SER NIÑO, SER
REFUGIADO y SER SALVADOREÑO
Por el sólo hecho de
recibir de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador (CDHES) el pedido de
una declaración en favor de los Derechos del Niño Refugiado Salvadoreño, yo me
siento profundamente avergonzado, ante Dios y ante la Historia.
Avergonzado de ser
hombre y avergonzado de ser cristiano. Impotentemente irritado, a pesar de mi
esperanza.
Porque ya hace años
que América Central es una llaga viva. Y el occidente, llamado cristiano, y con
demasiada frecuencia la propia Iglesia de Jesús, vienen presenciando con pasiva
connivencia, cuando no con abierta participación, cómo el neocolonialismo y la
oligarquía y la represión militar -que es prisión, tortura y muerte-diezman
esos pueblos menores de la cintura de América.
Y la pesadilla
criminal se nos ha hecho rutina de noticiario, o ha dejado incluso de ser
noticia ante un balón de fútbol...
No voy a hacer ninguna
declaración. Toda palabra apenas palabra, me parece un sarcasmo. ¡Malditos seamos
del Dios vivo los que fuéramos capaces de asistir pasivamente al dolor de
Centroamérica!
Isaías, Jeremías,
Amós... conminarían con la ira de Yahvé nuestra sociedad y nuestra Iglesia
insensibles.
La declaración esta
ahí, inexorable. El que tenga oídos para oír el llanto de un niño exiliado, que
oiga. El que tenga ojos para ver los rostros exigües de madres e hijos
refugiados, que vea.
A veces, en mi
corazón, yo le he pedido a Juan Pablo II que se venga a Centroamérica, antes de
que sea tarde, si quiere hacer visitas de Buen Pastor. Su Polonia reprimida y
la misma absurda guerra de las Malvinas no pasan de ser una dolorosa enfermedad
a la masacre sistemática -verdadero genocidio- que decapita poblaciones enteras
en Guatemala y en El Salvador.
Quinientos mil
refugiados, de los cuales un cuarenta por ciento son niños; desnutridos,
traumatizados, prematuramente condenados a morir, muchos de ellos.
"Muertos antes de tiempo", lamentaría nuestro profeta Las Casas.
Ser niño, ser
refugiado y ser salvadoreño son hoy, en nuestra sociedad estúpida, como tres
estigmas acumulados en una sola misteriosa fragilidad.
Todo lo que hagamos
por esos niños, por sus madres, por esos pueblos pequeños -los menores de Judá,
pulgarcitos de América; y, sin embargo, codicia de los prepotentes- no será más
que salvar nuestra propia condición de personas humanas.
Todos estos niños son
hijos nuestros; sangre de nuestra sangre, derramada; alma humillada de nuestra
propia alma.
¡Salvemos a los niños
de El Salvador, para salvarnos a nosotros mismos!
Lo menos que podemos
dar es dinero, publicidad, protesta, militancia. Y apremiante oración. No le
estamos haciendo un favor a CDHES. Pagamos, tarde y mal, una deuda común.
Los que tengamos el
coraje de llamarnos cristianos y asistir impasiblemente a esa tragedia de
Raquel -que llora sobre sus hijos- o de soltar apenas una oración esporádica,
un discurso ocasional o un cheque displicente, no tendremos respuesta en la
cara, cuando el Soberano Juez nos pregunte, sin apelación, en aquel último Día:
-Yo era un refugiado
en la carne de un niño salvadoreño (en Honduras, la militarmente utilizada por
el Imperio, o en Nicaragua, cuya libertad el Imperio quiere impedir, o en
Belice, o en Costa Rica, o en Panamá o en México, o en los subterráneos de
Guatemala, la india mártir)... ¡Yo era un refugiado en la carne de un niño
salvadoreño, y tú no me atendiste!
Hermanos de la
Comisión de los Derechos Humanos de El Salvador, cuenten conmigo, en todo,
hasta la muerte.
Antes que el Justo
Juez, nos juzgarán esos niños. Y yo quiero que me juzguen desde su fraterna
libertad, limpiamente conquistada por sus padres, por sus abuelos, por sus
hermanos mayores.
Esos niños, flores de
llanto y de sangre, anuncian el futuro diferente de sus pueblos ahora
prohibidos.
Contra toda esperanza
y contra todo poder, y por causa del Resucitado que fue muerto y que está vivo,
yo creo firmemente en la resurrección de Centroamérica.
Niña precoz,
hermana primogénita
de la liberación
que se conquista.
¡Niña novia del Día
prometido,
bautizada en la
sangre,
grávida de Esperanza
y violada!
Quiero abrazarte,
América,
por tu cintura
ardiente.
¡Centroamérica
nuestra!
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