domingo, 21 de diciembre de 2014

26. Setenta veces siete. (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

26. Setenta veces siete.



Recientemente, un escalofrío recorrió la piel de todos los españoles cuando leímos la historia de esa pareja de hermanos que, en un pueblecito de Extremadura, se lanzaron un buen día (un mal día) a la calle con dos escopetas y comenzaron a disparar contra todo lo que se movía, dejando muertas a diez personas y a otras tantas gravemente heridas.

Alguien ha visto en ello un simple ramalazo de locura y, evidentemente, hay una raíz de locura tras este gesto, pero hay algo más. Y eso es lo más grave de esta historia: que estamos ante el fruto de unos odios entre familias acumulados a lo largo de veinte años, odios que acaban por desembocar en esta enloquecida venganza.

Y es que, desgraciadamente, la venganza parece formar parte del ideario de nuestra generación y es algo que se nos inyecta a diario desde los más variados medios de comunicación. Abre usted el televisor y una de cada dos películas es la historia de una venganza. Y, lo que es peor, presentada siempre como sinónimo de la justicia. Porque resulta que en ellas los vengadores no son «los malos», sino generalmente los «buenos». Tal vez es la historia de un muchacho o una muchacha que no descansa hasta abatir al asesino de su padre. O un grupo de «nuevos vengadores» que se dedican a «hacer justicia», naturalmente a tiros y dejando la pantalla regada de cadáveres.

Y eso no ocurre sólo en los medios de comunicación. En la vida

política parece que la venganza 'es lo que guía, con frecuencia, la mano de los dirigentes, que luchan por sacar trapos sucios en la vida de quien antes encontró otros trapos sucios en su vida.

«El que la hace, la paga», décimos como resumen de nuestra filosofía, y confundimos la ley del talión con la verdadera justicia.

Pero lo más desgraciado del asunto es que los mismos que nos escandalizamos ante esos grandes estallidos de venganza que traen consigo muertos, nunca vemos la venganza dentro de nosotros.

Conozco a muy pocas personas que se acusen de vengativas. Pero ¿quién no lleva dentro de sí viejos rencores unidos a secretos deseos de revancha? ¿Qué es lo que hace que seamos tan olvidadizos con el bien que nos hacen y, en cambio, esa frase que nos dijo un familiar o un amigo (tal vez en un mal momento de genio) se nos quede clavada dentro por años y años?

Entre nosotros -y nos llamamos cristianos- el perdón no se lleva. Cuando leemos en el Evangelio esa parábola del señor que perdona la deuda de millones de uno de sus criados, mientras que éste no es capaz de perdonar la de unas pocas

pesetas que le debe un compañero, pensamos: ¡qué exageración!, ¡en la vida no son así las cosas!
Y, sin embargo, es la pura realidad. Tanto que yo tengo miedo de que Dios se tome en serio lo que le rezamos en el Padrenuestro: «perdónanos, así como nosotros perdonamos». Estaríamos todos perdidos si Dios aplicase esa dialéctica y cumpliera eso que le pedimos. Porque, realmente, quien haya perdonado a quienes le rodean setenta veces siete, como Jesús pedía, que levante la mano.

Tal vez por eso me ha impresionado más la historia que una profesora de EGB acaba de contarme. Tenía entre sus alumnos a una niña de ocho años, Manolita, que estaba siempre extrañamente triste, huidiza, atemorizada. Por lo visto -pronto lo descubrió la profesora- alguien había querido abusar de la pequeña cuando ésta tenía sólo cuatro años, y desde entonces tenía terror ante todo ser humano. Por eso no jugaba en los recreos, andaba siempre sola, rehuía no sólo la amistad, sino hasta la compañía de todas sus compañeras.
La profesora, queriendo curarla, pidió a otra niña, Susana, la más lista de la clase, que hiciera un esfuerzo por acercarse a ella, por jugar con ella. Y se sentía alegre la profesora al ver cómo progresivamente los ojos de Manolita iban cambiando y parecían haber huido muchos de sus recelos.

Pero la herida era más honda de lo que parecía, y un día Susana encontró en su pupitre un papel de Manolita que decía: «Eres una guarra y una asquerosa. Mi vida es mi vida. Déjame en paz, no quiero tu cochina amistad.»
El mundo se hundió para Susana, que tan sinceramente se había acercado a su compañera. ¿Qué decía hacer?, preguntó a la profesora. ¿Dejarla en paz o seguir como si no hubiera recibido ese papel? La profesora prefirió que fuera la misma niña la que, en conciencia, tomara su decisión. Y se limitó a decirle-. «Mira, hoy, cuando vayas a misa, pregúntale a Jesús qué es lo que debes hacer.»

Y al día siguiente vio que Susana seguía con Manolita sin decirle una sola palabra de las injurias que había recibido. Y por la noche fue a contar el desenlace, con lágrimas de alegría en los ojos, a su profesora: «¿Sabe que Manoli hoy, al despedirnos, se ha acercado a mí, me ha dado un beso y me ha dicho: ¡Qué buena amiga eres! »
Historias de perdón como ésta no son demasiado frecuentes en nuestro mundo. Y, sin embargo, son el verdadero camino de la convivencia. Sí los hombres aprendiésemos de Dios a perdonar, si perdonásemos de hecho setenta veces siete a quienes nos ofenden, daría verdadero gusto vivir en una humanidad realmente reconciliada.

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