VI. AGENTES DE LA
EVANGELIZACIÓN
La Iglesia entera es misionera
59. Si hay hombres que proclaman en el
mundo el Evangelio de salvación, lo hacen por mandato, en nombre y
con la gracia de Cristo Salvador.
"¿Cómo predicarán si no son enviados?" (81), escribía el que fue sin
duda uno
de los más grandes evangelizadores. Nadie
puede hacerlo, sin haber sido enviado.
¿Quién tiene, pues, la misión de
evangelizar?
El Concilio Vaticano II ha dado una
respuesta clara: "Incumbe a la Iglesia por mandato divino ir por todo el
mundo y anunciar el Evangelio a toda
creatura" (82). Y en otro texto afirma: "La Iglesia entera es
misionera, la
obra de evangelización es un deber
fundamental del pueblo de Dios" (83).
Hemos recordado anteriormente esta
vinculación íntima entre la Iglesia y la evangelización. Cuando la Iglesia
anuncia el reino de Dios y lo construye,
ella se implanta en el corazón del mundo como signo e instrumento de ese
reino que está ya presente y que viene. El
Concilio ha recogido, porque son muy significativas, estas palabras de
San Agustín sobre la acción misionera de
los Doce: "predicando la palabra de verdad, engendraron las Iglesias"
(84).
Un acto eclesial
60. La constatación de que la Iglesia es
enviada y tiene el mandato de evangelizar a todo el mundo, debería
despertar en nosotros una doble
convicción.
Primera: evangelizar no es para nadie un
acto individual y aislado, sino profundamente eclesial. Cuando el más
humilde predicador, catequista o Pastor,
en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña
comunidad o administra un sacramento, aun
cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia y su gesto se
enlaza mediante relaciones institucionales
ciertamente, pero también mediante vínculos invisibles y raíces
escondidas del orden de la gracia, a la
actividad evangelizadora de toda la Iglesia. Esto supone que lo haga, no
por una misión que él se atribuye o por
inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su
nombre.
De ahí, la segunda convicción: si cada
cual evangeliza en nombre de la Iglesia, que a su vez lo hace en virtud de un
mandato del Señor, ningún evangelizador es
el dueño absoluto de su acción evangelizadora, con un poder
discrecional para cumplirla según los
criterios y perspectivas individualistas, sino en comunión con la Iglesia y sus
Pastores.
La Iglesia es toda ella evangelizadora,
como hemos subrayado. Esto significa que para el conjunto del mundo y
para cada parte del mismo donde ella se
encuentra, la Iglesia se siente responsable de la tarea de difundir el
Evangelio.
La perspectiva de la Iglesia universal
61. Llegados a este punto de nuestra
reflexión nos detenemos con vosotros, hermanos e hijos, sobre una cuestión
particularmente importante en nuestros
días.
En su celebración litúrgica, en su
testimonio ante los jueces y los verdugos, en sus textos apologéticos, los
primeros cristianos manifestaban
gustosamente su fe profunda en la Iglesia, indicándola como extendida por todo
el universo. Tenían plena conciencia de
pertenecer a una gran comunidad que ni el espacio ni el tiempo podían
limitar: "Desde el justo Abel hasta
el último elegido" (85), "hasta los extremos de la tierra" (86),
"hasta la
consumación del mundo" (87).
Así ha querido el Señor a su Iglesia:
universal, árbol grande cuyas ramas dan cobijo a las aves del cielo (88), red
que recoge toda clase de peces (89) o que
Pedro saca cargada de 153 grandes peces (90), rebaño que un solo
pastor conduce a los pastos (91). Iglesia
universal sin límites ni fronteras, salvo, por desgracia, las del corazón y
del espíritu del hombre pecador.
La perspectiva de la Iglesia particular
62. Sin embargo, esta Iglesia universal se
encarna de hecho en las Iglesias particulares, constituidas de tal o cual
porción de humanidad concreta, que hablan
tal lengua, son tributarias de una herencia cultural, de una visión del
mundo, de un pasado histórico, de un
substrato humano determinado. La apertura a las riquezas de la Iglesia
particular responde a una sensibilidad
especial del hombre contemporáneo.
Guardémonos bien de concebir la Iglesia
universal como la suma o, si se puede decir, la federación más o menos
anómala de Iglesias particulares
esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la Iglesia, universal
por
vocación y por misión, la que, echando sus
raíces en la variedad de terrenos culturales, sociales, humanos, toma
en cada parte del mundo aspectos,
expresiones externas diversas.
Por lo mismo, una Iglesia particular que
se desgajara voluntariamente de la Iglesia universal perdería su referencia
al designio de Dios y se empobrecería en
su dimensión eclesial. Pero, por otra parte, la Iglesia "difundida por
todo
el orbe" se convertiría en una
abstracción, si no tomase cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias
particulares. Sólo una atención permanente
a los dos polos de la Iglesia nos permitirá percibir la riqueza de esta
relación entre la Iglesia universal e
Iglesias particulares.
Adaptación y fidelidad de lenguaje
63. Las Iglesias particulares
profundamente amalgamadas, no sólo con las personas, sino también con las
aspiraciones, las riquezas y límites, las
maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen
a tal o cual conjunto humano, tienen la
función de asimilar lo esencial del mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la
menor traición a su verdad esencial, al
lenguaje que esos hombres comprenden, y, después de anunciarlo en ese
mismo lenguaje.
Dicho trasvase hay que hacerlo con el
discernimiento, la seriedad, el respeto y la competencia que exige la
materia, en el campo de las expresiones
litúrgicas (92), de las catequesis, de la formulación teológica, de las
estructuras eclesiales secundarias, de los
ministerios. El lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o
literario cuanto al que podría llamarse
antropológico y cultural.
El problema es sin duda delicado. La
evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia, si no toma en
consideración al pueblo concreto al que se
dirige, si no utiliza su "lengua", sus signos y símbolos, si no
responde a
las cuestiones que plantea, no llega a su
vida concreta. Pero, por otra parte, la evangelización corre el riesgo de
perder su alma y desvanecerse, si se vacía
o desvirtúa su contenido, bajo pretexto de traducirlo; si queriendo
adaptar una realidad universal a un
espacio local, se sacrifica esta realidad y se destruye la unidad sin la cual
no
hay universalidad. Ahora bien, solamente
una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y demuestre
que es de hecho universal puede tener un
mensaje capaz de ser entendido por encima de los límites regionales, en
el mundo entero.
Una legítima atención a las Iglesias
particulares no puede menos de enriquecer a la Iglesia. Es indispensable y
urgente. Responde a las aspiraciones más
profundas de los pueblos y de las comunidades humanas de hallar cada
vez más su propia fisonomía.
Apertura de la Iglesia universal
64. Pero este enriquecimiento exige que
las Iglesias locales mantengan esa clara apertura a la Iglesia universal.
Hay que notar bien, por lo demás, que los
cristianos más sencillos, más evangélicos, más abiertos al verdadero
sentido de la Iglesia, tienen una
sensibilidad espontánea con respecto a esta dimensión universal; sienten
instintiva y
profundamente su necesidad; se reconocen
fácilmente en ella, vibran con ella y sufren en lo más hondo de sí
mismos cuando, en nombre de teorías que
ellos no comprenden, se les quiere imponer una iglesia desprovista de
esta universalidad, iglesia regionalista,
sin horizontes.
Por otra parte, como demuestra la
historia, cada vez que tal o cual Iglesia particular, a veces con las mejores
intenciones, con argumentos teológicos,
sociológicos, políticos o pastorales, o también con el deseo de una cierta
libertad de movimiento o de acción, se ha
desgajado de la Iglesia universal y de su centro viviente y visible, muy
difícilmente ha escapado -si es que lo ha
logrado- a dos peligros igualmente graves: peligro, por una parte, de
aislamiento esterilizador y también, a
corto plazo, de desmoronamiento, separándose de ella las células, igual que
ella se ha separado del núcleo central; y,
por otra parte, peligro de perder su libertad cuando, desgajada del
centro y de las otras Iglesias que le
comunicaban fuerza y energía, se encuentra abandonada, quedando sola frente
a las fuerzas más diversas de servilismo y
explotación.
Cuanto más ligada está una Iglesia
particular por vínculos sólidos a la Iglesia universal -en la caridad y la
lealtad,
en la apertura al Magisterio de Pedro, en
la unidad de la Lex orandi, que es también Lex credendi, en el deseo
de unidad con todas las demás Iglesias que
componen la universalidad-, tanto más esta Iglesia será capaz de
traducir el tesoro de la fe en la legítima
variedad de expresiones de la profesión de fe, de la oración y del culto, de
la vida y del comportamiento cristianos,
del esplendor del pueblo en que ella se inserta. Tanto más será también
evangelizadora de verdad, es decir, capaz
de beber en el patrimonio universal para lograr que el pueblo se
aproveche de él, así como de comunicar a
la Iglesia universal la experiencia y la vida de su pueblo, en beneficio de
todos.
El inalterable depósito de la fe
65. Precisamente en este sentido quisimos
pronunciar, en la clausura del Sínodo, una palabra clara y llena de
paterno afecto, insistiendo sobre la
función del Sucesor de Pedro como principio visible, viviente y dinámico de la
unidad entre las Iglesias y,
consiguientemente, de la universalidad de la única Iglesia (93). Insistíamos
también
sobre la grave responsabilidad que nos
incumbe, que compartimos con nuestros hermanos en el Episcopado, de
guardar inalterable el contenido de la fe
católica que el Señor confió a los Apóstoles: traducido en todos los
lenguajes, revestido de símbolos propios
en cada pueblo, explicitado por expresiones teológicas que tienen en
cuenta medios culturales, sociales y
también raciales diversos, debe seguir siendo el contenido de la fe católica
tal
cual el Magisterio eclesial lo ha recibido
y lo transmite.
Tareas diferenciadas
66. Toda la Iglesia está pues llamada a
evangelizar y, sin embargo, en su seno tenemos que realizar diferentes
tareas evangelizadoras. Esta diversidad de
servicios en la unidad de la misma misión constituye la riqueza y la
belleza de la evangelización. Recordemos
estas tareas en pocas palabras.
En primer lugar, séanos permitido señalar
en las páginas del Evangelio la insistencia con la que el Señor confía a
los Apóstoles la función de anunciar la
Palabra. El los ha escogido (94), formado durante varios años de intimidad
(95), constituido (96) y mandado (97) como
testigos y maestros autorizados del mensaje de salvación. Y los
Doce han enviado a su vez a sus sucesores
que, en la línea apostólica, continúan predicando la Buena Nueva.
El Sucesor de Pedro
67. El Sucesor de Pedro, por voluntad de
Cristo, está encargado del ministerio preeminente de enseñar la verdad
revelada. El Nuevo Testamento presenta
frecuentemente a Pedro "lleno del Espíritu Santo", tomando la palabra
en
nombre de todos (98). Por eso mismo San
León Magno habla de él como de aquel que ha merecido el primado
del apostolado (99). Por la misma razón la
voz de la Iglesia presenta al Papa "en su culmen -in apice, in
specula-, del apostolado" (100). El
Concilio Vaticano II ha querido subrayarlo, declarando que "el mandato de
Cristo de predicar el Evangelio a toda
criatura (cf. Mc. 16, 15) se refiere ante todo e inmediatamente a los
obispos con Pedro y bajo la guía de
Pedro" (101).
La potestad plena, suprema y universal (102)
que Cristo ha confiado a su Vicario para el gobierno pastoral de su
Iglesia, consiste por tanto especialmente
en la actividad, que ejerce el Papa, de predicar y de hacer predicar la
Buena Nueva de la salvación.
Obispos y Sacerdotes
68.
Unidos al Sucesor de Pedro, los obispos, sucesores de los Apóstoles, reciben en
virtud de su ordenación
episcopal, la autoridad para enseñar en la
Iglesia la verdad revelada. Son los maestros de la fe.
A los obispos están asociados en el
ministerio de la evangelización, como responsables a título especial, los que
por la ordenación sacerdotal obran en
nombre de Cristo (103), en cuanto educadores del pueblo de Dios en la fe,
predicadores, siendo además ministros de
la Eucaristía y de los otros sacramentos.
Todos nosotros, los Pastores, estamos pues
invitados a tomar conciencia de este deber, más que cualquier otro
miembro de la Iglesia. Lo que constituye
la singularidad de nuestro servicio sacerdotal, lo que da unidad profunda
a la infinidad de tareas que nos solicitan
a lo largo de la jornada y de la vida, lo que confiere a nuestras actividades
una nota específica, es precisamente esta
finalidad presente en toda acción nuestra: "anunciar el Evangelio de
Dios" (104).
He ahí un rasgo de nuestra identidad, que
ninguna duda debiera atacar, ni ninguna objeción eclipsar: en cuanto
Pastores, hemos sido escogidos por la
misericordia del Supremo Pastor (105), a pesar de nuestra insuficiencia,
para proclamar con autoridad la Palabra de
Dios; para reunir al pueblo de Dios que estaba disperso: para
alimentar a este pueblo con los signos de
la acción de Cristo que son los sacramentos; para ponerlo en el camino
de la salvación; para mantenerlo en esa
unidad de la que nosotros somos, a diferentes niveles, instrumentos activos
y vivos; para animar sin cesar a esta
comunidad reunida en torno a Cristo siguiendo la línea de su vocación más
íntima. Y cuando, en la medida de nuestros
límites humanos y secundando la gracia de Dios, cumplimos todo esto,
realizamos una labor de evangelización:
Nos, como Pastor de la Iglesia universal; nuestros hermanos los obispos,
a la cabeza de las Iglesias locales; los
sacerdotes y diáconos, unidos a sus obispos, de los que son colaboradores,
por una comunión que tiene su fuente en el
sacramento del orden y en la caridad de la Iglesia.
Los religiosos
69. Los religiosos, también ellos, tienen
en su vida consagrada un medio privilegiado de evangelización eficaz. A
través de su ser más íntimo, se sitúan
dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada
a la santidad. Es de esta santidad de la
que ellos dan testimonio. Ellos encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al
radicalismo de las bienaventuranzas. Ellos
son por su vida signo de total disponibilidad para con Dios, la Iglesia,
los hermanos.
Por esto, asumen una importancia especial
en el marco del testimonio que, como hemos dicho anteriormente, es
primordial en la evangelización. Este
testimonio silencioso de pobreza y de desprendimiento, de pureza y de
transparencia, de abandono en la
obediencia puede ser a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia
misma, una predicación elocuente, capaz de
tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos
valores.
En esta perspectiva se intuye el papel
desempeñado en la evangelización por los religiosos y religiosas
consagrados a la oración, al silencio, a
la penitencia, al sacrificio. Otros religiosos, en gran número, se dedican
directamente al anuncio de Cristo. Su
actividad misionera depende evidentemente de la jerarquía y debe
coordinarse con la pastoral que ésta desea
poner en práctica. Pero, ¿quién no mide el gran alcance de lo que ellos
han aportado y siguen aportando a la
evangelización? Gracias a su consagración religiosa, ellos son, por
excelencia, voluntarios y libres para
abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la
tierra. Ellos son emprendedores y su
apostolado está frecuentemente marcado por una originalidad y una
imaginación que suscitan admiración. Son
generosos: se les encuentra no raras veces en la vanguardia de la misión
y afrontando los más grandes riesgos para
su santidad y su propia vida. Sí, en verdad, la Iglesia les debe
muchísimo.
Los seglares
70. Los seglares, cuya vocación específica
los coloca en el corazón del mundo y a la guía de las más variadas
tareas temporales, deben ejercer por lo
mismo una forma singular de evangelización.
Su tarea primera e inmediata no es la
institución y el desarrollo de la comunidad eclesial -esa es la función
específica de los Pastores-, sino el poner
en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas,
pero a su vez ya presentes y activas en
las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora, es
el mundo vasto y complejo de la política,
de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de
las artes, de la vida internacional, de
los medios de comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la
evangelización como el amor, la familia,
la educación de los niños y jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento,
etc. Cuantos más seglares hayan
impregnados del Evangelio, responsables de estas realidades y claramente
comprometidos en ellas, competentes para
promoverlas y conscientes de que es necesario desplegar su plena
capacidad cristianas, tantas veces oculta
y asfixiada, tanto más estas realidades -sin perder o sacrificar nada de su
coeficiente humano, al contrario,
manifestando una dimensión trascendente frecuentemente desconocida-, estarán
al servicio de la edificación del reino de
Dios y, por consiguiente, de la salvación en Cristo Jesús.
La familia
71. En el seno del apostolado
evangelizador de los seglares, es imposible dejar de subrayar la acción
evangelizadora de la familia. Ella ha
merecido muy bien, en los diferentes momentos de la historia y en el Concilio
Vaticano II, el hermoso nombre de
"Iglesia doméstica" (106). Esto significa que en cada familia
cristiana deberían
reflejarse los diversos aspectos de la
Iglesia entera. Por otra parte, la familia, al igual que la Iglesia, debe ser
un
espacio donde el Evangelio es transmitido
y desde donde éste se irradia.
Dentro, pues, de una familia consciente de
esta misión, todos los miembros de la misma evangelizan y son
evangelizados. Los padres no sólo
comunican a los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos
este mismo Evangelio profundamente vivido.
También las familias formadas por un matrimonio mixto tienen el
deber de anunciar a Cristo a los hijos en
la plenitud de las implicaciones del bautismo común; tienen además la no
fácil tarea de hacerse artífices de
unidad.
Una familia así se hace evangelizadora de
otras muchas familias y del ambiente en que ella vive.
Los jóvenes
72. Las circunstancias nos invitan a
prestar una atención especialísima a los jóvenes. Su importancia numérica y su
presencia creciente en la sociedad, los
problemas que se les plantean deben despertar en nosotros el deseo de
ofrecerles con celo e inteligencia el
ideal que deben conocer y vivir. Pero, además, es necesario que los jóvenes
bien formados en la fe y arraigados en la
oración, se conviertan cada vez más en los apóstoles de la juventud. La
Iglesia espera mucho de ellos. Por nuestra
parte, hemos manifestado con frecuencia la confianza que depositamos
en la juventud.
Ministerios diversificados
73. Es así como adquiere toda su
importancia la presencia activa de los seglares en medio de las realidades
temporales. No hay que pasar pues por alto
u olvidar otra dimensión: los seglares también pueden sentirse
llamados o ser llamados a colaborar con
sus Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y
la vida de ésta, ejerciendo ministerios
muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera
concederles.
No sin experimentar íntimamente un gran
gozo, vemos cómo una legión de Pastores, religiosos y seglares,
enamorados de su misión evangelizadora,
buscan formas cada vez más adaptadas de anunciar eficazmente el
Evangelio, y alentamos la apertura que, en
esta línea y con este afán, la Iglesia está llevando a cabo hoy día.
Apertura a la reflexión en primer lugar,
luego a los ministerios eclesiales capaces de rejuvenecer y de reforzar su
propio dinamismo evangelizador.
Es cierto que al lado de los ministerios
con orden sagrado, en virtud de los cuales algunos son elevados al rango
de Pastores y se consagran de modo
particular al servicio de la comunidad, la Iglesia reconoce un puesto a
ministerios sin orden sagrado, pero que
son aptos a asegurar un servicio especial a la Iglesia.
Una mirada sobre los orígenes de la
Iglesia es muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en
materia de ministerios, experiencia tanto
más valiosa en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y
extenderse. No obstante, esta atención a
las fuentes debe ser completada con otra: la atención a las necesidades
actuales de la humanidad y de la Iglesia.
Beber en estas fuentes siempre inspiradoras, no sacrificar nada de estos
valores y saber adaptarse a las exigencias
y a las necesidades actuales, tales son los ejes que permitirán buscar
con sabiduría y poner en claro los
ministerios que necesita la Iglesia y que muchos de sus miembros querrán
abrazar para la mayor vitalidad de la
comunidad eclesial. Estos ministerios adquirirán un verdadero valor pastoral
y serán constructivos en la medida en que
se realicen con respecto absoluto de la unidad, beneficiándose de la
orientación de los Pastores, que son
precisamente los responsables y artífices de la unidad de la Iglesia.
Tales ministerios, nuevos en apariencia
pero muy vinculados a experiencias vividas por la Iglesia a lo largo de su
existencia -catequistas, animadores de la
oración y del canto, cristianos consagrados al servicio de la palabra de
Dios o a la asistencia de los hermanos
necesitados, jefes de pequenas comunidades, responsables de
Movimientos apostólicos u otros
responsables-, son preciosos para la implantación, la vida y el crecimiento de
la
Iglesia y para su capacidad de irradiarse
en torno a ella y hacia los que están lejos. Nos debemos asimismo
nuestra estima particular a todos los
seglares que aceptan consagrar una parte de su tiempo, de sus energías y, a
veces, de su vida entera, al servicio de
las misiones.
Para los agentes de la evangelización se
hace necesaria una seria preparación. Tanto más para quienes se
consagran al ministerio de la Palabra.
Animados por la convicción, cada vez mayor, de la grandeza y riqueza de la
palabra de Dios, quienes tienen la misión
de transmitirla deben prestar gran atención a la dignidad, a la precisión y
a la adaptación del lenguaje. Todo el
mundo sabe que el arte de hablar reviste hoy día una grandísima importancia.
¿Cómo podrían descuidarla los predicadores
y los catequistas?
Deseamos vivamente, que en cada Iglesia
particular, los obispos vigilen por la adecuada formación de todos los
ministros de la Palabra. Esta preparación
llevada a cabo con seriedad aumentará en ellos la seguridad
indispensable y también el entusiasmo para
anunciar hoy día a Cristo.
NOTAS
81. Rom. 10, 15. [Regresar]
82. Decl. Dignitatis humanae, 13: AAS 58
(1966), p. 939; cf. Const. dogm. Lumen gentium, 5: AAS 57
(1965), pp. 7-8; Decr. Ad
gentes, I: AAS 58 (1966), p. 947. [Regresar]
83. Cf. Decr. Ad gentes, 35: AAS 58 (1966),
p. 983. [Regresar]
84. S. Agustín, Enarrat, in
Ps 44, 23: CCL XXXVIII, p. 510; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1:
AAS 58 (1966), p. 947. [Regresar]
85. S. Gregorio Magno, Homil. in Evangelia
19, 1: PL 76, 1154. [Regresar]
86. Act 1, 8; cf. Didache, 9, 1: Funk,
Patres Apostolici, 1, 22. [Regresar]
87. Mt. 28, 20. [Regresar]
88. Cf. Mt. 13, 32. [Regresar]
89. Cf. Mt. 13, 47. [Regresar]
90. Cf. Jn. 21, 11. [Regresar]
91. Cf. Jn. 10, 1-16. [Regresar]
92. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium, 37-38: AAS 56 (1964), p. 110. Cf. también los
libros litúrgicos y los demás documentos
emanados posteriormente de la Santa Sede para llevar a cabo la reforma
litúrgica preconizada por el mismo
Concilio. [Regresar]
93. Pablo VI, Discurso en la clausura de
la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1974):
AAS 66 (1974), p. 636. [Regresar]
94. Cf. Jn. 15, 16; Mc. 3, 13-19; Lc. 6, 13-16.
[Regresar]
95. Cf. Act. 21-22. [Regresar]
96. Cf. Mc. 3, 14. [Regresar]
97. Cf. Mc. 3, 15; Lc. 9, 2. [Regresar]
98. Act. 4, 8: cf. 2, 14; 2,
12. [Regresar]
99. Cf. S. León Magno, Sermo 69, 3; Sermo
70, 1-3; Sermo 94, 3; Sermo 95, 2: S. Ch. 200, pp. 50-52;
58-66; 258-260; 268. [Regresar]
100. Cf. Conc. Ecum. Lugdunense I. Const.
Ad apostolicae dignitatis: Conciliorum Oecumenicorum
Decreta, Ed. Instituto per le Scienze
Religiose, Bolonia 1973, p. 278; Conc. Ecum. Viennense, Const. Ad
providam Christi, ed. cit., p. 343; Conc. Ecum. Lateranente V. Bula In apostolici culminis, ed. cit.,
p. 606;
Bula Post-quam ad
universalis, ed. cit., p. 609; Const. Supernae dispositionis, ed. cit., p. 614;
Const. Divina
disponente clementia, ed. cit., p. 638.
[Regresar]
101. Decr. Ad gentes, 38: AAS 58 (1966),
p. 985. [Regresar]
102. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium 22: AAS 57 (1965), p. 26. [Regresar]
103. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, 10, 37: AAS 57 (1965), pp. 14, 43; Decr. Ad
gentes, 39: AAS 58 (1966), p.
986; Decr. Presbyterorum ordinis, 2. 12,
13; AAS 58 (1966), pp. 992, 1010,
1011. [Regresar]
104. Cf. 1 Tes. 2, 9. [Regresar]
105. Cf. 1 Pe. 5, 4. [Regresar]
106. Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57
91965), p. 16; Decr. Apostolicam
actuositatem, 11: AAS 58
(1966), p. 848; S. Juan Crisóstomo, in
Genesim Serm. VI, 2; VI, 1: PG 54, 607-608. [Regresar]
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