50. Un día perdido
Hay una cosa de la que ya estoy seguro: que sólo salvaré mi vida amando; que los únicos trozos de mi vida que habrán estado verdadera- mente vivos serán aquellos que invertí en querer y ayudar a alguien. ¡Y he tardado cincuenta y tantos años en descubrirlo! Durante mucho tiempo pensé que mi «fruto» sería dejar muchos libros escritos, muchos premios conseguidos. Ahora sé que mis únicas líneas dignas de contar fueron las que sirvieron a alguien para algo, para ser feliz, para entender mejor el mundo, para enfrentar la vida con más coraje. Al fin de tantas vueltas y revueltas, termino comprendiendo lo que ya sabía cuando aún apenas si sabía andar.
Dejadme que os lo cuente: si retrocedo en mis recuerdos y busco el más antiguo de toda mi vida, me veo a mí mismo -¿con dos años, con tres?- corriendo por la vieja galería de mi casa de niño. Era una galería soleada, abierta sobre el patio de mis juegos infantiles. Y me veo a mí mismo corriendo por ella y arrastrando mí manta, con la que tropezaba y sobre la que me caía. «¡Manta, mamá, manta! », dicen que decía. Y es que mi madre estaba enferma y el crío que yo era pensaba que todas las enfermedades se curan arropando al enfermo. Y allí estaba yo, casi sin saber andar,.arrastrando aquella manta absolutamente inútil e innecesaria, pero intuyendo, quizá, que la ayuda que prestamos al prójimo no vale por la utilidad que presta, sino por el corazón que ponemos al hacerlo.
Me pregunto desde entonces si tal vez nuestro oficio de hombres no será, en rigor, otro que el de arroparnos los unos a los otros frente al frío del tiempo.
Desde entonces hay algo que me asombra: por qué querremos mucho más a los muertos que a los vivos. Cuando voy a los entierros me pregunto siempre por qué quienes acompañan ese día al muerto no tuvieron parecido interés en acompañarle cuando vivía, por qué ahora les parece mucho mejor que antes, o, al menos, por qué sólo ahora le elogian. ¿Son hipócritas? ¿O es que sólo descubrimos el amor cuando viene acompañado del dolor?
Recuerdo cuánto me impresionó hace años una frase leída en un libro de J. M. CabodeviUa, que se preguntaba: «¿Por qué el amor no hace a los hombres dichosos, pero su privación los hace desdichados? ¿Por qué la ausencia de la persona amada les hace sufrir más de lo que su presencia les hacía gozar?»
Es cierto: los hombres descubren lo que valía el amor cuando les falta, lo mismo que se enteran de que tienen páncreas cuando les duele. Mientras viven llevan el amor en el alma sin paladearlo y van dejando que poco a poco se convierta en tedio.
Con lo cual sufren dos derrotas: no son felices y dejan que el amor se les destiña.Y así es como el mundo se va llenando de solitarios, convirtiéndose en una monstruosa concentración de soledades. Por eso, en rigor, no hay más que una pregunta que deberíamos formularnos cada noche: ¿A quién he amado hoy? ¿A quién he ayudado? Sabiendo que, si la respuesta es negativa, ese habrá sido un día perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario