¿Ha pensado usted alguna vez en ese dato tremendo que certifica que nada menos que tres millones de españoles pasan al menos una vez al año por los hospitales, y no como visitantes ocasionales, sino como enfermos con dolencias más o menos largas? ¿Y ha pensado que, si a esa cifra se suman los que pasan sus enfermedades en sus propias casas, el número de enfermos cada año en nuestro país supera los siete millones de personas?
La enfermedad, amigos, está ahí. Es una parte de la naturaleza humana. En definitiva, todos somos enfermos o ex enfermos o aspirantes a enfermos. Y lo asombroso es que, de niños, nos enseñan todas las reglas matemáticas que no usaremos nunca y jamás nos dicen una palabra sobre esta asignatura que, antes o después, todos cursaremos. ¡Tal vez por eso los humanos están siempre tan indefensos ante el dolor! ¡Quizá también por eso, al enfrentarnos a él, lo multiplicamos en lugar de curárnoslo!
La experiencia personal y el trato con muchos enfermos me ha descubierto que hay -hablando muy en síntesis- cuatro posturas ante la enfermedad:
- La rebeldía con nervios. Es la postura más común. El enfermo se desconcierta ante la llegada del dolor. Reacciona contra él como un chiquillo rebelde. Increpa al cielo, se pregunta a sí mismo, multiplica su tensión interior. Con lo que añade a su enfermedad física una segunda enfermedad espiritual que acaba siendo más grave que la primera: la angustia.
- La segunda postura (casi siempre consecuencia y desenlace de esta primera) es el derrumbamiento con amargura. El enfermo se entrega. Ve a la enfermedad como un monstruo al que él no vencerá jamás. Y se precipita en la negatividad de la amargura. La angustia va progresivamente convirtiéndose en un deseo de muerte que sólo a ella conduce.
- La tercera postura es la de algunos cristianos que también se derrumban ante el dolor, pero que, en lugar de derrumbarse en la amargura, lo hacen en la resignación. Se resignan a los deseos de Dios. Estos son algo más positivos, porque siempre es mejor entregarse en brazos de otro que en la negación. Pero es también una postura nada despertadora de las energías vitales del alma. Olvidan éstos que entregarse a Dios no es entregarse a la inactividad espiritual, sino entregarse a la fuerza de su amor.
- Por eso yo prefiero la esperanza a la resignación. La esperanza es activa, ardiente. Y debe comenzar por la aceptación, la aceptación serena de la enfermedad como una parte de la vida; como una parte que es limitadora -¡no llamemos bien al mal!-, pero no sólo limitadora: la enfermedad tiene rostros buenos, la posibilidad de despertar «otras» fuerzas del alma con las que ni contamos.
Así, el «enfermo positivo» es aquel que ni se resigna ni se derrumba. Se dispone más bien a sacarle jugo a sus limitaciones, a despertar «esa otra» alma que tal vez tuvo dormida, seguro de que «poner en marcha esa otra alma» será, a la vez, la mejor de las medicinas.
II
Nunca insistiré bastante en lo distinto que es tomar una enfermedad con un planteamiento positivo o negativo. El enfermo negativo planta a la enfermedad ante sí, como el enemigo al que debe odiar y combatir, sabiendo que es como un obstáculo macizo, insuperable, invencible. El enfermo positivo coloca a la enfermedad dentro de sí, como un avatar de su vida, como una prueba, una dificultad que debe vencer, pero de la cual pueden salir también a la corta o a la larga algunos beneficios. Para este enfermo la enfermedad no es sólo un mal, sino una ocasión, una apuesta, un reto. Al colocar la enfermedad dentro de sí, la hace, en cierto modo, suya. Y esto provoca una llamada a las muchas fuerzas vitales que el enfermo posee y que tal vez estaban dormidas, precisamente porque no las necesitaba. Este deseo de luchar y vivir comienza por producir un relajamiento interior; el espíritu se tranquiliza, se sosiega, al no pensar que está vencido de antemano. Y ese mismo apaciguamiento le hace ver la enfermedad como un camino, como «su» camino. Más cuesta arriba que los que hasta ahora conoció. Pero, en definitiva, un camino por el que debe y puede andar.Vuelvo a subrayar que no estoy hablando de una resignación pasiva,
de un «no hay más remedio que aguantarse», sino de una postura creativamente esperanzada: «Puesto que tengo que vivir así, voy a hacerlo lo más intensamente que pueda.»
Nunca será bastante lo que insistamos en esa necesidad de distender, de dilatar el alma. El miedo a la enfermedad nos agarrota. Y, al agarrotarnos, nos desvitaliza. Y lo mismo que un nadador agarrotado, con los músculos crispados, envarados, tensos, no aprenderá a nadar hasta que se relaje y consiga unos movimientos flexibles, así un enfermo perderá buena parte de sus energías para combatir la enfermedad si no logra relajar su espíritu y superar esa crispación espiritual que produce el miedo o la rebeldía ingenua frente a la enfermedad.
Pobre del enfermo que no descubra que él tiene en sus manos por lo menos la mitad de su curación o, si ésta fuera imposible, de la forma de llevar su enfermedad lo más vitalmente posible. La alegría interior es la mejor terapia. La paciencia activa vale por varios médicos.
Tendrá también el enfermo que cuidar sus conversaciones sobre la enfermedad. Si la pinta como insoportable cuando se la explica a los amigos, acabará siendo de verdad insoportable. Si, en cambio, sin caer en frases de puro color rosa, sabe decir que su enfermedad es dolorosa o latosa, pero que tiene fuerzas para poder llevarla, él mismo se experimentará tan bien como está diciéndolo. No debe tratar de inspirar compasión, porque acabará necesitándole. Debe difundir curación, e irá curándose o, por lo menos, haciendo llevadero su problema.
Si a todo se añade un entregarse confiadamente en las manos de Dios, entonces, claro, miel sobre hojuelas. Entonces descubrirá que este abandono se toma creador, sanador, iluminador. Porque Dios cura y fortalece a las almas. Y un alma curada es medio cuerpo en vías de curación.
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