miércoles, 8 de julio de 2015

Beato Eugenio III - San Procopio - Santos Aquila y Priscila (Prisca) - San Adriano III 08072015


Beato Eugenio III,

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Eugenio III, a quien san Antonino de Florencia señala como a «uno de los Pontífices más grandes y que más sufrieron», nació en Montemagno, entre Pisa y Lucca, probablemente entre los miembros de la familia Paganelli. Recibió en el bautismo el nombre de Pedro. Después de ocupar un cargo en la curia episcopal de Pisa, ingresó en 1135 al monasterio cisterciense de Claraval. En religión tomó el nombre de Bernardo, y san Bernardo fue su superior en aquel monasterio. Cuando el papa Inocencio II pidió que algunos cistercienses fuesen a Roma, san Bernardo envió a su homónimo como jefe de la expedición. Los cistercienses se establecieron en el convento de San Anastasio (Tre Fontane), donde el abad Bernardo se ganó la admiración y el cariño de todos. Una de las principales dificultades de la comunidad era que el monasterio estaba situado en una región malsana. En una de sus cartas, san Bernardo compadecía a sus hermanos, pero al mismo tiempo les aconsejaba que se guardasen de abusar de las medicinas, diciéndoles que ello sería contrario a su vocación y nocivo a su salud.

A la muerte del papa Lucio II, en 1145, los cardenales eligieron para sucederle a Bernardo, el abad de San Anastasio. La elección fue una sorpresa para Bernardo y sus monjes. En realidad, no sabemos qué fue lo que movió a los cardenales a elegir a Bernardo; tal vez fue simplemente su santidad. San Bernardo de Claraval, que tampoco se esperaba la noticia, escribió a los electores: «Dios os perdone lo que habéis hecho [...] Habéis enredado en los asuntos públicos y arrojado a la vorágine de las multitudes a quien había huido de ambas cosas [...] ¿Acaso no había entre vosotros hombres sabios y experimentados, capaces de ejercer el pontificado? A decir verdad, parece absurdo que hayáis elegido a un hombre humilde y de fuerzas insuficientes para vigilar a los reyes, gobernar a los obispos y disponer de reinos e imperios. No sé si hay que considerar este hecho como ridículo o como milagroso». San Bernardo escribió también al nuevo Papa en términos muy francos: «Si es Cristo el que os envía, tened en cuenta que estáis llamado, no a ser servido sino a servir. Espero que el Señor me conceda ver retornar la Iglesia a la época en que los Apóstoles echaban las redes para pescar almas y no plata y oro».

El nuevo pontífice tomó el nombre de Eugenio. Pero el senado romano se opuso a su consagración, si no reconocía antes los derechos soberanos que el senado había usurpado. Como no pudo oponerles resistencia, Eugenio III huyó a la abadía de Faría, donde fue consagrado. Después se trasladó a Viterbo, donde hizo frente a Arnoldo de Brescia, el enemigo de san Bernardo y del alto clero, que había sido condenado junto con Pedro Abelardo, para tratar de devolverle al camino recto. Lo consiguió tan cabalmente, que Arnoldo abjuró de sus errores y prometió obediencia. El Pontífice le absolvió, pero tuvo la mala ocurrencia de enviarle a Roma en una peregrinación de penitencia. Aquel viaje fue una desgracia, porque el ambiente romano acabó bien pronto con los buenos propósitos de Arnoldo, quien se convirtió en el jefe de los enemigos del Papa. Eugenio III tuvo que abandonar la Ciudad Eterna por segunda vez y, en enero de 1147 aceptó con gusto la invitación que le hizo Luis VII de que fuese a predicar la cruzada en Francia. La segunda Cruzada empezó en el verano del mismo año, bajo el mando del rey de Francia, y resultó un completo fracaso. Eugenio III, intimidado por el desastre y por las vidas humanas que había costado, se negó a seguir el consejo de san Bernardo y del abad Sugerio, regente de Francia, quienes le proponían que predicase de nuevo la cruzada para conseguir refuerzos. El Papa permaneció en Francia hasta que el clamor popular por el fracaso de la cruzada le hizo imposible la vida. Durante su estancia en aquel pais, presidió los sínodos de París, Tréveris y Reims, que se ocuparon principalmente de promover la vida cristiana; también hizo cuanto pudo por reorganizar las escuelas de filosofía y teología. De acuerdo con el consejo de san Bernardo, Eugenio III alentó a santa Hildegarda, autora de varias obras místicas. En una carta que le escribió, le decía: «Nos felicitamos y os felicitamos por las gracias y revelaciones que Dios os ha concedido. Pero aprovechamos la ocasión para recordaros que Dios resiste a los orgullosos y favorece a los humildes. Guardaos de malgastar la gracia que hay en vos y corresponded a vuestra vocación espiritual siendo muy cauta en lo que escribís».

En mayo de 1148, el Pontífice volvió a Italia. Como todas las negociaciones resultasen inútiles, excomulgó a Arnoldo de Brescia (quien en sus peores momentos presagiaba a les demagogos doctrinarios de épocas posteriores) y se preparó a emplear la violencia contra los romanos. Pero éstos, temerosos de los horrores de la guerra, se apresuraron a aceptar las condiciones de Eugenio III, quien volvió a esta establecerse en Roma a fines de 1149.

Por esa misma época, san Bernardo dedicó al Sumo Pontífice su tratado ascético «De Consideratione», que es una de sus obras más famosas. El santo afirmaba que el Papa tenía por principal deber atender a las cosas espirituales y que no debía dejarse distraer demasiado por los «asuntos malditos» de los que, necesariamente, tenía que ocuparse, como por ejemplo, los litigios con «hombres ambiciosos, avaros, simoníacos, sacrilegos, venales, incestuosos y, en fin, toda clase de monstruos humanos». El Papa es el «pastor universal», la «cabeza del clero», el jefe «de la Iglesia Universal, extendida por todo el mundo». Por otra parte, «no es más que un hombre y debe mantenerse en la humildad, sin caer en la acepción de personas; debe trabajar incansablemente, sin complacerse en el éxito de su trabajo. Jamás ha de recurrir al uso de la espada cuando fracasan las armas espirituales, porque eso toca al emperador. En la corte papal debe reinar la justicia, y la virtud debe florecer en su casa. Por encima de todo ha de buscar a Dios, más en la oración que en el estudio». Era imposible que un pontífice, si se esforzaba por seguir tales consejos, no alcanzase la santidad. Tal vez bajo la influencia del escrito de san Bernardo, Eugenio III partió de Roma en el verano de 1150 y permaneció dos años y medio en la Campania, procurando obtener el apoyo del emperador Conrado III y de su sucesor, Federico Barbarroja.

Eugenio III hubo de ocuparse de algunos asuntos de la Iglesia de Inglaterra. El rey Esteban había prohibido que los obispos ingleses asistieran al sínodo de Reims, realizado en 1148 y desterró a Teobaldo de Canterbury por haber desobedecido sus órdenes. Eugenio III estuvo a punto de excomulgar al rey. En el sínodo de Reims el Papa depuso al arzobispo de York, Guillermo, a causa de algunas irregularidades de su elección y del celo indiscreto de sus partidarios. Guillermo soportó la pena con tal mansedumbre, que fue canonizado más tarde. Eugenio III aprobó la regla de la orden fundada en Norfolk por san Gilberto de Sempringham. En 1152 envió como legado a Escandinavia al cardenal Nicolás Breakspear, «el Apóstol del norte», quien llegaría a ser, con el tiempo, el único papa inglés, con el nombre de Adriano IV.

Eugenio III murió en Roma, siete meses después de su regreso a la Ciudad Eterna, el 8 de julio de 1153. Su culto fue aprobado en 1872. Rogelio de Hoveden, un cronista inglés de la época, dice de él que «fue digno de la altísima dignidad pontificia. Era de natural muy bondadoso, de una discreción extraordinaria y su rostro no sólo manifestaba alegría, sino júbilo». Esta última característica es muy de admirar, dado lo que Eugenio III tuvo que sufrir. El santo conservó siempre un corazón de monje, y jamás depuso el hábito ni las austeridades de los cistercienses. Al hablar de él, Pedro de Cluny escribía a aan Bernardo: «Jamás he tenido un amigo más fiel, un hermano más digno de confianza, un padre más amable. Siempre está dispuesto a escuchar y habla con maestría. Por otra parte, no trata a los que se acercan como superior, sino como si fuese su igual o aun inferior a ellos. No hay en él el menor rastro de arrogancia o de espíritu de dominación; todo él respira justicia, humildad y equilibrio».

El Cardenal Boso, contemporáneo de Eugenio III, escribió una breve biografía (Liber Pontificalis, ed. Duchesne, u, 236). En las crónicas de la época, particularmente en las que se refieren a Arnoldo de Brescia, hay numerosos materiales. Ver Mann, The Lives of the Popes, vol. IX, pp. 127-220; ver H. Gleber, Papst Eugen III (1936), acerca de la política de este Pontífice.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI





Oremos  

Dios todopoderoso y eterno, que quisiste que Eugenio III, Papa, presidiera a todo tu pueblo y lo iluminara con su ejemplo y sus palabras, por su intercesión protege a los pastores de la Iglesia y a sus rebaños y hazlos progresar por el camino de la salvación eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


San Procopio

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En Cesarea de Palestina, san Procopio, mártir, que en tiempo del emperador Diocleciano fue conducido desde la ciudad de Scytópolis a Cesarea, donde, por manifestar audazmente su fe, fue decapitado de inmediato por el juez Fabiano.
Un contemporáneo de Eusebio, obispo de Cesárea (por supuesto que no debe confundirse con el historiador), nos dejó un relato del martirio de san Procopio, el protomártir de la persecución de Diocleciano en Palestina, así como de algunos otros mártires conocidos en Oriente con el nombre de «los Grandes» (megalomártires). He aquí el texto de dicho relato:

El primero de los mártires en Palestina fue Procopio. Era un varón lleno de la gracia divina, que desde niño se había mantenido en castidad y había practicado todas las virtudes. Había domado su cuerpo hasta convertirlo, por decirlo así, en un cadáver; pero la fuerza que su alma encontraba en la palabra de Dios, daba vigor a su cuerpo. Vivía a pan y agua; y sólo comía cada dos o tres días; en ciertas ocasiones, prolongaba su ayuno durante una semana entera. La meditación de la palabra divina absorbía su atención día y noche, sin la menor fatiga. Era bondadoso y amable, se consideraba como el último de los hombres y edificaba a todos con sus palabras. Sólo estudiaba la palabra de Dios y apenas tenía algún conocimiento de las ciencias profanas. Había nacido en Aelia (Jerusalén), pero residía en Escitópolis (Bet Shean), donde desempeñaba tres cargos eclesiásticos. Leía y podía traducir el sirio, y arrojaba los malos espíritus mediante la imposición de las manos.

Enviado con sus compañeros de Escitópolis a Cesarea, fue arrestado en cuanto cruzó las puertas de la ciudad. Aun antes de haber conocido las cadenas y la prisión, se encontró ante el juez Flaviano, quien le exhortó a sacrificar a los dioses. Pero él proclamó en voz alta que sólo hay un Dios, creador y autor de todas las cosas. Esta respuesta impresionó al juez. No encontrando qué replicar, Flaviano trató de persuadir a Procopio de que por lo menos ofreciese sacrificios a los emperadores. Pero el mártir de Dios despreció sus consejos. «Recuerda -le dijo- el verso de Homero: No conviene que haya muchos amos; tengamos un solo jefe y un solo rey». Como si estas palabras constituyesen una injuria contra los emperadores, el juez mandó que Procopio fuese ejecutado al punto. Los verdugos le cortaron la cabeza, y así pasó Procopio a la vida eterna por el camino más corto, al séptimo día del mes de Desius, es decir, el día que los latinos llaman las nonas de julio, el año primero de nuestra persecución. Este fue el martirio que tuvo lugar en Cesarea.

Es difícil comprender cómo un relato tan sencillo e impresionante pudo dar origen a las increíbles leyendas que se inventaron posteriormente sobre San Procopio. Esas fábulas, tan asombrosas como absurdas, transformaron al austero monje en un aguerrido soldado y, con el andar del tiempo, dieron origen en Persia a tres figuras diferentes: el asceta, el soldado y el mártir. Según la forma primitiva de la leyenda, san Procopio, en su discusión con el juez, citaba los nombres de Hermes Trimegisto, Homero, Platón, Aristóteles, Sócrates, Galeno y Kscaniandro, para probar la unicidad de Dios; sufría las más increíbles formas de tortura y paralizaba el brazo de su verdugo. Más tarde, la leyenda convirtió al santo en un duque de Alejandría y en autor de los milagros más fabulosos; su conversión al cristianismo tuvo por causa una visión de san Pablo y del «Labarum»; con el arma de una cruz milagrosa, dio muerte a seis mil bárbaros que merodeaban por la región; además, convirtió en la prisión a un regimiento de soldados y a siete nobles matronas y obró mil prodigios por el estilo. Los milagros que esta leyenda atribuía a san Procopio fueron posteriormente incorporados en las «Actas» de san Efisio de Cagliari y de un mártir desconocido, llamado Juan de Constantinopla. La evolución de la leyenda de san Procopio, si es que puede llamarse evolución a esta serie de saltos arbitrarios, en la cronología y en la historia, es un caso típico en la hagiología. Felizmente, el sobrio relato de Eusebio nos ha conservado los hechos.

El P. Delehaye consagra todo un capítulo de Las Leyendas de los Santos (c. V), a la transformación de san Procopio en soldado. El mismo autor publicó el mejor de los textos griegos en Les légendes grécques des saints militaires, pp. 214-233.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI





Oremos

« ¿Quién podrá apartanos del amor de Cristo? ¿ La aflicción? ¿La angustia? ¿ La persecución? ¿El hambre? ¿ La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni creatura alguna, podrá apartarnos del amor a Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro. «  San Pablo  (Rom 8; 35. 37-39)



Dios de poder y misericordia, que diste tu fuerza al mártir San Procopio para que pudiera resistir el dolor de su martirio, concédenos que quienes celebramos hoy el día de su victoria, con tu protección, vivamos libres de las asechanzas del enemigo. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.


Santa Aquila Prisca

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Santos Aquila y Priscila (Prisca)
Lo poco que sabemos sobre Aquila y Priscila procede de la Sagrada Escritura. Ambos eran discípulos de San Pablo. Como su maestro, viajaron mucho y cambiaron con frecuencia de lugar de residencia. 

La primera vez que nos hablan de ellos los Hechos de los Apóstoles (18:1-3), acababan de partir de Italia, pues el emperador Claudio había publicado un decreto por el que prohibía a los judíos habitar en Roma. 

Aquila era un judío originario del Ponto. Al salir de Italia, se estableció en Corinto con su esposa, Priscila. San Pablo fue a visitarlos al llegar de Atenas. Al ver que Aquila era, como él, fabricante de tiendas (pues todos los rabinos judíos tenían un oficio), decidió vivir con ellos durante su estancia en Corinto. 

No sabemos si San Pablo los convirtió entonces a la fe o si ya eran cristianos desde antes. Aquila y Priscila acompañaron a San Pablo a Efeso; ahí se quedaron, en tanto que el Apóstol proseguía su viaje. Durante la ausencia del Apóstol, instruyeron a Apolo, un judío de Alejandría "muy versado en las Escrituras", que había oído hablar del Señor a unos discípulos del Bautista. 

Durante su tercer viaje a Efeso, San Pablo se alojó en casa de Aquila y Priscila, donde estableció una iglesia. El Apóstol escribe: "Saluda a Priscila y Aquila y a la iglesia de su casa." Y añade unas palabras de gratitud por todo lo que habían hecho: "Mis colaboradores en Jesucristo, que expusieron la vida por salvarme. Gracias les sean dadas, no sólo de mi parte, sino de parte de todas las iglesias de los gentiles." 

Estas palabras se hallan en la epístola de San Pablo a los romanos, lo cual prueba que Aquila y Priscila habían vuelto a Roma y tenían también ahí una iglesia en su casa. Pero pronto volvieron a Efeso, pues San Pablo les envía saludos en su carta a Timoteo. 

El Martirologio Romano afirma que murieron en Asia Menor, pero, según la tradición, fueron martirizados en Roma. Una leyenda muy posterior relaciona a Santa Priscila con el "Titulos Priscae", es decir, con la iglesia de Santa Prisca en el Aventino.

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En Romanos 16,3-4 se recoge un conmovedor saludo de san Pablo: «Saludad a Prisca y Aquila, colaboradores míos en Cristo Jesús. Ellos expusieron sus cabezas para salvarme. Y no soy solo en agradecérselo, sino también todas las Iglesias de la gentilidad». Lamentablemente, no sabemos a qué ocasión se refiere cuando dice que expusieron sus cabezas para salvarle. Por lo que leemos en Hechos 18, acompañaron a san Pablo a Éfeso, y se establecieron allí, así que podría ser en la «revuelta de los plateros», o en alguna otra de las «agitadas aventuras» del Apóstol de los Gentiles.

Priscilla es sólo el diminutivo de Prisca, así que la identidad entre la pareja que se nombra tres veces en las paulinas (el ya mencionado Romanos 16,3; 1Cor 16,19 y 2Tim 4,19) y la que aparece en Hechos 18 está asegurada. Poco más conocemos de ellos que lo que se nos cuenta en Hechos: eran judíos huídos de Roma por el decreto de expulsión de los judíos al que se refiere también el historiador romano Suetonio en su «Vida de Claudio» (n. 25):«...expulsó de Roma a los judíos por las continuas peleas a causa de un tal Cresto...», que normalmente se entiende que se refiere a las discusiones -muchas veces violentas- entre los judíos y los judeocristianos, que en esa época (estamos en el año 49) eran todavía una misma religión, al menos formal y legalmente. Así que no podemos saber si Aquila y Prisca eran ya cristianos (juedocristianos) o se convirtieron por la predicación de Pablo.


Fueran judíos o judeocristianos, venían de la gentilidad, y posiblemente vivían un judaísmo más «abierto al mundo» que el palestinense, que tanto rechazaba a Pablo. Poco puede agregarse a lo que dice Hechos 18,2-3: «Se encontró con un judío llamado Aquila, originario del Ponto, que acababa de llegar de Italia, y con su mujer Priscila, por haber decretado Claudio que todos los judíos saliesen de Roma; se llegó a ellos y como era del mismo oficio, se quedó a vivir y a trabajar con ellos. El oficio de ellos era fabricar tiendas». Por supuesto, que diga allí que era «un judío», ni afirma ni niega que fuera un cristiano, sólo los sitúa dentro de las dos clases que maneja Hechos: los judíos y los gentiles.

Más tarde acompañaron a Pablo a Éfeso, aunque allí se separaron de él, lo que sugiere la idea de que ellos se establecieron en esa ciudad. Unos versículos después los vemos evangelizando, en efecto,s e nos cuenta de un judeocristiano, Apolo, que estaba muy entusiasmado con Jesús, pero que sólo conocía el bautismo de Juan (hubo todo un grupo dentro de la Iglesia inicial que sólo conocía -o reconocía- el bautismo de Juan), Priscila y Aquila completarán la iniciación crsitiana de este judío: «Al oírle Aquila y Priscila, le tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino» (Hecho 18,26).

Allí termina todo lo que sabemos de ellos. Una última -cronológicamente hablando- mención de la pareja la tenemos en 2Timoteo 4,19, en un saludo («Saluda a Prisca y Aquila y a la familia de Onesíforo»); como se trata de una carta tardía, muy probablemente pseudoepigráfica (es decir, escrita con el nombre de Pablo, pero cuando ya había muerto), no podemos saber qué partes provienen del propio san Pablo, y por lo tanto a qué contexto pertenecen los saludos, ni si la presencia de esos nombres en la epístola significa que ellos se establecieron por siempre en Éfeso (ya que la carta se dirige allí).

Cualquier introducción a Hechos, a Romanos o a la vida de san Pablo mencionará a estos colaboradores; sugiero como siempre -sin ninguna exclusividad- el Comentario Bíblico San Jerónimo (1970), o el Nuevo CBSJ (2004), cualquiera de lso dos entra en detalles sobre los personajes mencionados por san Pablo o Hechos. Eusebio también los menciona (HE II,18,9), pero no agrega más que lo que dice Hechos. Sobre la cuestión del «Titulus Sanctae Priscae» véase el artículo del Butler correspondiente a santa Prisca, al parecer una santa romana del mismo nombre que la que conmemoramos hoy.
 
 

San Adriano III

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San Adriano III, papa
En Spilamberto, de la Emilia, tránsito del papa san Adriano III, que con gran empeño buscó la reconciliación de la Iglesia de Constantinopla con la de Roma, pero, afectado de una grave enfermedad, murió santamente en un viaje a las Galias.
San Adriano sucedió al papa Marino I en el año 884, durante una época particularmente tumultuosa de la historia del pontificado. El nuevo Pontífice adoptó al rey de Francia, Carlomán II, por hijo espiritual y tomó medidas para impedir que el obispo de Nimes siguiese molestando a los monjes de la abadía de Saint Giles. También se dice que castigó con una severidad digna de sus crímenes al antiguo cortesano, Jorge del Aventino, y a la rica viuda de otro cortesano que había sido asesinado en el atrio de San Pedro. Como es bien sabido, en la Roma de fines del siglo IX se cometieron crímenes horribles.

El año 885, el emperador Carlos el Gordo invitó a san Adriano a una dieta reunida en Worms. Ignoramos qué razones tenía para invitar especialmente al Papa; en todo caso, el emperador no llegó a ver cumplidos sus deseos, pues san Adriano enfermó durante el viaje y murió en Módena, en julio o en septiembre. Fue sepultado en la iglesia abacial de San Silvestre de Nonántola. El pontificado de san Adriano duró catorce o dieciséis meses; lo poco que sabemos sobre él, no nos proporciona ningún detalle sobre su santidad personal, excepto que durante el breve pontificado de san Adriano III, Roma se vio asolada por la carestía y el Papa hizo cuanto estuvo en su mano por aliviar los sufrimientos del pueblo. Flodoardo, el cronista de la diócesis de Reims, le alaba como padre de sus hermanos en el episcopado. Lo cierto es que, desde su muerte, empezó a venerársele como santo en Módena. Su culto fue confirmado en 1891.

En Santi e beati (pero sin firma ni fuente) afirma que «un interesante detalle de su personalidad y su carácter conciliador es que comunicó su nombramiento al patriarca de Constantinopla, Focio», es decir, al autor del breve pero significativo primer cisma de Oriente, que dio lugar más tarde a la separación definitiva de las iglesias Católica y Ortodoxa; al comunicar el nombramiento, tiene con el patriarca un gesto de acercamiento en un momento particularmente difícil de las relaciones entre las dos sedes. Posiblemente a esto se refiera el elogio del Martirologio cuando dice que «con gran empeño buscó la reconciliación de la Iglesia de Constantinopla con la de Roma»

Véase el Líber Pontificalis, vol. II, p. 225.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, Si



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