Beato Oscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir
fecha: 24 de marzo
n.: 1917 - †: 1980 - país: El Salvador
otras formas del nombre: Mons. Romero
canonización: B: Francisco 23 may 2015
hagiografía: Oficina de la Canonización
n.: 1917 - †: 1980 - país: El Salvador
otras formas del nombre: Mons. Romero
canonización: B: Francisco 23 may 2015
hagiografía: Oficina de la Canonización
En San Salvador, capital de El Salvador,
beato Oscar Arnulfo Romero Galdámez, arzobispo de esa arquidiócesis, llamado
popularmente «padre de los pobres», muerto por odio a la fe cuando celebraba la
santa misa.

Oscar
Arnulfo Romero nació en Ciudad Barrios, departamento de San Miguel, El
Salvador, el 15 de agosto de 1917, día de la Asunción de la Virgen María. Su
familia era humilde y con un tipo modesto de vida. Desde pequeño, Oscar fue
conocido por su carácter tímido y reservado, su amor a lo sencillo y su interés
por las comunicaciones. A muy temprana edad sufrió una grave enfermedad que le
afectó notablemente en su salud.
En el transcurso de su infancia, en
ocasión de una ordenación sacerdotal a la que asistió, Oscar habló con el padre
que acompañaba al recién ordenado y le manifestó sus grandes deseos de hacerse
sacerdote. Ingresó al Seminario Menor de San Miguel, dirigido por los Padres
Claretianos, en 1931, y más tarde pasó al Seminario San José de la Montaña,
dirigido por los Padres Jesuitas, hasta 1937. A pesar de las privaciones
económicas que pasaba la familia para mantenerlo en el seminario, Oscar avanzó
en su idea de entregar su vida al servicio de Dios y del pueblo.
Fue ordenado sacerdote a la edad de 25
años en Roma, el 4 de abril de 1942. Continuó estudiando en Roma para completar
su tesis de Teología sobre los temas de ascética y mística, pero debido a la
guerra, tuvo que regresar a El Salvador y abandonar la tesis que estaba a punto
de concluir.
Regresó al país en agosto de 1943. Su
primera parroquia fue Anamorós, en el departamento de La Unión. Pero poco
tiempo después fue llamado a San Miguel donde realizó su labor pastoral durante
aproximadamente veinte años.
El padre Romero era un sacerdote sumamente
caritativo y entregado. No aceptaba obsequios que no necesitara para su vida
personal. Ejemplo de ello fue la cómoda cama que un grupo de señoras le regaló
en una ocasión, la cual regaló y continuó ocupando la sencilla cama que
tenía.
Dada su amplia labor sacerdotal fue
elegido Secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y ocupó el mismo
cargo en el Secretariado Episcopal de América Central.
El 25 de abril de 1970, la Iglesia lo
llamó a proseguir su camino pastoral elevándolo al ministerio episcopal como
Obispo Auxiliar de San Salvador, que tenía al ilustre Mons. Luis Chávez y
González como Arzobispo y como Auxiliar a Mons. Arturo Rivera Damas. Con ellos
compartiría su desafío pastoral y en el día de su ordenación episcopal dejaba
claro el lema de toda su vida: “Sentir con la Iglesia”.
Esos años como Auxiliar fueron muy
difíciles para Monseñor Romero. No se adaptaba a algunas líneas pastorales que
se impulsaban en la Arquidiócesis y además lo aturdía el difícil ambiente que
se respiraba en la capital. También fue nombrado director del semanario
Orientación, y le dio al periódico un giro notablemente clerical. Este “giro”
le fue muy criticado por algunos sectores dentro de la misma Iglesia,
considerándolo un “periódico sin opinión”.
En El Salvador la situación de violencia
avanzaba, con ello la Iglesia se edificaba en contra de esa situación de dolor,
por tal motivo la persecución a la Iglesia en todos sus sentidos comenzó a
cobrar vida.
Luego de muchos conflictos en la
Arquidiócesis, la sede vacante de la Diócesis de Santiago de María fue su nuevo
camino. El 15 de octubre de 1974 fue nombrado obispo de esa Diócesis y el 14 de
diciembre tomó posesión de la misma. Monseñor Romero se hizo cargo de la
Diócesis más joven de El Salvador en ese tiempo.
En junio de 1975 se produjo el suceso de
“Las Tres Calles”, donde un grupo de campesinos que regresaban de un acto
litúrgico fue asesinado sin compasión alguna, incluyendo a criaturas inocentes.
El informe oficial hablaba de supuestos subversivos que estaban armados; las
‘armas’ no eran más que las biblias que los campesinos portaban bajos sus
brazos. En ese momento, los sacerdotes de la Diócesis, sobre todos los jóvenes,
pidieron a Monseñor Romero que hiciera una denuncia pública sobre el hecho y
que acusara a las autoridades militares del siniestro, Mons. Romero no había
comprendido que detrás de las autoridades civiles y militares, detrás del mismo
Presidente de la República, Arturo Armando Molina, que era su amigo personal,
había una estructura de terror, que eliminaba de su paso a todo lo que
pareciera atentar los intereses de “la patria”, que no eran más que los
intereses de los sectores pudientes de la nación. Mons. Romero creía ilusamente
en el Gobierno, éste era su grave error. Poco a poco comenzó a enfrentarse a la
dura realidad de la injusticia social.
Los amigos ricos que tenía eran los mismos
que negaban un salario justo a los campesinos; esto le empezó a incomodar, la
situación de miseria estaba llegando muy lejos como para quedarse esperando una
solución de los demás. En medio de ese ambiente de injusticia, violencia y
temor, Mons. Romero fue nombrado Arzobispo de San Salvador el 3 de febrero de
1977 y tomó posesión el 22 del mismo mes, en una ceremonia muy sencilla. Tenía
59 años de edad y su nombramiento fue para muchos una gran sorpresa, el seguro
candidato a la Arquidiócesis era el auxiliar por más de dieciocho años en la
misma, Mons. Arturo Rivera Damas: “la lógica de Dios desconcierta a los
hombres”.
El 12 de marzo de 1977, se dió la triste
noticia del asesinato del padre Rutilio Grande, un sacerdote amplio,
consciente, activo y sobre todo comprometido con la fe de su pueblo. La muerte
de un amigo duele, Rutilio fue un buen amigo para Monseñor Romero y su muerte
le dolió mucho: “un mártir dió vida a otro mártir”.
Su opción comenzó a dar frutos en la
Arquidiócesis, el clero se unió en torno al Arzobispo, los fieles sintieron el
llamado y la protección de una Iglesia que les pertenecía, la “fe” de los
hombres se volvió en el arma que desafiaría las cobardes armas del terror. La
situación se complicó cada vez más. Un nuevo fraude electoral impuso al general
Carlos Humberto Romero para la Presidencia. Una protesta generalizada se dejó escuchar
en todo el ambiente.
En el transcurso de su ministerio
Arzobispal, Mons. Romero se convirtió en un implacable protector de la dignidad
de los seres humanos, sobre todo de los más desposeídos; esto lo llevaba a
emprender una actitud de denuncia contra la violencia, y sobre todo a enfrentar
cara a cara a los autores del mal.
Sus homilías se convirtieron en una cita
obligatoria de todo el país cada domingo. Desde el púlpito iluminaba a la luz
del Evangelio los acontecimientos del país y ofrecía rayos de esperanza para
cambiar esa estructura de terror.
Los primeros conflictos de Monseñor Romero
surgieron a raíz de la marcada oposición que su pastoral encontraba en los
sectores económicamente poderosos del país y unido a ellos, toda la estructura
gubernamental que alimentaba esa institucionalidad de la violencia en la
sociedad salvadoreña, sumado a ello, el descontento de las nacientes
organizaciones político-militares de izquierda, quienes fueron duramente
criticados por Mons. Romero en varias ocasiones por sus actitudes de
idolatrización y su empeño en conducir al país hacia una revolución.
A raíz de su actitud de denuncia, Mons.
Romero comenzó a sufrir una campaña extremadamente agobiante contra su
ministerio arzobispal, su opción pastoral y su personalidad misma,
cotidianamente eran publicados en los periódicos más importante, editoriales,
campos pagados, anónimos, etc., donde se insultaba, calumniaba, y más
seriamente se amenazaba la integridad física de Mons. Romero. La “Iglesia
Perseguida en El Salvador” se convirtió en signo de vida y martirio en el
pueblo de Dios.
Este calvario que recorría la Iglesia ya
había dejado rasgos en la misma, luego del asesinato del padre Rutilio Grande,
se sucedieron otros asesinatos más. Fueron asesinados los sacerdotes Alfonso
Navarro y su amiguito Luisito Torres, luego fue asesinado el padre Ernesto
Barrera, posteriormente fue asesinado, en un centro de retiros, el padre
Octavio Ortiz y cuatro jóvenes más. Por último fueron asesinados los padres
Rafael Palacios y Alirio Napoleón Macias. La Iglesia sintió en carne propia el
odio irascible de la violencia que se había desatado en el país.
Resultaba difícil entender en el ambiente
salvadoreño que un hombre tan sencillo y tan tímido como Mons. Romero se
convirtiera en un “implacable” defensor de la dignidad humana y que su imagen
traspasara las fronteras nacionales por el hecho de ser: “voz de los sin voz”.
Muchas de los sectores poderosos y algunos obispos y sacerdotes se encargaron
de manchar su nombre, incluso llegando hasta los oídos de las autoridades de
Roma. Mons. Romero sufrió mucho esta situación, le dolía la indiferencia o la
traición de alguna persona en contra de él. Ya a finales de 1979 Monseñor
Romero sabía el inminente peligro que acechaba contra su vida y en muchas
ocasiones hizo referencia de ello consciente del temor humano, pero más
consciente del temor a Dios a no obedecer la voz que suplicaba interceder por
aquellos que no tenían nada más que su fe en Dios: los pobres.
Uno de los hechos que comprobó el inminente
peligro que acechaba sobre la vida de Mons. Romero fue el frustrado atentado
dinamitero en la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en febrero de 1980, el
cual hubiera acabado con la vida de Monseñor Romero y de muchos fieles que se
encontraban en el recinto de dicha Basílica.
El domingo 23 de marzo de 1980 Mons.
Romero pronunció su última homilía, la que fue considerada por algunos como su
sentencia de muerte debido a la dureza de su denuncia: “en nombre de Dios y de
este pueblo sufrido... les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, CESE
LA REPRESION”.
Ese 24 de marzo de 1980 Monseñor Oscar
Arnulfo Romero Galdámez fue asesinado de un certero disparo, aproximadamente a
las 6:25 p.m. mientras oficiaba la Eucaristía en la Capilla del Hospital La
Divina Providencia, exactamente al momento de preparar la mesa para recibir el
Cuerpo de Jesús. Fue enterrado el 30 de marzo y sus funerales fueron una
manifestación popular de compañía, sus queridos campesinos, las viejecitas de
los cantones, los obreros de la ciudad, algunas familias adineradas que también
lo querían, estaban frente a la catedral para darle el último adiós,
prometiéndole que nunca lo iban a olvidar. Raramente el pueblo se reúne para
darle el adiós a alguien, pero él era su padre, quien los cuidaba, quien los
quería, todos querían verlo por última vez.
Tres años de fructífera labor arzobispal
habían terminado, pero una eternidad de fe, fortaleza y confianza en un hombre
bueno como lo fue Mons. Romero habían comenzado, el símbolo de la unidad de los
pobres y la defensa de la vida en medio de una situación de dolor había nacido.
Biografía tomada, con escasos cambios, del
sitio de la Oficina para la
Canonización, dependiente del Arzobispado de San Savador. Allí
mismo pueden leerse -en el apartado «Su pensamiento»- homilías, cartas
pastorales, escritos de prensa y diarios del beato.
fuente: Oficina de la Canonización
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ingreso o última modificación relevante: 25/5/2015
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=5020
Beato Juan del Báculo, monje y presbítero
fecha: 24 de marzo
n.: c. 1200 - †: 1290 - país: Italia
canonización: Conf. Culto: Clemente XIV 1772
hagiografía: Santi e Beati
n.: c. 1200 - †: 1290 - país: Italia
canonización: Conf. Culto: Clemente XIV 1772
hagiografía: Santi e Beati
En Fabriano, del Piceno, en Italia,
beato Juan del Báculo, presbítero y monje, compañero de san Silvestre, abad.

En el pequeño pueblo de Paterno, en la
ladera de Montefano, en Fabriano, vivió a los comienzos del siglo XIII una
familia de acomodados campesinos, los Bottegoni. La familia estaba compuesta de
Bonello, el padre, Supercla, la madre, y de los hijos Giunta, Nicolás,
Benvenuto, Buonora y Juan. Este último nació a inicios del 1200, y desde muy
joven mostró una profunda atracción por las cosas de Dios y una gran pasión por
el estudio; estas dos características persuadieron a los padres de una posible
vocación religiosa y decidieron enviarlo a Bologna para realizar estudios de
letras. Una imprevista enfermedad en una pierna impedirá a Juan establecerse en
Bologna, y continuar los estudios iniciados. La enfermedad se agravó hasta que
quedó cojo, y obligado a usar un bastón de por vida, de donde provendrá su
apodo de «Juan del báculo» (Giovanni dal Bastone).
Aunque no pudo continuar sus estudios ni
alcanzar el grado de formación que pretendía, Juan decidió trasladarse a
Fabriano y abrir una escuela que le asegurara cierta autonomía económica. Sin
embargo en torno al 1230, no se sabe bien por qué motivo, Juan decidió seguir
la vida eremítica propuesta por san Silvestre de
Ósimo, cuya fama de santidad comenzaba a difundirse por la
región. El estilo de vida del grupo de Montefano era austero y pobre,
intentaban reducir al mínimo las necesidades materiales para dedicarse por completo
a las cosas de Dios. La regla que seguían era la de san Benito, y cuando la
pequeña comunidad de eremitas fue aprobada en 1248 por el papa Inocencio IV,
tomó el nombre de Orden de San Benito de Montefano (Silvestrinos).
Juan, por deseo de san Silvestre fue
presentado al obispo para su ordenación sacerdotal. La vida monástica de Juan
estuvo marcada por la oración, la penitencia y la soledad, y toda encaminada a
progresar en los grados de la virtud. Por sesenta años Juan llevó adelante una
vida aparentemente sin hechos notables. A la edad de noventa años la enfermedad
de la pierna que lo había atacado en la juventud se agudizó y el 24 de marzo de
1290, recibidos los sacramentos, descansó en el Señor. Desconcertante fue la
desproporción entre la existencia retirada que llevó Juan por tanto tiempo y el
impacto inmediato de su muerte sobre la gente. Había apenas exhalado su último
suspiro, cuando dio inicio una interminable peregrinación hacia sus restos.
Después de la muerte fueron muchos los
prodigios que se verificaron por intercesión del beato, signo evidente de su
santidad. El obispo de Camerino, Rambotto, nombró una comisión para recoger y
valorar los testimonios a fin de verificar la autenticidad de los milagros. El
beato Juan fue sepultado en la iglesia de San Benito de Fabriano, y fue
rápidamente aclamado como santo por la voz del pueblo, sin un proceso canónico
formal (que recién estaba comenzando a existir), hasta que en 1772, bajo
Clemente XIV, se confirmó su culto como beato.
Traducido para ETF, con escasos cambios de
un artículo de Elisabetta Nardi.
fuente: Santi e Beati
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
Estas biografías de santo son propiedad de
El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo
como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino
que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía,
referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=986
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