaciones, san Francisco encontraba tiempo todavía para encargarse de otros
asuntos. Por ejemplo, cuando la peste causó estragos en Roma en 1566, el santo
reunió limosnas para asistir a los pobres y envió a sus súbditos, por parejas,
a cuidar a los enfermos de la ciudad, no obstante el peligro al que los
exponía.
En 1571, el
Papa envió al cardenal Bonelli con una embajada a España, Portugal y Francia, y
san Francisco de Borja le acompañó. Aunque la embajada fue un fracaso desde el
punto de vista político, constituyó un triunfo personal de Francisco. En todas
partes se reunían verdaderas multitudes para «ver al santo duque» y oírle
predicar; Felipe II, olvidando las antiguas animosidades, le recibió tan
cordialmente como sus súbditos. Pero la fatiga del viaje apresuró el fin del
santo, muy debilitado desde tiempo atrás por la responsabilidad de su cargo y
por el esfuerzo que le costaba el no poder dedicarse a la oración como lo
hubiese deseado. Su primo, el duque Alfonso, alarmado por el estado de su
salud, le envió desde Ferrara a Roma en una litera. Sólo le quedaban ya dos
días de vida. Por intermedio de su hermano Tomás, san Francisco envió sus
bendiciones a cada uno de sus hijos y nietos y, a medida que su hermano le
repetía los nombres de cada uno, oraba por ellos. Cuando el santo perdió el
habla, un pintor entró a retratarle, lo cual muestra la falta de delicadeza que
se observaba en ciertas ocasiones durante aquella época. Al ver al pintor, san
Francisco manifestó su desaprobación con la mirada y el gesto y volvió el
rostro a la pared para que no pudiesen retratarle. Murió a la media noche del
30 de septiembre de 1572. Según la expresión del P. Brodrick fue «uno de los
hombres más buenos, amables y nobles que han pisado nuestro pobre mundo».
Desde el
momento de su «conversión», san Francisco de Borja, canonizado en 1671, cayó en
la cuenta de la importancia y de la dificultad de alcanzar la verdadera
humildad y se impuso toda clase de humillaciones a los ojos de Dios y de los
hombres. En Valladolid, donde el pueblo recibió al santo en triunfo, el P.
Bustamante observó que Francisco se mostraba todavía más humilde que de
ordinario y le preguntó la razón de su actitud. El santo replicó: «Esta mañana,
durante la meditación, caí en la cuenta de que mi verdadero sitio está en el
infierno y tengo la impresión de que todos los hombres, aun los más tontos,
deberían gritarme: '¡Ve a ocupar tu sitio en el infierno!'». Un día confesó a
los novicios que, durante los seis años que llevaba meditando la vida de
Cristo, se había puesto siempre en espíritu a los pies de Judas; pero que
recientemente había caído en la cuenta de que Cristo había lavado los pies del
traidor y por ese motivo ya no se sentía digno de acercarse ni siquiera a
Judas.
Existe una
cantidad inmensa de documentos sobre la vida de San Francisco de Borja, pero la
mayoría de ellos sólo han visto recientemente la luz, gracias a la publicación
de cinco volúmenes especiales de Monumenta Historica Societatis Jesu
(1894-1911). Dichos volúmenes contienen más de mil cartas del santo, su diario
espiritual de los últimos años y cierto número de documentos diversos
referentes a su familia. En ese material se basan las biografías del P. Suau,
Histoire de S. Francois de Borgia (1910), y de Otto Karrer, Der heilige Franz
von Borja (1921). Los autores de las primitivas biografías, D. Vázquez (1585),
reproducida substancialmente por el P. J. E. Nierember en 1644, y la del P.
Ribadeneira, Vida del P. Francisco de Borja (1598), aunque fueron contemporáneos
y amigos del santo, para evitar el escándalo pasaron en silencio muchas cosas,
particularmente en lo referente a la lucha del duque de Gandía contra los
graves abusos que cometían en la administración de la justicia los magistrados
y grandes de España. En todas las biografías primitivas, sobre todo en la del
cardenal Cienfuegos, se alababa al santo en forma extravagante y se repiten
milagros y maravillas sin el menor sentido crítico. Por ejemplo, carece de
fundamento la leyenda de que, al ver el cadáver de la reina Isabel, dijo san
Francisco: «Jamás volveré a servir a señora que se me pueda morir» (cf. Suau,
p. 68; Karrer, p. 281).
fuente: «Vidas de
los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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última modificación relevante: ant 2012
Estas
biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una
fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia
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