Un desafío: salvaguardar la unidad de la
familia humana
2019-11-10
Existe
el peligro real de que la familia humana se bifurque en dos. Una, la de
aquellos que se benefician de los avances tecnológicos de la biotecnología y
nanotecnología y disponen de todos los medios posibles de vida y de
bienestar, cerca de mil seiscientos millones de personas, pudiendo prolongar
la vida hasta los 120 años, según corresponde a la edad posible de las
células. Y la otra humanidad, los más de cinco mil cuatrocientos millones
restantes, barbarizados, entregados a su suerte, pudiendo vivir como mucho
hasta los 60-70 años con las tecnologías convencionales, en un cuadro
perverso de pobreza, miseria y exclusión.
Este
foso proviene del horror económico producido en la escena histórica por la
dominación del capital globalizado, especialmente del especulativo, bajo la
regencia cruel del neoliberalismo radical. Considerándose triunfante frente
al socialismo real, cuyo derrocamiento se dio a finales de los años 80, aquel
ha exacerbado sus principios: la competición, el individualismo, la
privatización, la difamación de todo tipo de política, y la satanización del
Estado, reducido al mínimo. Cerca de 200 megacorporaciones, cuyo poder
económico equivale al de 182 países, dirigen, junto con los organismos del orden
capitalista como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del
Comercio, la economía mundial según el principio de la competición, sin el
más mínimo sentido de cooperación ni de respeto ecológico hacia la
naturaleza. Todo se ha vuelto mercancía, desde el sexo a la religión, en un
deseo de acumulación desenfrenada de riquezas y servicios a costa de la
devastación de la naturaleza y de la precarización ilimitada de los puestos
de trabajo.
El
peligro consiste en que los muy ricos creen un mundo sólo para ellos, que
rebajen los derechos humanos a una necesidad humana que debe ser atendida por
los mecanismos del mercado (por lo tanto sólo tiene derechos quien paga y no
quien es simplemente una persona humana), que hagan de los diferentes desiguales
y de los desiguales no semejantes, a los cuales se les niega prácticamente la
pertenencia a la especie humana. Son otra cosa, aceite quemado, ceros
económicos.
En
Occidente, que hegemoniza el proceso de globalización, la idea de igualdad
nunca triunfó políticamente: Quedó limitada al discurso religioso-cristiano,
de contenido idealista. Ese déficit de una cultura igualitaria favorece la
bifurcación de la familia humana. Puede triunfar una edad de las tinieblas
mundial que se abatiría sobre toda la humanidad. Sería volver a la barbarie.
El
desafío a ser enfrentado es hacer todo lo necesario para mantener la unidad
de la familia humana, habitando la misma Casa Común. Todos somos Tierra,
hijos e hijas de la Tierra, y para los cristianos, hemos sido creados a
imagen y semejanza del Creador, hemos sido hechos hermanos y hermanas de
Cristo y templos del Espíritu. Todos tienen derecho a ser incluidos en esta
Casa Común y a participar de sus dones.
Para
dar cuerpo a este desafío necesitamos una ética humanitaria distinta, que
implica rescatar los valores ligados a la solidaridad, la empatía y la
compasión. Es importante recordar que fue la solidaridad/cooperación la que
permitió a nuestros antepasados, hace algunos millones de años, dar el salto
de la animalidad a la humanidad. Cuando salían a recolectar alimentos no los
comían individualmente, como hacen los animales, sino que reunían los frutos
y la caza, los llevaban a su grupo de iguales y los repartían solidariamente
entre todos. De este gesto primordial nació la sociabilidad, el lenguaje y la
singularidad humana. Será todavía la solidaridad irrestricta, a partir de
abajo, la compasión que se sensibiliza ante el sufrimiento del otro y de la
Madre Tierra, la que garantizará el carácter humano de nuestra identidad y de
nuestras prácticas. Vergonzosamente, fue eso lo que les faltó a los grandes
acreedores internacionales, que, ante la tragedia del tsunami del sudeste
asiático, no perdonaron los 26 mil millones de deuda de aquellos países
flagelados. Solamente pospusieron un año el pago.
Sin
el gesto del buen samaritano que se inclina sobre los caídos a la vera del
camino o la voluntad de infinita compasión del bodhisatwa, que renuncia a
penetrar en el nirvana por amor a la persona que sufre, al animal quebrantado
o al árbol reseco, difícilmente haremos frente a la inhumanidad cotidiana que
se está naturalizando a nivel brasilero y mundial.
En
la perspectiva de los astronautas, de aquellos que tuvieron el privilegio de
ver la Tierra desde fuera de la Tierra, Tierra y Humanidad forman una sola
entidad, compleja pero una. Ambas están ahora amenazadas. Ambas tienen un
mismo destino común y se enfrentan juntas al futuro. Su salvaguarda
constituye el contenido principal de un sueño ancestral: todos sentados a la mesa,
en una inmensa comensalidad, disfrutando de los frutos de la buena y generosa
Madre Tierra.
Si
el cristianismo, y los demás caminos espirituales, no ayudan a realizar este
sueño y no llevan a las personas a concretarlo, no habremos cumplido la
misión que el Creador nos reservó en el conjunto de los seres, que es la de
ser el ángel bueno y no el satán de la Tierra. No habremos escuchado ni
seguido a Aquel que dijo: “Vine a traer vida y vida en abundancia” (Jn
10,10).
Es
importante que tomemos conciencia de nuestra responsabilidad, sabiendo que
ninguna preocupación es más fundamental que cuidar de la única Casa Común que
tenemos y lograr que toda la familia humana, superando las contradicciones
que existen siempre, pueda vivir unida dentro de ella con un mínimo de
cuidado, de solidaridad, de hermandad, de compasión y de reverencia ante el
Misterio de todas las cosas, que producen la discreta felicidad durante el
corto tiempo que nos es concedido pasar por este pequeño, bello y radiante
Planeta.
¿Una
utopía? Sí, pero necesaria si queremos sobrevivir.
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