sábado, 20 de diciembre de 2014

25. Resucitar con mi pueblo (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

25. Resucitar con mi pueblo

Hace un par de semanas se ha jubilado un anciano sacerdote de un pueblecillo de Salamanca. Estaba allí desde ni se sabe cuántos años. Era tan del pueblo corno su iglesia. El había bautizado a prácticamente todos los vecinos, les había dado la primera comunión, les había casado, les había acompañado docenas de veces hasta el cementerio para enterrar a sus muertos. Pero ahora le llegaba la difícil hora de la jubilación. Por él se habría retrasado hasta nunca. Pero las fuerzas de un hombre tienen su límite. Y el obispo -siguiendo una buena costumbre de la diócesis- ha querido que él, como otros sacerdotes ancianos, en lugar de arrinconarse en sus últimos años sintiéndose inútiles, pase a puestos más sencillos y de menor responsabilidad y trabajo en parroquias o conventos de la capital.
Y como resulta que al cura de este pueblo de Salamanca la gente le quería entrañablemente, la despedida fue tan emotiva y difícil para él como para todos sus feligreses, que se apelotonaban en la iglesia a la hora del adiós. Y nuestro buen cura se emocionó al hablar en su último sermón, pero más se emocionó su auditorio cuando el cura, como abriéndoles su corazón, les dijo que les iba a revelar un secreto que no sabían los miembros de su familia. Y era que, en su testamento, había dejado dicho que deseaba que el día de su muerte le llevaran a enterrar allí, porque -y esto es lo que emocionó a la gente- «quiero resucitar con todos vosotros, con mi pueblo».
Lo dijo así, con esas palabras. Y todos pensaron que lo normal es que se diga: «quiero que me traigan aquí porque deseo estar enterrado a vuestro lado», o «porque ésta es mi tierra». Pero él, no: lo que este cura quería era «resucitar» junto a los suyos, estar con ellos en la gran alegría del final de los tiempos, porque se veía a sí mismo encabezando a sus parroquianos y dirigiéndose todos juntos al encuentro final con Cristo.
A mí también me ha emocionado esta historia cuando me la han contado, porque verdaderamente hay poca gente -incluso entre los cristianos- que crea en serio, lo que se dice en serio, en la resurrección de los muertos. A la gente ya le cuesta trabajo creer en la inmortalidad de¡ alma. Le cuesta más creer que todos volveremos a encontramos al otro lado de la muerte, Pero lo que le parece el imposible de los imposibles es lo de la «resurrección de la carne».
Por eso hay muchos que simplemente no creen en ello. Hay otros cristianos que se lo semicreen, que dicen: «Bueno, aceptémoslo, puesto que la Iglesia lo dice.» Pero hay pocos, muy pocos, que lo tomen y lo vivan en serio y que hagan de ello -como debe ser- el mayor gozo de sus vidas.Y, sin embargo, nada más radicalmente claro en el dogma cristiano y en las páginas de la Biblia, especialmente en San Pablo. Los primeros cristianos, los propios apóstoles, apenas hablan de la inmortalidad del alma (aunque esto también sea parte de la fe cristiano), pero se volcaban en señalar que lo central de sus predicaciones era la resurrección de la carne, el reencuentro de los hombres completos entre sí y con Cristo.
Todo esto, naturalmente, es un problema de fe y no algo que se demuestre con argumentos científicos. Aún menos es algo que pueda descubrirse con la imaginación. ¿Cómo será? ¿Cómo sucederá? ¿Cómo será esa segunda -esa principalísima- vida? ¿Cómo conviviremos? A todo esto sólo puede responderse con sueños, porque nada de eso sabemos hoy ni sabremos en este mundo. Pero, desde la fe, los creyentes nos atrevemos -fijaos bien que digo «nos atrevemos»-- a creer que también esta carne nuestra será salvada y que esa salvación no será un asunto individual, sino una convivencia con los nuestros, mucho más sólida -ya no amenazada por la muerte- que ésta que en el mundo vivimos.
Personalmente os confieso que en mi fe ése es uno de los quicios de todo lo demás. Siempre lo que más me ha costado aceptar es que el cuerpo humano -que también es hijo de Dios y que es nuestro mejor compañero- se corrompa, mientras la «señora alma» entra en la inmortalidad. Me costaría muchísimo creer en una eternidad en la que sólo el alma perdurase, mientras el cuerpo se tiraba a la inexistencia como un vestido usado que ya no sirve. Incluso más de una vez, en esos ratos de «pelea» que todos tenemos con Dios, le he preguntado por qué se corrompe la carne humana con la muerte y no se pudren las piedras, los ríos, el aire. Por qué un diamante ha de durar más que una mano. Por qué el sol envejece menos que nuestro rostro. Por qué duran las catedrales y los cuerpos de los que las hicieron no resisten, tras la muerte, ni el paso de una noche.
Por eso, precisamente, es para mí tan importante el dogma de la resurrección de la carne: un día también mi cuerpo será salvado, será eternizado y con él todo cuanto el hombre amó. Tendrán que cambiar muchas cosas (San Pablo dice que el cuerpo resucitado tendrá cuatro dones: incorruptibilídad, gloria, poder y espiritualidad), pero nuestro hermano cuerpo pervívirá.
Esa es la razón por la que entiendo tan bien al cura de Salamanca, que no quiere sólo «descansar entre los suyos», sino, sobre todo, «resu- citar con ellos».

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