domingo, 15 de febrero de 2015

Exhortación apostólica de su Santidad Pablo VI (Evangelii nuntiandi). IV. MEDIOS DE EVANGELIZACIÓN

                                IV. MEDIOS DE EVANGELIZACIÓN

     A la búsqueda de los medios adecuados

     40. La evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de la
     evangelización.

     Este problema de cómo evangelizar es siempre actual, porque las maneras de evangelizar cambian según las
     diversas circunstancias de tiempo, lugar, cultura; por eso plantean casi un desafío a nuestra capacidad de
     descubrir y adaptar.

     A nosotros, Pastores de la Iglesia, incumbe especialmente el deber de descubrir con audacia y prudencia,
     conservando la fidelidad al contenido, las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a
     los hombres de nuestro tiempo.

     Bástenos aquí recordar algunos sistemas de evangelización, que por un motivo u otro, tienen una importancia
     fundamental.

     El testimonio de vida

     41. Ante todo, y sin necesidad de repetir lo que ya hemos recordado antes, hay que subrayar esto: para la Iglesia
     el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en
     una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites. "El
     hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan -decíamos
     recientemente a un grupo de seglares-, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio" (67). San
     Pedro lo expresaba bien cuando exhortaba a una vida pura y respetuosa, para que si alguno se muestra rebelde a
     la palabra, sea ganado por la conducta (68). Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la
     Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y
     desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra de santidad.

     Una predicación viva

     42. No es superfluo subrayar a continuación la importancia y necesidad de la predicación: "Pero ¿cómo invocarán
     a Aquel en quien no han creído? Y, ¿cómo creerán sin haber oído de El? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?...
     Luego, la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo" (69). Esta ley enunciada un día por San
     Pablo conserva hoy todo su vigor.

     Sí, es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un mensaje. Sabemos bien que el hombre
     moderno, hastiado de discursos, se muestra con frecuencia cansado de escuchar y, lo que es peor, inmunizado
     contra las palabras. Conocemos también las ideas de numerosos sicólogos y sociólogos, que afirman que el
     hombre moderno ha rebasado la civilización de la palabra, ineficaz e inútil en estos tiempos, para vivir hoy en la
     civilización de la imagen. Estos hechos deberían ciertamente impulsarnos a utilizar, en la transmisión del mensaje
     evangélico, los medios modernos puestos a disposición por esta civilización. Es verdad que se han realizado
     esfuerzos muy válidos en este campo. Nos no podemos menos de alabarlos y alentarlos, a fin de que se
     desarrollen todavía más. El tedio que provocan hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras
     formas de comunicación, no deben sin embargo disminuir el valor permanente de la palabra, ni hacer prender la
     confianza en ella. La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios
     (70). Por esto conserva también su actualidad el axioma de San Pablo: "la fe viene de la audición" (71), es decir,
     es la Palabra oída la que invita a creer.

     Liturgia de la Palabra

     43. Esta predicación evangelizadora toma formas muy diversas, que el celo sugeriría cómo renovar
     constantemente. En efecto, son innumerables los acontecimientos de la vida y las situaciones humanas que ofrecen
     la ocasión de anunciar, de modo discreto pero eficaz, lo que el Señor desea decir en una determinada
     circunstancia. Basta una verdadera sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios.
     Además en un momento en que la liturgia renovada por el Concilio ha valorizado mucho la "liturgia de la Palabra",
     sería un error no ver en la homilía un instrumento válido y muy apto para la evangelización. Cierto que hay que
     conocer y poner en práctica las exigencias y posibilidades de la homilía para que ésta adquiera toda su eficacia
     pastoral. Pero sobre todo hay que estar convencido de ello y entregarse a la tarea con amor. Esta predicación,
     inserida de manera singular en la celebración eucarística, de la que recibe una fuerza y vigor particular, tiene
     ciertamente un puesto especial en la evangelización, en la medida en que expresa la fe profunda del ministro
     sagrado que predica y está impregnada de amor. Los fieles, congregados para formar una Iglesia pascual que
     celebra la fiesta del Señor presente en medio de ellos, esperan mucho de esta predicación y sacan fruto de ella
     con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada, profundamente enraizada en la enseñanza evangélica y fiel al
     Magisterio de la Iglesia, animada por un ardor apostólico equilibrado que le viene de su carácter propio, llena de
     esperanza, fortificadora de la fe y fuente de paz y de unidad. Muchas comunidades, parroquiales o de otro tipo,
     viven y se consolidan gracias a la homilía de cada domingo, cuando ésta reúne dichas cualidades.

     Añadamos que, gracias a la renovación de la liturgia, la celebración eucarística no es el único momento apropiado
     para la homilía. Esta tiene también un lugar propio, y no debe ser olvidada, en la celebración de todos los
     sacramentos, en las paraliturgias, con ocasión de otras reuniones de fieles. La homilía será siempre una ocasión
     privilegiada para comunicar la Palabra del Señor.

     La catequesis

     44. A propósito de la evangelización, un medio que no se puede descuidar es la enseñanza catequética. La
     inteligencia, sobre todo tratándose de niños y adolescentes, necesita aprender mediante una enseñanza religiosa
     sistemática los datos fundamentales, el contenido vivo de la verdad que Dios ha querido transmitirnos y que la
     Iglesia ha procurado expresar de manera cada vez más pérfecta a lo largo de la historia. A nadie se le ocurrirá
     poner en duda que esta enseñanza se ha de impartir con el objeto de educar las costumbres, no de estacionarse
     en un plano meramente intelectual. Con toda seguridad, el esfuerzo de evangelización será grandemente
     provechoso, a nivel de la enseñanza catequética dada en la iglesia, en las escuelas donde sea posible o en todo
     caso en los hogares cristianos, si los catequistas disponen de textos apropiados, puestos al día sabia y
     competentemente, bajo la autoridad de los obispos. Los métodos deberán ser adaptados a la edad, a la cultura, a
     la capacidad de las personas, tratando de fijar siempre en la memoria, la inteligencia y el corazón las verdades
     esenciales que deberán impregnar la vida entera. Ante todo, es menester preparar buenos catequistas -catequistas
     parroquiales, instructores, padres- deseosos de perfeccionarse en este arte superior, indispensable y exigente que
     es la enseñanza religiosa. Por lo demás, sin necesidad de descuidar de ninguna manera la formación de los niños,
     se viene observando que las condiciones actuales hacen cada día más urgente la enseñanza catequética bajo la
     modalidad de un catecumenado para un gran número de jóvenes y adultos que, tocados por la gracia, descubren
     poco a poco la figura de Cristo y sienten la necesidad de entregarse a El.

     Utilización de los medios de comunicación social

     45. En nuestro siglo influenciado por los medios de comunicación social, el primer anuncio, la catequesis o el
     ulterior ahondamiento de la fe, no pueden prescindir de esos medios, como hemos dicho antes.

     Puestos al servicio del Evangelio, ellos ofrecen la posibilidad de extender casi sin límites el campo de audición de
     la Palabra de Dios, haciendo llegar la Buena Nueva a millones de personas. La Iglesia se sentiría culpable ante
     Dios si no empleara esos poderosos medios, que la inteligencia humana perfecciona cada vez más. Con ellos la
     Iglesia "pregona sobre los terrados" (72) el mensaje del que es depositaria. En ellos encuentra una versión
     moderna y eficaz del "púlpito". Gracias a ellos puede hablar a las masas.

     Sin embargo, el empleo de los medios de comunicación social en la evangelización supone casi un desafío: el
     mensaje evangélico deberá, sí, llegar, a través de ellos, a las muchedumbres, pero con capacidad para penetrar en
     las conciencias, para posarse en el corazón de cada hombre en particular, con todo lo que éste tiene de singular y
     personal, y con capacidad para suscitar en favor suyo una adhesión y un compromiso verdaderamente personal.

     Contacto personal indispensable

     46. Por estos motivos, además de la proclamación que podríamos llamar colectiva del Evangelio, conserva toda
     su validez e importancia esa otra transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente
     -como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemos, Zaqueo, la Samaritana, Simón el fariseo- y
     lo mismo han hecho los Apóstoles. En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de
     transmitir a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva a las masas de hombres
     no debería hacer olvidar esa forma de anunciar mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se
     deja en ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de otro hombre. Nunca
     alabaremos suficientemente a los sacerdotes que, a través del sacramento de la penitencia o a través del diálogo
     pastoral, se muestran dispuestos a guiar a las personas por el camino del Evangelio, a alentarlas en sus esfuerzos,
     a levantarlas si han caído, a asistirlas siempre con discreción y disponibilidad.

     La función de los sacramentos

     47. Sin embargo, nunca se insistirá bastante en el hecho de que la evangelización no se agota con la predicación y
     la enseñanza de una doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural a la que da un sentido
     nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la vida sobrenatural, que no es una negación, sino
     purificación y elevación de la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los siete
     sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que contienen.

     La evangelización despliega de este modo toda su riqueza cuando realiza la unión más íntima, o mejor, una
     intercomunicación jamás interrumpida, entre la Palabra y los sacramentos. En un cierto sentido es un equívoco
     oponer, como se hace a veces, la evangelización a la sacramentalización. Porque es seguro que si los sacramentos
     se administran sin darles un sólido apoyo de catequesis sacramental y de catequesis global, se acabaría por
     quitarles gran parte de su eficacia. La finalidad de la evangelización es precisamente la de educar en la fe, de tal
     manera, que conduzca a cada cristiano a vivir -y no a recibir de modo pasivo o apático- los sacramentos como
     verdaderos sacramentos de la fe.

     Piedad popular

     48. Con ello estamos tocando un aspecto de la evangelización que no puede dejarnos insensibles. Queremos
     referirnos ahora a esa realidad que suele ser designada en nuestros días con el término de religiosidad popular.

     Tanto en las regiones donde la Iglesia está establecida desde hace siglos, como en aquellas donde se está
     implantando, se descubren en el pueblo expresiones particulares de búsqueda de Dios y de la fe. Consideradas
     durante largo tiempo como menos puras, y a veces despreciadas, estas expresiones constituyen hoy el objeto de
     un nuevo descubrimiento casi generalizado. Durante el Sínodo, los obispos estudiaron a fondo el significado de las
     mismas, con un realismo pastoral y un celo admirable.

     La religiosidad popular, hay que confesrlo, tiene ciertamente sus límites. Está expuesta frecuentemente a muchas
     deformaciones de la religión, es decir, a las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones
     culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y poner en
     peligro la verdadera comunidad eclesial.

     Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores.
     Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y
     sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos
     profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores
     que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de
     la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la
     llamamos gustosamente "piedad popular", es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad.

     La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las comunidades eclesiales, las
     normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo, hay que ser
     sensible a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a
     superar sus riesgos de desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras
     masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo.



                                             NOTAS

                                                

     67. Pablo VI, Discurso a los miembros del Consilium de Laicis (2 octubre 1974): AAS 66 (1974), p. 568.
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     68. Cf. 1 Pe. 3, 1. [Regresar]

     69. Rom. 10, 14. 17. [Regresar]

     70. Cf. 1 Cor. 2, 1-5. [Regresar]

     71. Rom. 10, 17. [Regresar]


     72. Cf. Mt. 10, 27; Lc. 12, 3. [Regresar] 

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