miércoles, 14 de septiembre de 2016

CURSO “EL HOMBRE NUEVO” (EL DOLOR Y EL GOZO, DOS CARAS DE UNA MISMA REALIDAD ) (HN-30)

EL  DOLOR  Y  EL  GOZO,  DOS  CARAS  DE  UNA  MISMA  REALIDAD     (HN-30)


Leídos los resúmenes anteriores, podría parecer que se está haciendo un elogio al dolor; pero no se trata de esto: el dolor por el dolor no tiene sentido y sería una forma más de promover la frontera de la pequeñez. Estamos hablando del sufrimiento como algo que nunca se queda encerrado en sí mismo, tal como ocurre con cualquier semilla que muera en el surco; pues desde el mismo momento de morir ya está comenzando a producir cosecha. Y lo mismo pasa con la cruz del calvario: pues si la viésemos como encerrada en sí misma nos parecería que carece de sentido, cuando la realidad es que está naciendo de ella (y en todo momento) “la resurrección”. Sería un error teológico valorar el Viernes Santo solo por la muerte de Jesús, pues Jesús-Cristo no muere para morir sino para resucitar: pues la resurrección es la explicación de la muerte. Lo mismo sucede con el dolor y la muerte del hombre. Recordemos una frase de nuestro refranero popular: “nuestro gozo en un pozo”. Aplicable también ahora, con tal que la entendamos en su sentido cristiano y profundo: cada gozo sale de un “pozo”, lleno este  de imperfecciones. Y esto es lo que trata de expresar nuestra fiesta de Pascua de Resurrección: Que cada finito humano al irse destruyendo/convirtiendo dentro de sus pozos y durante toda su vida, va abriéndole paso al infinito que está viniendo (va abriéndoles paso a los gozos de infinito cosechados en los pozos/carencias personales); y por esto, y sin yo saberlo, lo que yo más deseo es mi propia transformación/destrucción: simplemente por desear mi total maduración. Y esta es la paradoja en la que nos estamos moviendo, y la única que nos permite una cierta explicación (tanto del sufrimiento, como del mal y de Dios); aun a sabiendas de que ésta no es aún la explicación total, y que debemos seguir avanzando. Generalmente lo desconocido, lo misterioso, una vez que está bien explicado deja de ser tal misterio; pero en nuestro caso, si ahora alguno creyera que ha entendido completamente la exposición que venimos haciendo, sería precisamente por todo lo contrario: ya que no sabemos explicarlo suficientemente bien. En efecto yo puedo intuir, o creer ver, que en mi desintegración –allá en el saneado de lo más hondo de mis pozos llenos de imperfección– es donde comienza mi resurrección; pero también puede suceder, y sucede, que algún pozo sea tan oscuro para mí que su propia negrura no me deje ver nada: y es aquí cuando, en este pozo y para mí, sucede “la no explicación”. Por tanto, esta es la doble alternativa que se le presenta al hombre ante el tema del dolor: que pueda intuir, a través del mismo sufrimiento, que hay luz al final del túnel; o que, por el contrario, se vea cada vez más inmerso en la oscuridad de ese pozo y en su dolor sin fin, sin que pueda intuir explicación alguna. Lo que queremos anunciar con esto es: Dios también interviene, y con más cercanía si cabe, en aquellas situaciones de desgarro profundo para las que no vemos explicación alguna. Como por ejemplo: la muerte de Cristo, el sufrimiento y la muerte de inocentes, o mi dolor y fracaso demoledor en... Todo esto hace que me pregunte: ¿qué sentido tiene el dolor? ¿no se podría pasar sin ello? ¿y si yo fuera capaz de dar sentido a este sin-sentido? Adelantemos algo: Cuando no veas sentido alguno, cuando no entiendas nada, es que estás en “el agujero profundo del pozo”; y como a través de los pozos se cosecha gozo del infinito (encarnación de Dios), estar en “el agujero profundo del pozo” es estar aún más cerca del infinito sin saberlo. Si miramos esto solo con la razón, sólo podremos entender como soportable ese dolor que nos permite ver alguna luz al fondo; pero “no entenderemos” que sea precisamente el dolor oscuro, el dolor sin sentido del que estamos hablando, el que nos pueda traer más futuro.  Si bien, justo este “no entender” es el que nos va a permitir acercarnos a la mística de “la nube del no saber” (del siglo XV); es el que nos va a permitir ver –justo desde dentro del pozo y a pesar de la oscuridad del mismo– cómo el vaso que contiene mi finito comienza a agrietarse según se va llenando de infinito. En cambio, si continuásemos por la razón diríamos: como esto no tiene sentido, es que Dios no nos empuja al encarnarse. Y con esto no solo estaríamos negando el infinito que nos empuja sino que, al hacerlo, le estaríamos cerrando la puerta (y lo asombroso es que se la podemos cerrar porque somos libres); pero debemos ser conscientes que también se la estaríamos cerrando a la esperanza total. Para evitar todo esto dejaremos el racionalismo y profundizaremos por el “no saber” de los místicos, como la mejor forma de saber. Es verdad que el racionalismo ha sido una excelente conquista del hombre, pero decir hoy que sólo es real lo racional es un desfase y una pobreza. Sucede como con las palabras: son una riqueza, porque nos entendemos gracias a ellas; pero resulta que cuando no nos entendemos también es por culpa de ellas. O sea, como siempre la paradoja de todo lo humano.   

La ambivalencia de la palabra nos coloca en situación de oscilación, entre el Yin y el Yang, donde lo verdadero sólo se puede decir por suma de contrarios en oscilación. Como en el “ya, pero todavía no”; en el que yo todavía no soy Yo, pero ya voy siendo cada vez más Yo.  La realidad es ambivalente y la vida una constante tensión –una pulsión, como decía Freud– entre amor y muerte, entre dolor y gozo; y cuando más dolorosamente experimentemos la realidad, más cerca estaremos de su cogollo. El dolor y el gozo son dos caras de una misma realidad: tanto si brilla esta como gozo o si lo hace como dolor y oscuridad.  Dios tiene una cara brillante que nos llena de gozo y también una cara oscura que nos llena de dolor, pero es el mismo Dios. Aunque quizá sea más Dios por la cara que desconocemos –según decía Santo Tomás– que por la cara que conocemos. Cuando yo tengo un dolor que entiendo –que me cabe en mi pequeña cabeza– veo la cara blanca de Dios, y cuando tengo otro dolor que no entiendo –que al ser enorme no me cabe– veo la cara negra de Dios; y es precisamente por ésta parte –por la de mi no entender, que es mayor que mi entender–  por donde Dios es más Dios; y es por esta cara oscura de Dios, por la que me llega más infinito que por la parte que entiendo. El no entender –y justamente por la grandeza de lo que deseamos entender–, nos duele; precisamente porque estamos deseando entender desde nuestra frontera de mayor pequeñez: desde nuestra razón. Cuando algo nos desafía –como muchas cosas de este siglo XXI– lo percibimos por la razón, y desde nuestro racionalismo exacerbado decimos: ¡No, lo que no cabe en el vaso de agua no es agua, y además no existe! Y de esta forma nos privamos de un sin fin de cosas: de infinidad de peces que viven en el agua infinita, pero que negamos y tiramos fuera por el solo hecho de no caber en mi vaso. Lo ideal sería que la razón pudiera pensar globalmente, con un: Acepto, tanto lo que entiendo como lo que no entiendo; tanto lo que me cabe como lo que no me cabe. Esto supondría reconocer nuestra pequeñez, y a la vez estaría afirmando nuestra grandeza; es decir, acepto que lo que yo no entiendo ahora pueda ser entendido en otra dimensión. Esta es la vertiente que se nos está abriendo para el futuro, y a esto tenemos que ir: al corazón, al sentimiento, a la vibración... la empatía, la telepatía, la simpatía...; a todas estas dimensiones que van apareciendo y vamos integrando, poco a poco, gracias al lado femenino del hombre tan descuidado hasta ahora. Por tanto, ya estamos entrando en un mundo nuevo donde comienza a desvelarse la gran realidad.  Un mundo nuevo, en el que captar y sentir a Dios como realidad total sea captarlo como blanco y negro a la vez: donde seamos capaces de afirmarlo y negarlo, no solo por la cara que nos gusta sino también por la que no nos gusta. Esta es la infinitud que todavía no somos, pero que ya atisbamos porque pretendemos comprenderla.

Si esto es así tenemos que aprender a educarnos, a nosotros mismos y a los demás, en esta perspectiva. Y, ¿quién sacará al hombre del error de confundir lo infinito que desea con lo finito que posee? Sólo una cosa, la experiencia dolorosa de que lo que posee no le basta; o sea, las despedidas que casi siempre vienen con dolor. En cambio, cuando eres feliz tienes tendencia a quedarte quieto; y por eso Cristo nos advierte: los ricos –los que tienen los graneros llenos y se bastan con ello– difícilmente entrarán en el Reino de los Cielos. Esta forma de ver y de pensar hay que educarla, y no solemos hacerlo. En otros tiempos sí lo vieron y lo lograron, aunque es de suponer que nosotros llegaremos a conseguirlo mejor. Hay que educar en el sufrimiento, pues es fundamental, pero no para el sufrimiento como meta en sí mismo. Hay que decirle a todo hombre que esta vida es una constante desinstalación, y que esto duele. Por tanto educar a un niño en la idea del no esfuerzo y de que lo atractivo es instalarse, es  llevarle a la pequeñez y mantenerle allí. Si aprendemos y enseñamos que cualquier cosa que suceda en la vida siempre es provisional, entonces leeremos el dolor de otra manera. También hay que decir que, al no tener valor por sí mismo el sufrimiento, no hay por qué inventarse sufrimientos; pero sí hay que instruir sobre la forma de enfocar los que nos toquen.

Si entendemos el Evangelio y la vida de Jesús-Cristo como un llegar-volver al Ser del hombre, las cosas se nos aclaran inmediatamente. Cristo es el Hombre total, y si lo es y sufrió tenemos que admitir que el sufrimiento nos devuelve a ser hombres. El sufrimiento pertenece a la condición humana y, por tanto, cuanto más perfecto es el hombre más sufre; más le duele el mal y la injusticia

Desde la perfección se entienden mejor las formas de instalación humana y el daño que originan: tanto al que se instala como a las víctimas que crea este a su alrededor. Y esto es lo que pasa en la muerte de Cristo (que fue víctima no solo de los instalados en la religión y el poder, sino víctima también de su propia desinstalación): Porque Cristo se despidió hasta tal punto de los apoyos humanos, que Dios le resucitó.

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