23. Gente feliz
Al regresar de mis vacaciones -y empiezo pidiendo al lector perdón por este arranque tan confianzudo-- me he traído en las maletas del alma cuatro gozos nuevos: dos de carácter muy personal (el cuerpo felizmente descansado sin prisas y un nuevo libro -pequeño, de poemas- entre mis carpetas) y otros dos mucho más generales, que estoy seguro de que han compartido la mayoría de los que me leen.
El primero de éstos es el reencuentro con la naturaleza viva, real. Quienes tenemos la desgracia de vivir en el cemento (sobre todo) no sabemos lo que realmente es el mundo. Una semana, quince días frente al mar o la montaña cambian el alma. i Dios, y qué bien hecho está nuestro pequeño y querido planeta! ¡Ese milagro del mar, siempre en movimiento y siempre inmóvil, que uno podría contemplar durante horas y horas sin cansarse! ¡Esos montes, hechos para ser acariciados por la mirada! ¡Esas gaviotas, que nos saludan y se despiden de nosotros como pañuelos blancos! ¡Esas puestas de sol, en las que el horizonte se convierte en un cordero degollado! ¡Y más aún que ningún otro, ese aire fresco y húmedo que, al respirar, vuelve a bautizarnos los pulmones y el alma!
Todo parece hecho para gritar felicidad, y aunque no logra, claro, alejar los dolores del mundo, ¡cómo nos certifica que fuimos hechos para la dicha y nos asegura que la alegría es más sólida y duradera que todas las tristezas! Estas semanas -a mí, al menos- me han dado cuerda para soportar gozosamente durante muchos meses los cansancios que nos esperan en los próximos meses de trabajo y gris. ¡Ojalá muchos de mis lectores puedan decir lo mismo!
Pero ahora voy a precipitarme a decir que la otra alegría ha sido aún mucho más sólida y sustancial, y es que durante mis vacaciones he visto a mucha gente feliz. Que parecía feliz y que yo creo que lo era. Sentado en aquella terraza que se abría frente al mar, he visto desfilar, por el largo paseo que lo bordeaba, un espectáculo infinitamente más hermoso que el mar y la montaña: las familias de gentes que reían, corrían, disfrutaban. Muchos caminaban en silencio o en voz baja (por- que la anchura del océano es un espectáculo tan sagrado que hace que amortigüemos las palabras como en una iglesia o en un hospital), y otros chillaban como si quisieran imitar a las gaviotas que sobrevolaban sus cabezas. Iban parejas de muchachos cogidos de la mano o de los hombros con un cariño que respiraba limpieza. Pero que no ganaba en ternura a aquellas otras parejas de matrimonios mayores o incluso ancianos que buscaban también sus manos para transmitiese su mutua felicidad.
Pero los más felices eran, claro, los niños. Sobre todo los más chiquitines, que parecía que acabaran de estrenar sus piernas, que se curvaban como si fueran a caerse en cada momento y que, de hecho, se caían en cada desnivel de la hierba o de la arena, pero que no floraban porque, cerca de una playa, caerse es muy divertido. Y corrían los chavalines, mal sujetados por los gritos de sus padres, que temían se les alejaran más de lo justo. Y todo era milagroso para los pequeños, que con sus dedos regordetes lo señalaban todo: «Mira, mira», como si el mundo acabara de ser descubierto por ellos.Y las máquinas de fotografías no cesaban de disparar. Cientos de máquinas, males de carretes, millones de fotografías que trataban de apresar la risa del pequeño ante aquel mazo de flores, mientras al peque- fío le interesaban mil veces más las flores que la fotografía y no miraban al objetivo por más que sus padres les gritaran.
Y luego los padres les cogían en hombros y en el rostro paterno brillaba una satisfacción mayor de la que pudieran sentir llevando a sus espaldas a un emperador. Y se volvían los padres caballos trotones o perros ladradores, porque nada era ridículo cuando se trataba de jugar con su hijo.
¡Y qué orgullo sentían de tener aquel hijo! Yo, que he renunciado a la paternidad por la única causa que creo que sea mayor que ella -la entrega al anuncio del nombre de Jesús con un amor exclusivo-, sentía (¿y por qué no decirlo?) ramalazos de envidia al ver aquel amor tan limpio de padres e hijos, de novios y amigos, de toda esa gran mayoría de buena gente que cubre el planeta.
Y pensaba yo: ¡Qué sacrificio el de estos padres a quienes toca viajar con niños chiquitines (y eso cuando no eran tres o cuatro), que de pronto se cansan y comienzan a llorar o se emberrinchan con el menor caprichito! Pero veías que lo hacían con gusto, que aquel esfuerzo no les pesaba con tal de estar juntos o compartir su gozo. Y entendía yo que los problemas y las dificultades no dependen sino del corazón.
Mas luego sucedía que, si anochecido ya, y antes de irte a la cama, se te ocurría encender el televisor, allí sólo encontrabas guerras y violencias, tipos odiosos que, en series odiosas, trataban de hacer el mayor daño posible a sus semejantes. ¿Pero qué ocurre? ¿Qué tiene que ver lo que nos cuentan las pequeñas pantallas y los mismos periódicos con lo que tú respiras en la realidad cuando miras a los rostros los verdaderos rostros de todos esos otros millones de seres felices que pueblan el país, pero de los que nadie habla?
Hay dos mundos: el pintado y el vivo. Y gozosamente el más abundante es el de toda aquella gente feliz que en la playa jugaba con sus hijos con una pelota de colores o estrechaba con ternura la mano de su novia o esposa... ¡Gente feliz, bendita sea!
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