lunes, 26 de septiembre de 2016

“Cuando el cuerpo nos vuelve hacia sus cauces” (una reflexión otoñal ante las tumbas de los seres queridos) 26092016

“Cuando el cuerpo nos vuelve hacia sus cauces”
(una reflexión otoñal ante las tumbas de los seres queridos)


Hace poco tiempo leí  un comentario al poema de uno de mis preferidos poetas rusos contemporáneos, el poeta decía que “a pesar de todas las calamidades históricas existe Dios y su inabarcable verdad”. El comentario era lacónico e imponente: “¿Y quién permitió a Auschwitz?”. Es una de las preguntas a la que nadie puede contestar, por lo menos honestamente y sin divagaciones baratas, porque aquí tocamos al abismo. Lo único que puedo decir es que la ausencia de la fe en Dios no hace históricamente imposible a ningún Dahau o Auschwitz. Pero creer o no creer es un asunto personal. ¿Maximiliano Kolbe sentía el miedo ante la muerte? ¿O el ángel de Dahau Padre Engelmar Unzeitig? Sin duda, todos lo sienten, hasta el Cristo sudaba con sangre y pedía “apartar a este cáliz, si sea posible”. Pero todos beben  este cáliz y todos sudan con su sangre: muriendo de una dura enfermedad, en una cámara de gas o de disparos de ametralladora. A todos nosotros espera este momento de soledad y de abandono, porque la propia muerte es siempre el apartamiento de Dios, por el mero hecho de una irrupción de la inexistencia.


Toda la vida nosotros recibimos a la gracia y a la apertura de Dios, solo deberíamos estar dispuestos a aceptar al Don, siendo ya salvados y redimidos. En la cárcel más duro, en el campo de concentración o en el lecho de un enfermo terminal siempre está presente la gracia divina, sea ella un rayo del sol o una esperanza de quedarse vivo. En todo movimiento humano vive y actúa Dios, y no como algo externo, sino como un motor interior, según Santo Tomás de Aquino, interpretado por Karl Rahner (“La recepción de santo Tomás de Aquino” en La fe en tiempo de invierno). Pero llega el momento cuando el movimiento se para y el campo se queda congelado hasta la primavera pascual. En este momento más trágico de la vida ya no hay ni revelación, ni ninguna descendencia del cielo, sino nosotros mismos debemos revelarnos ante el Señor, mostrar ante su Rostro todo lo que se quedó recibido de Él durante nuestra vida. A veces pienso que en este consiste el verdadero sentido del Juicio Final, sin detalles mitológicos.

Todos somos unos ladrones crucificados, pero en este momento se decide que ladrón eres: él que va detrás del suspiro del Cristo o él que rechaza este camino encerrándose en sus sufrimientos y rencores. “¿Por qué no bajarás de esta cruz, si eres el Hijo del Dios?”. Porque así Cristo dejará ser un Hijo del Hombre y será vana toda la encarnación y toda la salvación divina. Se puede negar al Dios, pero cruz y Dahau no dejarán de existir por ello. Se trata de dar a esta última soledad y al abandono el otro sentido: de la prueba, del paso, de una trasformación. ¿En qué consiste la victoria sobre la muerte? En una idea igual de complicada que sencilla: existe algo más importante que esta vida que ahora yo voy a perder. ¡Mira, Padre, en estos “que no saben lo que hacen”! Ellos son más importantes que yo. O hay un padre de familia en la cola a la cámara de gas y su vida vale más que la mía. Todo el hombre que muere por la justicia, por la libertad, defendiendo a su Patria va por este camino, siendo creyente o no. Como dijo un príncipe a sus caballeros: “La derrota será deshonra para nuestra tierra, mejor ser los honrados muertos que los vivos deshonrados”. Fe, honor, libertad son siempre relacionados con los demás, referidos a ellos. Nadie defiende a su Patria para sí mismo, nadie lucha por la libertad en el sentido meramente individualista. Por esta libertad de egoísmo no mueren y no es una libertad verdadera.


Recuerdo como abandonaron la vida mis seres queridos. Mi abuela siempre tenía un cierto presentimiento de su futuro y sobre todo de su muerte. Ella era una sencilla ama de casa jubilada: ni restaurantes, ni banquetes, nunca celebraba sus cumpleaños. Su pelo era corto y blanco, ella no iba en peluquería, andaba en un eterno delantal por encima del viejo vestido y en zapatillas casi ortopédicas. De repente y para el asombro de todos ella organizó una gran fiesta de su aniversario septenario, invitando a todos los amigos y parientes. La encontraron muy guapa: el pelo arreglado, un nuevo vestido con encajes, los zapatos de salón. Agradeció a todos y murió dos días después por la causa del tercer infarto. Los dolores deberían empezarse antes y ella ya sabía adónde va a llegar. “Sabes, cuando te duele el corazón, tú te sientas absolutamente sola y te da miedo. Piensas: “Ahora esta cosa va a parar y todo se acabo”. Este era su cáliz. Pero más le importaban los demás y ella quería, a pesar del dolor, quedarse en su memoria bella, alegre y agradecida, diciendo a todos como les ama. El miedo no derrumbó a la persona que iba a comprar nuevos zapatos por primera vez en diez años cinco días antes de su muerte. La enterraron en ellos y ella sabía que esto iba a ser así.


Mi padre murió de cáncer, desnutrido y desgastado por la quimioterapia tardía. Los últimos días él ya solo dormía, pensaba y no hablaba con nadie. Prefería estar solo. Hablar le costaba: le ahogaba la tos y le faltaba el aire. Una vez me llamó por la noche: “Ahí está un libro en el armario. Son recuerdos de un sacerdote. Dalo a mi hermana. Ahí hay una carta, su hijo murió de enfermedad y la escribió a su padre”. Mi primo falleció en un trágico accidente hace dos años, su madre estaba desolada. En el libro un niño de nueve años escribía: “Mama y papa, no llorad por mí, porque así me vais a entristecer en la casa del Señor. Voy con fe y esperanza”. –“¿Papa, tu vas con fe y esperanza?”. Me contestó con irritación: “No soy un monaguillo de nueve años. Ya he pedido sacar de mi habitación todo láudano con iconillos. Yo no voy con nada. Pero a ella le va a ir bien esta carta. ¡Vete ya!”. Y ella sí que necesitaba este texto, lo leía y releía: “Él siempre fue tan seco. ¿Cómo sabía encontrar a estas palabras?”. Parece que él en sus últimos momentos no pensaba solo sobre su sed o la falta del aire, sino sobre un dolor que le parecía más importante que el suyo.

Todo esto me recuerda a unos mensajes de teléfonos de este avión que ya iba a estrellarse en las Torres Gemelas: “Que seas feliz, querido hijo”; “Sobre vosotros mis últimos pensamientos”; “Te amo, Sally, y voy a estar contigo siempre. Ellos no harán nada con esto”. Y todo esto pasa, si volvemos al soneto de Jaime Gil de Biedma que dio el nombre a esta reflexión, no en un momento lucido y celeste, sino cuando:

…gritar apenas pudo:
las nubes, como pan morenas,
le arrebataron en descendimiento.
Cuando ya no, cuando la torrentera.
Una torre clamando se derrumba.
Rompe mejor la voz contra las fauces.
Cuando saben los dientes a madera,
cuando el lecho se vuelve hacia la tumba,
cuando el cuerpo nos vuelve hacia sus cauces.
“Dale este libro”; “Os he reunido para decir que os amo”; “Nosotros igual estaremos juntos”. Cuerpo vuelve a sus cauces de la creación primera, pasando a través de la oscuridad de la noche, guiado por el amor.


Fotos: Maximiliano Kolbe, Engelmar Unzeitig

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