viernes, 9 de enero de 2015

42. Historia de hace cien años (Razones desde la otra orilla) José Luis Martín Descalzo

42. Historia de hace cien años
Estas Navidades pasadas, revolviendo viejos cajones de la casa de mis padres, me encontré un recorte de periódico que me impresionó. Era un artículo necrológico publicado en El Porvenir, de Valladolid, a principios de nuestro siglo. Y en él hablaba de un sacerdote, hermano de mi abuelo, llamado don Miguel Martín Sanz, que, por lo que el periódico cuenta, debió de ser muy querido en el Valladolid de finales del siglo pasado y comienzos de éste. De él dice el diario, con ese sabroso y un tanto cursi lenguaje de la época, que en todos los cargos, parroquia- les o universitarios, que ocupó, «supo no sólo- guardar el decoro debido, sino también dejar el perfume de sus virtudes como lo hace la humilde violeta casi escondida entre las hojas que la rodean».
Pero lo que realmente me ha impresionado es una historia que de él se cuenta en ese artículo y que transcribo también literalmente:
«En la parroquia de San Nicolás le tenía el Señor reservado uno de los trances más amargos de su vida: el voraz incendio que consumió todo el interior del templo parroquias confiado a su cuidado. Ardieron los altares, desplomó alguna bóveda, cayó con estrépito el coro, arras- trando en su ruina el órgano, y salió el fuego por la espadaña haciendo presa en las mazas de las campanas. ¡Qué desolación! Mas no era ésta la mayor pena para don Miguel, Heno de dolor y de amor al Santísimo Sacramento, que con tanto anhelo trató de salvar, que hubo de ser sacado a viva fuerza de entre las llamas sin haber podido lograr su generoso propósito. No había consuelo para él. De nada servía decirle que no era poco haber logrado salvar las preciosas reliquias de San Miguel de los Santos, que descansan en aquel antiguo templo de los Trinitarios. Para él se había perdido todo por no haber conseguido sacar la Sagrada Eucaristía.»
Este párrafo, escrito, si ustedes quieren, melodramáticamente, me conmovió, porque lo que narra es absolutamente cierto y muestra lo que es un alma verdaderamente enamorada de algo o de Alguien.
Pero creo que aún me llamó más la atención el párrafo que sigue en ese mismo artículo:
«Cuanto fue su dolor por el incendio de su amada iglesia, otro tanto fue su celo por restaurarla, y, a pesar de la pobreza de su feligresía, no tardó mucho, con hartos afanes, en volverla a abrir al culto con todo esplendor. Feligreses más acomodados o menos pobres, hijos de la parroquia residentes en otros puntos, amigos particulares suyos, personas piadosas que gozan en buenas obras, cuantos podían hacer algo por su iglesia de San Nicolás, fueron suavemente requeridos por su cura, y para lo que faltó, que no fue poco, tuvo abierta su fortuna particular y sus ahorros, si es que su liberalidad para con los feligreses de todos sus curatos anteriores le había permitido hacer algunos. Dios habrá premiado
ahora su generosidad y su silencio, pues nadie supo lo por él suplido. »
¿Saben lo que más me ha impresionado de estos dos párrafos? La última frase: esa que habla del «silencio» del tío-abuelo Miguel, cuya mano izquierda nunca supo lo que hacía con la derecha. Y es que siempre he oído en mi familia que aquel tío Miguel no dejó un duro en herencia, por la simple razón de que no lo tenía, ya que lo daba todo y vivía estrictamente al día con el pequeño sueldo que cobraba. Pero esto apenas si los familiares lo sabían, porque el tío Miguel debió de pensar hace un siglo eso que yo repito algunas veces: que el bien no hace ruido y que el ruido no hace bien. Que los pecadores hacemos mucho más ruido que los santos. Y que cuando la gente cree que en este mundo sólo hay personas malas y no buenas es, sencillamente, porque confunde lo que se ve y aparece con la verdadera realidad que, aunque la frase sea muy cursi, es, como dice este vicio diario, «como la violeta escondida entre las hojas que la rodean.»
Por eso a mí me da mucha rabia cuando oigo a la gente hablar de la Iglesia y referirse siempre a que si tales Papas manejaron la espada, o que si Alejandro VI fue un canalla en materia de sexo, o que si los obispos viven en palacios o llevan joyas en sus mitras. La Iglesia no tiene su centro en Alejandro VI, sino en Cristo, y, en todo caso, hay que mirar mucho más a sus santos que a sus obispos, y mucho más a la pequeña gente dedicada diariamente a amar y a ayudar a los demás; todos esos curas de pueblo que permanecen en lugares de los que ha huido la mayoría de los profesionales; todos esos misioneros que han dejado todo por amor; todos los fieles pequeños y desconocidos que son santos sin que nadie se entere. Como este viejo tío-abuelo mío, de cuya vida he tenido que enterarme yo porque, por casualidad, encontré un recorte de periódico en un viejo desván.

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