51. Déficit de consuelo
Tal vez la cosa de la que hay mayor déficit en nuestro tiempo y en nuestro mundo es el consuelo. Consolar a quien acaba de sufrir un gran dolor es lo más difícil que existe, y nuestra civilización no está precisa- mente sobrada de corazón para hacerlo.
Si mis lectores me permiten una confidencia, les diré que yo me siento siempre desarmado, impotente, sin saber qué decir, ante el dolor de mis amigos. Cuando alguien sufre de veras (sobre todo cuando alguien ha sido golpeado por la muerte de un ser querido), ¿qué decir? Todas las palabras se vuelven ridículas, falsas, inútiles. Si yo me dejara llevar por mis instintos, ante el dolor me arrodillaría. Tal vez nadie entendiera ese gesto, pero sería el único verdadero.
Y es que todo dolor es sagrado. Y no uso esta palabra metafórícamente. Es sagrado, pertenece a esas entretelas de¡ alma a través de las cuales conectamos con Dios.
Cuando en Los hermanos Karamazov, de Dostoiewski, el staretz Zóssima se postra de rodillas ante Dímitri, porque olfatea que un gran dolor va a caer sobre él, hace lo que realmente debe hacerse: reverenciar el dolor, confesar ante él la impotencia de quienes no sabemos detenerlo.
También el cura rural de Bernanos entendía bien esto cuando escribía: «A mi entender, el auténtico dolor que brota de un hombre pertenece en primer lugar a Dios. Intento aceptarlo con corazón humilde, tal como es; me esfuerzo por hacerlo mío y por amarlo.»
Esta sí me parece una buena postura de consuelo: ante el dolor, lo primero y lo fundamental es callar. Acompañar. Pero no malgastar palabras. Al menos no decir una sola palabra que no se sienta completamente. Ante el dolor todo suena a falso; cuánto más lo que ya es falso de por sí. Estar junto al que sufre es mejor. Tratar de asumir interiormente su dolor. Y amarle sin palabras.
En rigor, sólo saben consolar Dios y las madres. Dios, porque es el autor de todo consuelo, Y las madres, porque participan en esto muy especialmente de lo divino Dios mismo dice en el libro de Isaías: «Quiero consolaras como consuela una madre.»
Pero nosotros, que amamos tan poco, que somos tan egoístas, ¿cómo sabríamos consolar? Walter Nigg ha formulado una pregunta terrible: «¿Quién es capaz de dar consuelo en nuestros días? ¿Quién tiene tanto espíritu maternal en sí que le permita decir a una persona angustiada y desesperada una palabra luminosa, de tal modo que vuelva a brillar la luz en su alma ensombrecida?»
Hay, sí, un gran déficit de consoladores en nuestro tiempo. Los mismos sacerdotes se han desviado muchas veces hacia la psicología o la sociología y han olvidado que la ciencia no consuela, y que para eso siempre será mejor un hombre de oración que un sabio. Porque, hay que repetirlo: en rigor, sólo Dios da consuelo. Y los humanos, cuando más, debemos limitarnos a ser transmisores de¡ consuelo divino. Pero ¿cómo transmitir consuelo allí donde no hay fe, si Dios es, en definitiva, el autor de todo consuelo? Esta sí que es la gran tragedia. En los últimos meses me ha tocado asistir a varios encuentros con la muerte en familias con fe y en familias sin ella. ¡Y qué diferente era todo! ¡Qué radical desgarro en unas y qué honda serenidad en otras! Porque ¿cómo ayudar a entender la muerte a quienes creen que tras ella no hay nada? ¡No sabe el mundo cuánto pierde cuando pierde la fe, la fe no como tapadera o tubo de escape, sino como realidad hondamente vivida! ¿No será este descreimiento la última razón de ese «déficit de consuelo» que el mundo padece?
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