sábado, 8 de agosto de 2015

Maestro Eckhart (místico medieval) Sermón XXIX

SERMÓN XXIX(265)
Convescens praecepit eis, ab Ierosolymis ne discederent etc.

Estas palabras que acabo de pronunciar en latín, las leemos en la misa de la Fiesta de
hoy; Nuestro Señor las dijo a sus discípulos cuando estaba por ascender al cielo: «Quedaos
juntos en Jerusalén sin separaros y esperad el cumplimiento de la promesa que os
ha hecho el Padre: que seréis bautizados con el Espíritu Santo luego de estos días que no
son muchos sino [antes bien] pocos» (Cfr. Hechos de los apóstoles 1, 4 a 5).
Nadie puede recibir al Espíritu Santo a no ser que more por encima del tiempo en
[la] eternidad. En las cosas temporales el Espíritu Santo no puede ser ni recibido ni
dado. Cuando el hombre se aparta de las cosas temporales y se vuelve hacia su fuero íntimo,
percibe allí una luz celestial(266) que ha venido del cielo. Se halla por debajo del cielo
y, sin embargo, es del cielo. En esta luz el hombre queda satisfecho, y, sin embargo,
ella es [aún] corpórea; dicen que es materia. Un [trozo de] hierro cuya naturaleza consiste
en caer hacia abajo, se levanta hacia arriba en contra de su naturaleza y se apega a la
piedra imán a causa de la noble influencia que la piedra ha recibido del cielo. Dondequiera
se dirija la piedra, hasta ahí se dirige también el hierro. Lo mismo hace el espíritu:
no se contenta así sin embargo con esa luz; va avanzando siempre por el firmamento
y penetra a través del cielo hasta llegar al espíritu que hace girar al cielo, y debido a la
rotación del cielo reverdece y se cubre de hojas todo cuanto hay en el mundo. Pero el
espíritu aún no está satisfecho si no avanza hasta la cima y la fuente primigenia donde el
espíritu tiene su origen. Este espíritu [= el espíritu humano] comprende de acuerdo con
el número sin número, y semejante número [sin número] no existe en el tiempo de la caducidad.
En la eternidad [en cambio], nadie tiene otra raíz, allí nadie carece de número(267).
Este espíritu tiene que ir más allá de todo número atravesando toda cantidad, y luego
es atravesado por Dios; y así como Él me atraviesa, lo atravieso yo, a mi vez. Dios
conduce a este espíritu al desierto y a la unidad suya allí donde Él es un Uno puro y
[sólo] brota en sí mismo. Este espíritu [ya] no tiene porqué; si tuviera algún porqué
265 En el encabezamiento de uno de los manuscritos se indica que el sermón estaba destinado para la
Fiesta de «La Ascensión de Nuestro querido Señor». El texto bíblico pertenece a la Epístola de ese día.
266 La luz celestial, o sea, la luz del «entendimiento supremo», la «chispita».
267 Se trataría de un número metafísico carente de cantidad. Nadie tiene otra raíz que ese número carente
de cantidad. Véase la explicación detallada en Quint, tomo II p. 76 n. 1.
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[también] debería tener su porqué la unidad. Este espíritu se halla en unidad y en libertad.
Ahora bien, dicen los maestros(268) que la voluntad es tan libre que, a excepción de
Dios, nadie es capaz de someterla. [Pero] Dios no somete a la voluntad sino que la ubica
en la libertad de tal manera que no quiere otra cosa que aquello que es Dios mismo y la
misma libertad. Y el espíritu no puede querer otra cosa fuera de lo que quiere Dios; y
eso no es falta de libertad sino libertad por excelencia.
Pues bien, ciertas personas dicen(269): «Si tengo a Dios y el amor de Dios, puedo hacer
muy bien todo cuanto quiero». Esta palabra la interpretan mal. Mientras eres capaz de
[hacer] cualquier cosa que esté en contra de Dios y de sus mandamientos, no posees el
amor de Dios, por más que engañes al mundo [pretendiendo] que lo tengas. Al hombre
que se halla afianzado en la voluntad y el amor divinos, le resulta placentero hacer todo
cuanto le gusta a Dios y dejar todo cuanto está en contra de Dios; y le resulta tan imposible
dejar de hacer algo que Dios quiere que se haga, como hacer algo que esté en contra
de Dios. Pasa exactamente lo mismo con quien tiene atadas las piernas; tan imposible
como sería para él caminar, tan imposible le sería al hombre afianzado en la voluntad
divina, hacer algo malo. Dijo alguien: Aunque Dios mismo hubiera mandado hacer
[el] mal y huir de [la] virtud, yo no sería capaz de hacer el mal. Pues nadie ama a la virtud
sino aquel que es la virtud misma. El hombre que ha dejado a sí mismo y a todas las
cosas, que no busca nada de lo suyo en cosa alguna y hace todas sus obras sin porqué y
por amor, semejante hombre está muerto para todo el mundo y vive en Dios y Dios en
él.
Hay, empero, gente que dice: «Nos echáis hermosos sermones, mas nosotros no notamos
nada de ello». ¡Yo también me lamento de lo mismo! Este ser(270) es tan noble y tan
universal que no necesitas comprarlo ni por un cuarto ni por medio penique. Ten sin embargo
una disposición recta y una voluntad libre, entonces lo poseerás. El hombre que
ha dejado así a todas las cosas en su ser más bajo y en cuanto son perecederas, las recibe
de vuelta en Dios donde son verdad. Todo cuanto aquí está muerto, vive allí, y todo
cuanto es materia gruesa aquí, allí, en Dios, es espíritu. Es exactamente como si alguien
vertiera agua pura en un recipiente limpio, que fuera completamente puro y límpido, y
lo dejara sin mover; y si luego una persona pusiera [encima] su rostro, lo vería en el fondo
exactamente como es en sí mismo. Esto se debe al hecho de que el agua es pura y
limpia e inmóvil. Lo mismo sucede con todos los hombres que se mantienen libres y
unidos en sí mismos, y, si reciben a Dios en medio de la paz y tranquilidad, deben reci-
268 Cfr. Thomas, S. theol. I q. 105 a. 4.
269 Se refiere a los «hermanos y hermanas del espíritu libre».
270 «Este ser», o sea, el haber muerto para todo el mundo y vivir en Dios.
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birlo también en la discordia e intranquilidad; entonces todo anda perfectamente bien.
Pero si lo aprehenden menos en la discordia e intranquilidad, que en la tranquilidad y la
paz, las cosas andan mal. Dice San Agustín(271): A quien el día le resulta enojoso y el
tiempo se le hace largo, que se dirija hacia Dios donde no hay «tiempo largo» [= tiempo
que dura] y en quien descansan todas las cosas. Aquel que ama a la justicia, será aprehendido
por la justicia y se convertirá en justicia.
Pues bien, dijo Nuestro Señor: «No os he llamado siervos, os he llamado amigos,
porque el siervo no sabe qué es lo que quiere su Señor» (Juan 15,15). También mi amigo
podría saber algo que yo no sabía, por cuanto no querría comunicármelo. Mas Nuestro
Señor dijo: «Todo cuanto he escuchado de mi Padre, os lo he revelado». Me sorprende,
pues, que algunos frailes, que pretenden ser muy doctos y grandes frailes, se contenten
tan pronto y se dejen engañar. Al referirse a la palabra que dijo Nuestro Señor: «Todo
cuanto he escuchado de mi Padre, os lo he revelado»… quieren interpretarla diciendo
que nos ha revelado cuanto nos hace falta para nuestra eterna bienaventuranza, mientras
«estamos en camino». Yo no opino que se deba interpretar así, porque no es verdad.
Dios ¿por qué se hizo hombre? Para que yo mismo naciera como el mismo Dios. Dios
murió para que yo muriera para todo el mundo y todas las cosas creadas. Así hay que interpretar
la palabra pronunciada por Nuestro Señor: «Todo cuanto he escuchado de mi
Padre, os lo he revelado». ¿Qué es lo que el Hijo escucha de su Padre? El padre no puede
sino engendrar, el Hijo no puede sino nacer. Todo cuanto el Padre tiene y cuanto es,
[o sea] la esencia abismal del ser divino y de la naturaleza divina, lo engendra todo en
su Hijo unigénito. Esto es lo que el Hijo escucha del Padre, esto es lo que nos ha revelado
para que seamos [cada uno] el mismo hijo. Todo cuanto tiene el Hijo, o sea, el ser y
la naturaleza, lo tiene de su Padre, para que seamos [cada uno] el mismo hijo unigénito.
[Por otra parte], nadie tiene el Espíritu Santo si no es el hijo unigénito. [Pues], allí donde
se hace espíritu al Espíritu Santo, lo hacen espíritu el Padre y el Hijo; porque esto es
esencial y espiritual. Puedes recibir, por cierto, los dones del Espíritu Santo o la semejanza
con el Espíritu Santo; pero no permanece en tu interior, es inestable. Sucede lo
mismo cuando una persona se ruboriza por vergüenza y [luego] palidece; es un accidente
y pasajero. Mas el hombre que es rubicundo y hermoso por naturaleza, siempre sigue
siéndolo. Así [también] le pasa al hombre que es el hijo unigénito: el Espíritu Santo permanece
en él esencialmente. Por eso está escrito en el Libro de la Sabiduría: «Hoy te he
engendrado» al reflejo de mi luz eterna, en la plenitud y «en la claridad de todos los santos
» (Cfr. Salmos 2,7; 109,3). Lo engendra ahora y «hoy». Ahí se está de parto en la divinidad,
ahí se los «bautiza en el Espíritu Santo» —«ésta es la promesa que les ha hecho
el Padre»—. «Luego de estos días que no son muchos sino pocos»: esto es la «plenitud
271 Augustinus, En. in Ps. 36, Sermo 1 n. 3.
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de la divinidad» (Cfr. Col. 2, 9) donde no hay ni día ni noche; aquello que se halla a
[una distancia de] mil millas, allí se encuentra tan cerca de mí como el lugar donde estoy
parado ahora, allí hay plenitud y magnificencia de toda la divinidad, allí hay unidad.
El alma, mientras percibe [aún] cualquier diferencia, anda mal; mientras todavía hay
algo que mira hacia fuera o hacia dentro, no hay unidad. María Magdalena buscaba a
Nuestro Señor en la tumba, buscaba a un muerto y encontró a dos ángeles vivos; por eso
se sintió aún desconsolada. Entonces dijeron los ángeles: «¿De qué te preocupas? ¿Qué
estás buscando? Un muerto y encuentras a dos vivos». Entonces dijo ella: «Justamente
esto es mi desconsuelo que yo encuentre a dos y, sin embargo, busco a uno solo». (Cfr.
Juan 20,11 ss.).
Mientras [aún] es posible que alguna diferencia de cualquier cosa creada mire al interior
del alma, ella sentirá aflicción. Digo, como ya he dicho a menudo: Donde el alma
tiene su ser natural creado, allí no hay verdad. Digo que hay algo por encima de la naturaleza
creada del alma. Mas, algunos frailes no comprenden que pueda haber algo tan
afín a Dios y tan uno [con Él]. No tiene nada en común con nada. Todo lo creado o creable
no es nada; pero a aquello le resulta alejado y extraño toda índole de creado y creable.
Es uno solo en sí mismo que no recibe nada desde fuera de sí mismo.
Nuestro Señor ascendió al cielo por encima de toda luz y de todo conocimiento y de
toda comprensión. El hombre que es llevado así por encima de toda luz, mora en [la]
eternidad. Por eso dice San Pablo: «Dios mora en una luz a la cual no hay acceso» (Cfr.
1 Timoteo 6,16), y que es, en sí misma, un puro Uno. Por eso el hombre debe estar mortificado
y completamente muerto y no ser nada en sí mismo, enteramente despojado de
toda igualdad y ya no ser igual a nadie, entonces es verdaderamente igual a Dios. Porque
ésta es la peculiaridad de Dios y su naturaleza: que es sin par y no igual a nadie.
Que Dios nos ayude para que seamos de tal manera uno en la unidad que es Dios
mismo. Amén.
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