domingo, 31 de julio de 2016

San Alfonso María de Liguori, obispo, fundador, Doctor de la Iglesia. 1 de agosto.

El Santo del Siglo de las Luces: San Alfonso María de Liguori. 


Catedral de Bosch,
Holanda
San Alfonso María de Liguori, obispo, fundador, Doctor de la Iglesia. 1 de agosto. 

Introducción.
Como a muchos santos célebres a San Alfonso le ha tocado ser desfigurado por sus primeros biógrafos. Muchos creen conocerlo y dicen a su vez manifiestas falsedades contra verdades. Con frecuencia han hecho de el un hombre angustiado, devorado por sus escrúpulos, siendo así que fue un hombre particularmente equilibrado, incluso si, como todo anciano, conoció al fin de su vida problemas psíquicos unidos a su edad excepcionalmente avanzada. Lo han presentado como un abogado distraído que perdió un gran proceso por un olvido, siendo así que fue un profesional cuya competencia era reconocida en todas las cortes de Europa, pero que fue víctima de una maquinación política.

También han hecho de él un fundador arrojado de la Congregación que había fundado cuando, por el contrario, siendo siempre amado de sus hermanos fue víctima de la lucha que sostenía el rey de Nápoles y el Soberano Pontífice de Roma. No fue puesto a las puertas de su Instituto, si no que este fue partido en dos por decisión del Papa en 1780: Efectivamente Pio VI rechazó el reconocimiento de de las casas situadas en el Reino de Nápoles. Alfonso, hasta su muerte, sufrió esta separación anunciando la próxima reunificación de su Congregación. Posteriormente el Papa lamentaría “haber echo sufrir a un santo”. Se ha hablado de él como el hombre del temor, el predicador de la muerte y del infierno, siendo así que fue un hombre sonriente que con frecuencia repetía el estribillo de San Felipe Neri (26 de mayo): “Allegramente!”, “¡sean alegres!”. San Alfonso no es el personaje que se imagina, no era el hombre del temor, al contario era el hombre de la misericordia y de la confianza. Si se tuviera que hablar de la alegría y esperanza en la Iglesia del siglo XVIII sin duda se citaría a San Alfonso. El Cardenal Albino Luciani, futuro Papa Juan Pablo I, en una Carta acerca de San Alfonso dirigida a todos los sacerdotes de su diócesis escribió: “Sonreía espléndidamente por que era un santo”. 


Apóstol laico

Nació en Marianella, pequeña villa de cerca de Nápoles, el 27 de septiembre de 1696. En la casa de los Liguori hay una explosión de gozo: Don José y Doña Ana, su esposa, casados en la primavera del año anterior, abrazan a su primer hijo. Se cuenta que un amigo de la familia, un jesuita, San Francisco de Jerónimo (4 de mayo), profetizó en su cuna: “Este niño vivirá mucho, llegara a anciano, no morirá antes de los 90 años. Será obispo y hará grandes cosas por Dios”. Todos señalan las dotes del niño. Sus padres velarán para que fructifiquen. Confían su hijo a un preceptor escogido entre los mejores. Gaetano Greco le enseña la música; Solimena, el último gran maestro de la pintura barroca napolitana, lo inicia en el manejo de los pinceles y el secreto de los colores. A los 12 años entra en la Real Universidad de Nápoles. A los 16 años y medio recibe el título de doctor en Derecho Civil y en Derecho Eclesiástico. Por añadidura lleva consigo todo un nombre: a los 14 años recibe la espada de plata de los caballeros y en adelante participara en la gestión de los asuntos municipales. 
Óleo pintado por San Alfonso
A los 20 años, es elegido como juez para toda la ciudad. Caballero, juez, abogado, ocupa su lugar en los rangos mas elevados de la sociedad. Igualmente es un hombre universal: versado en literatura, matemáticas, física, astronomía y filosofía, sin olvidar las bellas artes. Escribe poemas, dibuja con talento, pinta cuadros de Cristo y de la Madonna y en todo se ve el artista seguro de su oficio. Pero en música escribe Rey-Mermet, tendrá: “la categoría de un maestro reconocido quien deja sembrados sus poemas y melodías en el folklore del pueblo mas cantador del mundo…”. Incluso, pasados los 60 años, compondrá un Duetto para voces y cuerdas que se editaría en Viena, Paris y Roma. Su música se encuentra grabada en discos, en programa de conciertos, pasa por las ondas de radio, y de pronto sale a la superficie en la melodía de algún film. Y todo discretamente, a veces sin “firma”, pero es él. Y los conocedores lo reconocen.

Alfonso es un hombre de su tiempo. Esta familiarizado con René Descartes, cuyas obra conoce y quien deja huella en su espíritu. Por eso, el rigor de su método, su gusto por las ideas claras, su respeto por la libertad de la conciencia, su confianza en la razón y su voluntad de hacerse comprender de todos. Siempre sin olvidar el lado practico de lo que él escribe. En este momento de su vida no se puede mirar a Alfonso sin recordar las palabras de San Ireneo (28 de junio): “La Gloria de Dios es el hombre pletórico de vida”. Alfonso es ese hombre rebosante de vida, y su existencia, una existencia caldeada por la Pasión de Cristo, pues es un laico enraizado en el mundo, es un hombre de fe: un “fiel” que alimenta su fe y la irradia. Desde muy niño, en las rodillas de su Madre, aprendió a rezar, a amar a Jesús y a María, los dos grandes amores de su vida. Ya adulto, a los 18 años su padre lo lleva en su compañía a un primer retiro cerrado. Muy pronto toma la costumbre de visitar cada día al Santísimo Sacramento y a la Virgen María. Para ese tiempo de oración escoge la iglesia donde esta expuesto el Santísimo Sacramento, y terminada su adoración va a otra iglesia a rezar a la Virgen.


 ¿No será posible que piense en ser sacerdote? ¡De ningún modo! Es verdad que desde los 18 años hace con regularidad cada año retiro cerrados. Tiene un fervor que llenaría de envidia a muchos sacerdotes que lo observan, según su biógrafo Antonio María Tannoia. Entonces, ¿Por qué no sueña en ser sacerdote? Sencillamente por que en esta época ya hay mas de 10 000 en sólo la ciudad de Nápoles. Y en este caso, ¿para que un sacerdote más? En cambio, ¿no tendría necesidad la Iglesia de un abogado cristiano más, de un apóstol laico más? Manifiestamente, Alfonso ha elegido ser este apóstol laico. Parece que no hay otra explicación en el hecho de que en 1722 se compromete por el voto al “celibato por el Reino”. Tomando en serio las palabras de Cristo al joven rico, renuncia explícitamente a su derecho de primogenitura en favor de su hermano Hércules. Alfonso se da, se da a Dios y a los hombres, sus hermanos.

Lo primero en su casa: en su proceso de canonización, el padre Tannoia, señalara como el joven Alfonso convirtió a su esclavo musulmán Abdallah: “Yo sé - según el decir de don Cayetano y de don Hércules de Liguori - que el Siervo de Dios, joven ya maduro, era modelo de virtud cristiana para todos especialmente para los suyos. Al ser su padre capitán de galeras y teniendo a su servicio muchos esclavos, destino uno para el Siervo de Dios. Poco después el esclavo expreso que quería ser cristiano sin que nadie se lo hubiera insinuado. Al preguntársele cómo y por qué había tomado tal resolución, respondió: 'El ejemplo de mi amo es lo que me ha movido; no puede ser falsa esa religión que hace que mi amo viva con tanta honestidad, piedad y tanta humanidad para conmigo'". 


En sus relaciones con sus amigos: San Alfonso tiene amigos en su vida que cuentan y mucho. Ante todo son sus amigos fieles, compañeros de oración con quienes se encuentra cada tarde en la hora de la oración ante el Santísimo Sacramento; también, compañeros de retiro los que reúne cada mes para un día de retiro donde hay tiempo de reflexionar, compartir, orar y cantar juntos; mas tarde, algunos llegarán a ser sus compañeros de misión. También Alfonso ama la vida: en los tiempos libres le gusta jugar a las cartas, adora el teatro y sobre todo la música. Pero no piensa solo en él. Piensa en los demás y muy pronto se compromete en una asociación: primero, la de los jóvenes nobles, después, en agosto de 1715 al tener terminado los grados de la abogacía, entra en la de los doctores. Esta asociación se había asignado como tarea apostólica la visita y la atención de 300 enfermos en el Hospital de los Incurables: “Allí se dirigía varias veces por semana, -escribe el Padre Berruti- y se afanaba en hacer las camas, cambiar la ropa, preparar los remedios, secar las llagas, dar a los enfermos todos los servicios que podían necesitar sin dejarse arrendar por la hediondez, las náuseas o por las groserías de los mismos enfermos. A estos oficios se dedicaba con una alegría espiritual y un tal respeto que visiblemente era Jesucristo a quien servía y honraba en la persona de estos miserables”.

Alfonso abandona el mundo
ante N. S. de la Merced. 
Colegiata de Mons, Bélgica
En su profesión de abogado: A los 18 años es un abogado en pleno ejercicio de su profesión realizándola con competencia y conciencia. Pronto su reputación traspasa las fronteras del Reino: se le considera como el mejor abogado de Nápoles. En el año de de 1723 cuando el duque Orsini di Gravina le confía sus intereses contra el gran duque de Toscana, Cosme III de Médicis; nunca ha perdido un proceso. Minuciosamente ha estudiado todos los detalles del expediente: una historia antigua, complicada. Un asunto en el que va de por medio grandes sumas de dinero: cerca de 600 000 ducados, una puesta en juego de enormes cantidades. Su convicción está formada: tiene la certeza, confirmada por la opinión de eminentes juristas, del pleno derecho de su cliente. Lo defiende con una elocuencia y un ardor redoblado. Los adversarios replican en sentido contrario. Al fin el veredicto del tribunal cae sobre Alfonso como una puñalada. El presidente del tribunal aparentemente amigo de Alfonso y su familia, le niega la razón. Infamia brutal: no son los argumentos de la parte contraria los que lo han influenciado. A ese veredicto no fueron ajenos bajas presiones políticas y los más viles sobornos. En suma, en este asunto la amistad ha sido traicionada y el recto derecho, pisoteado. Como un desquite de su más noble indignación, Alfonso deja escapar estas palabras: “¡Mundo, te conozco! Adiós tribunales!”. Sale Alfonso furioso, indignado. De regreso al palacio de su padre se encierra en su cuarto, rechaza visitas y alimento. Al fin, después de tres días, a las llamadas de su madre, abre la puerta. Sale, pero ya es otro hombre. Unos días después, se festeja en la corte el cumpleaños 32 de la emperatriz de Viena, esposa del soberano de las Dos Sicilias, el emperador Carlos VI. En la ciudad el regocijo popular se desborda por doquier. Alfonso esta invitado a la corte. Se niega.

Ayer ha despedido a su clientela; hoy se dirige al Hospital de los Incurables en donde desde hace años lleva a cabo su solícita entrega. Allí el Señor lo espera. Al terminar su servicio con los enfermos, lo rodea una luz y en su corazón se deja escuchar una voz: “¡Alfonso, deja el mundo! ¡Entrégate a mí!”, “Aquí estoy, Señor. Demasiado tiempo he resistido a tu gracia. Haz de mi lo que te plazca”. Y de aquí el joven caballero va a la iglesia de la Redención de los Cautivos, dedicada a Nuestra Señora de la Merced. Después de orar ante la Madonna, el joven Alfonso se entrega enteramente al Señor: para subrayar su compromiso, se levanta, saca su espada de caballero y la deposita en el altar de la Virgen. Era el 29 de Agosto de 1723. Nunca olvidará Alfonso ese día: toda su vida la considerará como el de su gran conversión. Jamás volverá a Nápoles sin hacer una visita a su bienhechora: “Ella es- dirá un día mostrando la imagen de Nuestra Señora de la Merced - quien me libró del mundo y me hizo entrar en el estado eclesiástico”.


Apóstol Sacerdote. 
En la aurora del Siglo XVIII refinado que subyuga, en esta Europa en donde poco a poco se extinguen los fuegos de las fiestas galantes y se hereda un mundo nuevo señalado por el triunfo de la razón, el progreso de la ciencia y el culto al hombre. Alfonso de Liguori, tras su proceso perdido, acaba de hacer su elección. Da la espalda al poder y a la gloria y ha escogido una prioridad: el mundo de los pobres.

Evangelizar a los pobres y los lanza al apostolado: en 1723 toma la sotana y sigue en calidad de externo, como se acostumbra en esta época, los cursos del Seminario Mayor de Nápoles: formación intelectual, espiritual y también pastoral. Prosigue con sus compromisos con los enfermos con los que sigue visitando y cuidando regularmente. Entre los grupos de trabajo practico de pastoral, propuesto por el Seminario, escoge el de las “Misiones Apostólicas” organizadas por los sacerdotes de la diócesis. Así, en noviembre de 1724, toma parte en su primera misión, la de San Eligio, en los barrios bajos de Nápoles. “Esta fue una fecha para él, para los Redentoristas, para la Iglesia, -como señala Rey Mermet-,
 y ya un signo de Dios: había sido enviado ante todo a los mas pobres, a los abandonados, a la hez social y moral de su pueblo”. (Un homme pour les sans espoir, Paris 1987.)

El año siguiente entra en la asociación de “Santa María Sucurre Miseres” cuya sede se encontraba en la capilla del Hospital de los incurables. Su finalidad era asistir espiritualmente, a los condenados a muerte, y materialmente, a las familias que dejaban. El sábado 6 de abril de 1726, es diácono; y el 21 de diciembre del mismo año, sacerdote.


Una vez sacerdote, -escribe Tannoia, su amigo y biógrafo-,
 Alfonso ocupaba la mayor parte de su tiempo al barrio donde vive la hez del pueblo napolitano. Su alegría consistía en encontrarse así en medio de la chusma, (los llamados “lazzaroni”) y de otros pobres cuya única profesión era la de su miseria. A ellos, más que otros, les había entregado su corazón. Inútil decir que los instruía con su predicación y los reconciliaba con Dios por la confesión. De boca en boca, corre la noticia en ese “medio” y pronto llega al fin de la ciudad. Venían de todas partes; cada vez en mayor número llegaban los criminales… y luego volvían. No solo dejaban sus vicios, si no que se comprometían en la oración, en la contemplación, y en su mente no tenían otra cosa que amar a Jesucristo”. 

Alfonso acoge a todo el mundo, pero él va al pueblo; y el pueblo va a él quien pronto se ve desbordado por el número. De las reuniones al aire libre se pasa a las reuniones en las casas, a los cuartos interiores de los comercios… ¡Lo mismo que en los primeros siglos de la Iglesia! Los ya convertidos arrastran a otros, los ayudan a rezar, hacer oración, a meditar el Evangelio.
 

Conociendo el arzobispo ese trabajo de Alfonso entre los pobres de los barrios bajos de Nápoles, queda maravillado; pone a su disposición todos los oratorios públicos y las capillas de su diócesis. De aquí el nombre de sus reuniones: Cappelle serotine, “Capillas del atardecer”. En efecto, cada tarde, cuando la jornada del trabajo ha terminado para los hombres, (por que para las mujeres el trabajo nunca termina….) los “lazzaroni”, es decir, los jaboneros, barberos, albañiles, carpinteros, porteros y otros, se reúnen en comunidades de creyentes. De este modo se forma así grupos de unas 100 personas por capilla. El resultado es que en pleno siglo XVIII se encuentran comunidades de base análogas a las que en la actualidad son la esperanza de la Iglesia en los países de África o América Latina.

Alfonso confía la animación de las mismas a los laicos convertidos: es el apostolado del medio por el medio (un siglo después el gran Misionero San Daniel Comboni haría lo mismo “Salvar a África por medio de África). Los sacerdotes serian solo asistentes. Para entrar no hay ningún formulario que llenar, ninguna cuota, como tampoco una autorización del párroco o del obispo. Son los laicos responsables los que invitan a otros laicos en el nombre de Jesucristo, alentados por Alfonso. Sin embargo, estos laicos no se contentan con escuchar el Evangelio o explicarlo, si no que lo ponen en práctica y muy concretamente: comparten ayudas y pobrezas, visitan a los enfermos, se restaura la conciencia profesional entre los miles de sirvientes, carpinteros, obreros, artesanos; las ganancias ya no se pierden en juegos y bebidas, y el trabajo reemplaza al robo, etc. En la tarde de su vida, Alfonso se llenará de gozo al saber por un arquitecto napolitano, amigo suyo, que esta obra continúa. (habría de continuar hasta 1848). “A las capillas del atardecer, -le comunica su amigo-
 acude muchedumbre de gente y hay santos entre los cocheros”. “¡Cocheros santos en Nápoles!, -exclamó el santo-, ¡Gloria Patri!”. La Obra de las Capillas del Atardecer era una novedad, en cambio la obra de las misiones en las que Alfonso estaba comprometido durante su seminario, se inscribía a una larga tradición. En el siglo precedente en el ministerio de las misiones parroquiales había tomado el carácter de una institución permanente. Pero no faltaban las diferencias: en Francia, la misión tenía frecuentemente el aspecto de catecismo de adultos. En Italia como en España, tendía más a la conversión de los corazones y a la reconciliación.

En 1727, Alfonso miembro enteramente aún de las misiones apostólicas, descubre la miseria del abandono de la gente del campo. Todo acontece en el curso de una misión de la Diócesis de Campagna en los alrededores de Éboli. “Cristo se detuvo en Éboli”, decían los campesinos de Gagliano, pequeño pueblo de Lucania, dando a entender su abandono. Lo que muchos ignoran es que en esa región de Italia en el siglo XVIII fue el epicentro de una onda de choque, un terremoto de orden espiritual, la misma que sacudió a Alfonso, e igualmente a la Iglesia. En el curso de una misión en esa región, Alfonso descubre la miseria y el abandono de la gente del campo, lo que le causa la conmoción mas profunda en pleno corazón. Y esto acontece a unas cuantas horas de camino de la capital del Reino que rebosa de sacerdotes.


Cuando Alfonso regresa a Nápoles su mirada ya es otra. Lleva en sí una pregunta y una inquietud lacerantes: “¿Quien va a partir el Pan de la Palabra a estas 'almas abandonadas' desprovistas de ayuda espiritual, de socorros espirituales?”. Imposible pasar el tiempo interrogándose. A un ritmo rápido prosigue las misiones en la ciudad y en el Reino. Alfonso se entrega a ellas a fondo, pero su salud no resiste. Cae enfermo, muy enfermo. Incluso se llega a pensar en sus funerales de los que logra escapar. Sin embargo, el aviso fue terriblemente grave. ¿Resultado? El médico prescribe un largo e inmediato reposo.


Santa María dei Monti: 

Se acerca el verano de 1730. Los amigos de Alfonso lo invitan a descansar en las alturas que dominan Scala y la bahía de Amalfi. Con sus compañeros sube hasta la cima de más de 1000 metros de altura. Allí se levanta la pequeña ermita de Santa María de los Montes, sitio ideal y panorama espléndido. Pero Alfonso no tiene tiempo para admirar el paisaje: la multitud de la pobre gente de los contornos se pone en marcha hacia la capilla. “La llegada de los misioneros fue prontamente conocida”, -escribe Tannoia.- “Casi inmediatamente acudieron pastores, trabajadores y gente dispersa en el campo. La multitud sobrepasa con mucho a Alfonso que con sus compañeros se pone a catequizar a aquellos campesinos y ayudarles con toda caridad para confesarse. La noticia se extiende de unos pastores a otros. Cada vez llegan de mas lejos.” El descanso de nuestros apóstoles se vino a convertir en una misión permanente y fructuosa. Fue la ocasión de la que Dios se sirvió para que Alfonso descubriera el gran abandono espiritual que sufren tantas almas privada de los sacramentos y de la Palabra de Dios, pudriéndose abandonadas en sus campos y aldeas. Los desafortunados descubrimientos hechos en Éboli no constituían una lamentable excepción. Esa era la situación de la gente del campo: el abandono….


Fundador de una Congregación Misionera.
Noviembre de 1732. Hace dos años que Alfonso ha estado orando, consultando. Todos los consejos son convergentes. Mons. Falcoia, su amigo, no cesa de animarlo y hasta su muerte ha de ser el “direttore”, (protector y consejero espiritual del joven instituto). El superior de los Lazaristas, el Provincial de los Jesuitas, un teólogo dominico de renombre, su confesor, todos aprueban el proyecto sin reticencia alguna. Una religiosa, Sor María Celeste Crostarosa, quien con su ayuda acaba de fundar una nueva Orden de Monjas (Orden del Santísimo Redentor), lo apremia a fundar “una congregación de misioneros cuya vocación especial será partir el pan de la Palabra a la gente abandonada del campo”. La religiosa asegura haber recibido revelaciones a este propósito. Un día San Alfonso mismo hizo alusión ante uno de sus compañeros, don Manzzini: “Me ha dicho Sor María Celeste que mi deber es abandonar Nápoles y fundar aquí un Instituto religioso cuyo fin seria la evangelización de este mundo rural tan desprovisto de socorros espirituales. Es evidente que esa ayuda esta aquí menos desarrollada que en la grandes ciudades y regiones mas adelantadas. Que por tanto, esa es la voluntad de Dios. Pero ¿Cómo hacer?"... Don Manzzini: “Querido Alfonso ¡valor! ¿Quien sabe exactamente lo que Dios quiere?” Alfonso: “Pero ¿dónde están los compañeros?" "Aquí estoy yo - replicó don Manzzini -seré el primero”. Así, el 2 de noviembre de 1732, Alfonso, “seguro de la voluntad de Dios se animo y cobro valor. Haciendo a Jesucristo un sacrificio total de la ciudad de Nápoles, se ofreció a vivir el resto de sus días en medio de aquellos rediles y chozas y a morir junto a los pastores”. Y Tannoia añade solemnemente: “El año de 1732 fue fijado anticipadamente por Dios para el dichoso nacimiento de nuestra Congregación. El Papa Clemente XII ocupaba la sede en el Vaticano; Carlos Augusto VI gobernaba el imperio y este Reino de Nápoles; Alfonso de Liguori, sin que lo supieran sus parientes deja Nápoles y, subiendo a la cabalgadura de los pobres, a lomo de asno, toma el camino de Scala. 

Alfonso, el joven de la nobleza, se había inclinado al mundo de los pobres; joven sacerdote, fiel al encuentro de los más pobres; deja el mundo de los ricos para vivir con los pobres, para vivir en comunidad apostólica con hombres que como el escogerán a los pobres como prioridad de su vida. El 9 de noviembre de 1732, se funda en Scala la Congregación del Santísimo Salvador, (la titularidad del Instituto tuvo que cambiar poco después al del 'Santísimo Redentor', ya que existía una Orden de clérigos regulares del mismo nombre fundados por Santa Brígida de Suecia). Cuatro sacerdotes vienen adherirse a Alfonso: ¿Cuál es su fin?: “continuar a Cristo Salvador”. Más tarde Alfonso formulará la carta de identidad del verdadero Redentorista: “El que es llamado a la Congregación del Santísimo Redentor nunca será un verdadero continuador de Jesucristo y jamás será un santo si no cumple el fin de su vocación no tiene el espíritu del Instituto, que es de salvar a las almas, y las almas mas desprovistas de socorros espirituales como es la gente del campo” (Consideración XIII. Para quien está llamado al estado religioso).


Hasta ahora son cinco. Que importa. El 15 de noviembre del mismo año, Alfonso anota en su Diario: “Hoyhago voto de jamás consentir la menor duda de mi vocación y de obedecer en todo a Falcoia". Seis meses más tarde todos le abandonan. Es Viernes Santo de 1733 cuando Alfonso, al pie de la Cruz, sabe la noticia. A Mons. Falcoia que le interroga responde con esta confidencia: “Estoy persuadido de que Dios no tiene necesidad ni de mi ni de mi obra. Creo, sin embargo, que Él me ordena proseguirla, y aunque me quede solo, me esforzaré por llevarla a cabo”. Ya nada más hay un sacerdote, Alfonso, y un solo hermano, Vito Curzio. Este hermano es recibido por Alfonso el 18 de noviembre de 1832, y es perseverante. Poco a poco otros sacerdotes se les unen. En cuanto Alfonso, continúa las misiones en las diócesis vecinas haciéndose ayudar por el clero diocesano reclutado allí mismo. “El único fin de nuestro Instituto
 -escribe en septiembre de 1733- es la obra de las misiones. Omitiendo esta obra o realizándola mal, el Instituto deja de vivir”. 

Para Alfonso y sus compañeros las misiones son lo esencial. Podrán tardarse las Reglas y Constituciones y sufrirá esperas la aprobación oficial, pero las misiones no se detendrán. Adquirirán un nuevo estilo, pero ¿cuál? La Misión Alfonsiana se inspira en las grandes tradiciones: en la misión catequética de adultos y en la misión renovación espiritual. Esta sin embargo tiene su carácter propio. Ante todo, Alfonso no se contenta con evangelizar los poblados grandes; va más lejos, hasta la choza más dispersa. No se limita a predicar acerca de la muerte, el cielo o el infierno; por el contrario, añade un sermón grande sobre la oración y otro sobre la Virgen María. Para el fin de la misión reserva el sermón de la Pasión de Cristo y de su amor por nosotros. Emplea entonces su cuadro de “Cristo en la Cruz” para dar aún más vigor a este sermón de la ultima semana destinada a conducir a los fieles a la conversión. No maneja el temor, si no que convierte con el corazón. “El fin principal del predicador de misión, - escribe -,
 debe ser en cada sermón dejar a sus oyentes inflamados en santo amor”.


Escudo Redentorista
Cuando Alfonso dibuja el escudo de armas de su joven Congregación, el lema que escoge son las palabras del salmo 130: “COPIOSA APUD EUM REDEMPTIO" (CON ÉL SOBREABUNDA LA REDENCION). Afirmación revolucionaria en una época en la que tantos predicadores hablaban del “pequeño numero de los elegidos”. Alfonso, por el contrario, ha reunido a un grupo de misioneros cuya misión es predicar la Misericordia de Dios. “Así como el laxismo de los confesores es la ruinas de las almas, el rigor hace también mucho mal, yo condeno también ciertos rigores que no tiene una razón de ser, que destruyen en lugar de construir. Con los pecadores es necesaria la caridad y la dulzura. Es lo que ha hecho Jesucristo, y si nosotros queremos conducir las almas a Dios y salvarlas, no es a Jansenio a quien debemos imitar sino a Jesucristo que es el jefe de los misioneros" escribió Alfonso.

Jansenio, catedrático de Lovaina y luego obispo de Ipres, escribió poco antes de morir una obra en la cual decía que la gracia de Dios obra de modo irresistible y que aquel que la recibe se salva infaliblemente; pero que Dios la da a muy pocos y por consiguiente no quiere que todos los hombres se salven. En consecuencia, el hombre no puede acercase a recibir los Santos Sacramentos si no con gran temor y después de una gran preparación extremadamente penosa y laboriosa. 




Alfonso, Apóstol y Obispo. 
San Alfonso escribe a Remondini, su impresor de Venecia y se encuentran alusiones a su salud, 4 de julio de 1761: “Soy anciano y mi cabeza me traiciona. También de día a día espero la muerte”. 13 de julio: “Casi cada año me aqueja una enfermedad mortal. También espero la muerte de un día para otro”. Pues bien, no llega la muerte sino su nombramiento para el obispado de Santa Águeda de los Godos. Grande es el desconcierto de Alfonso quien ya por dos veces ha rehusado el obispado de Palermo. Alguien viene entonces a sugerirle: “Pero usted puede rechazarlo”. Al punto Alfonso redacta una carta renunciando al episcopado y remite todo al enviado de la nunciatura no sin proveer a este de una buena propina.

Miren, -dirá poco después-, por esta bagatela he tenido que perder una hora y cuatro ducados. No cambiaria yo la Congregación por todos los reinos del Gran Turco”. Pero Clemente XIII mantiene su orden. Alfonso se somete: será obispo. Un obispo pobre, en una diócesis pobre; un obispo amigo de los pobres. Se cuenta que con motivo de su entronización episcopal, en julio de 1762, su secretario había mandado a preparar una buena comida. Aquello no fue del agrado del obispo: “Don Felice, -le dice-, que Dios se lo perdone. ¡Que cosa ha hecho! Hay tantos pobres que mueren de hambre y nosotros quisiéramos estar bien servidos”.


Emprende la reforma de su diócesis, mientras prosigue dirigiendo su Instituto, Alfonso, obispo misionero, decide una misión general en todas sus parroquias, ya que como el escribe: “el mayor bien que un obispo puede procurar a su diócesis es hacer que sin falta se predique la misión cada tres años”. Se moviliza a todos los religiosos de su diócesis para darla, y al mismo tiempo, con paciencia y energía, comienzan las reformas.


Lo primero, la reforma del clero y el Seminario Mayor, ordenando que su edificio se renueve por su estado lamentable, vela por la elección de los candidatos y la calidad de la enseñanza. Con su firme y bien sentido y su espiritualidad exigente y practica, guía la formación de los jóvenes y construye el porvenir. Consiente de sus obligaciones, despierta a todo su clero para que asuma sus propias responsabilidades frente al pueblo de Dios. Recuerda a los arciprestes y párrocos “la obligación que les incumbe de predicar todos los domingos y todas la fiestas solemnes, según la prescripción del Concilio de Trento, y de predicar de una manera sencilla y popular, adaptada a la clase de su auditorio.”


En fin, las parroquias se reforman, gracias sobre todo, a la acción perseverante de las misiones. Estas, por oleadas sucesivas, van remodelando el rostro de la diócesis. Las visitas pastorales del obispo y su testimonio hacen el resto ya que toda su vida proclama a Jesucristo. Multiplica los gestos de caridad, vende su vajilla de plata, sus mulas, su carroza. Se alza contra toda forma de injusticia y por otra parte no sin tener éxito: cuando el hambre se abatió en el Reino de Nápoles, se constata que la subida del precio del pan en su propia diócesis, tan pobre como las otras, es sensiblemente menor que en el resto del Reino. Igualmente llama a las Monjas Redentoristas de Scala para que funden en Sta. Águeda de los Godos: ellas serán, por así decirlo, el núcleo firme de la vida contemplativa de su ciudad episcopal y en toda la diócesis.


Por la pluma evangeliza su diócesis y el mundo entero. El horizonte de Alfonso no se limita a las fronteras de su diócesis o a los miembros de su Congregación. Es obispo de Sta. Águeda de los Godos, y también lo es para el mundo entero. Mantiene con la pluma una larga correspondencia. A petición de un obispo no duda en escribir incluso a los cardenales en 1774: “Ante todo, yo quisiera que el futuro Papa escogiera, entre los sujetos que le serán propuesto para cardenales, a quienes son mas doctos y al mismo tiempo mas celosos de los intereses de la Iglesia. También a mi parecer seria necesario proscribir el lujo de los prelados de quienes principalmente depende de la religión de los pueblos y la salvación de las almas. Por tanto, será necesario estar atentos cuando se trata de nombrarlos, informándose de diversas partes si los candidatos reúnen, junto con las costumbres íntegras, la ciencia necesaria para gobernar una diócesis”.


Para mirar por la salvación de la gente, muy especialmente del campo, Alfonso como san Vicente de Paul en el siglo precedente, se basa ante todo en las misiones parroquiales y también se basa en los escritos que son una misión permanente, una misión a domicilio. Por tanto escribe, y escribe mucho.


El Escritor

Antes de su episcopado Alfonso había escrito de 51 obras y todavía antes de su muerte escribiría otras 60 más. Sí, San Alfonso es el hombre de los medios de comunicación. Escribe como predica, es decir, para que todos lo comprendan. Este es el secreto de su éxito. Alfonso escribe para el pueblo. En un mundo donde la mayoría no sabe leer ni escribir, bastara una persona que sepa leer para que todos los asistentes puedan aprovechar sus escritos. Gracias sobre todo a Remondini, su impresor de Venecia, sus obras vienen a ser los “best- sellers” de toda Europa. Un total de 112 obras con mas de 20 000 ediciones y en mas de 70 lenguas. En la imposibilidad de hacer oír su voz hasta las extremidades de la tierra, quería llegar por sus escritos a donde su predicación no podía hacerlo.

La lista de sus best-seller es impresionante. Algunos entre los más conocidos:


VISITAS AL SANTISIMO SACRAMENTO Y A MARIA SANTISIMA. Hay mas de 2 000 ediciones y en una ocasión de un Congreso Eucarístico hubo que imprimir para una sola edición no menos de 250 000 ejemplares.

LAS GLORIAS DE MARIA. Desde su primera aparición en 1750, se han efectuado más de 1000 ediciones, sin contar otras ediciones parciales. Entre las obras Marianas de todos los tiempos, este libro constituye el de mayor circulación. Es el fruto de 16 años de intenso trabajo para poner por escrito al alcance del pueblo cristiano lo que el predicaba cada semana y meditaba desde su juventud; es decir, todo lo que de esencial y de verdad ha dicho la escritura y la Tradición sobre la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra.
PRACTICA DE AMOR A JESUCRISTO. Tiene 535 ediciones. En carta del 16 de noviembre de 1777 a su impresor Remondini, declaraba Alfonso que “de todas su obras esta, era a su parecer, la mas piadosa y la mas útil”. Su desarrollo se enmarca tomándolo del capitulo XII de la Primera Carta Paulina a los Corintios.
EL GRAN MEDIO DE LA ORACION. Cuenta con 238 ediciones. San Alfonso hubiera querido ser suficientemente rico para imprimir tantos ejemplares de este libro sobre la oración como cristianos hubiera en el mundo.
Así en 1757, escribe a los sacerdotes napolitanos LA INSTRUCCIÓN PARA EL CONFESOR. Escribe para todos los sacerdotes de Europa y por eso traduce este libro al latín con el titulo del Homo Apostolicus. Ya obispo, hace un resumen a los sacerdotes de su diócesis y lo traduce al italiano con el título de El confesor de la Gente del Campo. Esta obra aparece en 1764.

Con toda su obra maestra en este campo es la TEOLOGIA MORAL. Sale definitivamente bajo la forma de tres tomos en 4. Allí se encuentran unas 70000 citas de 800 autores. La calidad excepcional de este trabajo hará que mas tarde obtenga el título de Doctor de la Iglesia y patrono de los confesores y moralistas.


Como lo reconocen los historiadores, sus escritos han contribuido a renovar la moral y la piedad de fines del siglo XVIII, y durante el siglo XIX. Especialmente en Francia hombres como San Eugenio de Mazenod (21 de mayo), San Pedro Julián Eymard (2 de agosto), el Venerable Juan Claudio Colín, San Juan María Vianey (4 de agosto), o el Beato Antonio Chevrier (2 de octubre), serán grandemente influenciados por su moral y su espiritualidad.


El Encuentro con su Redentor. 

En el diario intimo de San Alfonso: “Asuntos de conciencia” (Cose di Coscienzia) las palabras que mas impresionan en la pagina 36 y que se remontan a los años de la fundación: “Jesús me ama..." y después, dos líneas mas abajo: "María me ama..."

Este era el secreto de su corazón: San Alfonso ha tenido la deslumbrante y cegadora experiencia de ser amado del Señor, de ser amado de la Virgen María. Su respuesta ha sido Amor por Amor. Cuantas veces no deja de repetir cuando predica: “Dios os ama… amadlo” (Dio vi ama, amatelo). Que sencillo parece, pero Alfonso va hasta el fin de este amor; ama a Cristo, ama a los pobres, ama a la Iglesia tanto como ama a la Madre de Cristo, nuestra Madre y nuestra Esperanza. Y tiene particular predilección por esa expresión que se encuentra al pie de sus dibujos de la Madona: “¡ESPERANZA NUESTRA, SALVE!


Con María siempre apóstol: hace mas de 200 años moría San Alfonso. Unas horas antes de su muerte pide: “¡denme a la Madona!”. Recibe entonces en sus manos la imagen que el mismo dibujo tomada de un cuadro de Carlo Dolci. Lo abraza, le habla le sonríe. Después se extingue en la paz el 1 de agosto de 1787. El campanario del convento de Pagani toca el Angelus de medio día. Alfonso se extingue, pero su fuego quema aun en el corazón de sus discípulos, Los Padres Redentoristas y Las Monjas Redentoristas.


La posteridad de Alfonso:

El 1 de Agosto de 1986, en las noticias de la mañana, un locutor de la televisión francesa anunciaba fríamente: “Hoy, primero de agosto, Fiesta de San Alfonso María de Liguori, Doctor de la Iglesia y fundador de una familia religiosa que ha desaparecido ya completamente”…. ¡Que equivocación! San Alfonso ha muerto, pero su Congregación esta viva como siempre recordando y continuando la obra de su Fundador. Forma parte de las 10 congregaciones religiosas más importantes en el mundo, tanto por el número de sus miembros como por su expansión geográfica.

Tacho de Santa María.

Bibliografía:

-Taller de Profundización: Espiritualidad Misionera Redentorista. Cap. 13.Julio de 2000. San Luis Potosí, S.L.P. México.

-Espiritualidad Redentorista, Vol. 3. Jean Marie Sègalen. Roma, Italia 1994.


Beato Juan, carmelita y Patriarca de Jerusalén.(1 de agosto)


Beato Juan, carmelita y Patriarca de Jerusalén.

Solitario del Carmelo, gemelo del gran mártir carmelita.

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1 agosto 2016
Beato Juan, carmelita y Patriarca de Jerusalén.
Beato Juan de Jerusalén.
Beato Juan, carmelita y Patriarca de Jerusalén. 1 de agosto.

Sus padres se llamaban Jessé y María, y eran judíos fieles a la ley de Moisés, como descendientes de David que eran. Como eran buenos y piadosos, la Santísima Virgen se les apareció y les dijo que así como Ella, de la casa de David había dado a luz a la Luz del mundo, ellos concebirían dos hijos, que serían luz en el mundo. "Serán" – dijo la Madre de Dios – "dos candeleros lucientes en el Templo del Señor, y dos olivas floridas en el Monte Carmelo. Al primero llamaréis Ángelo; al segundo Juan. Aquel alcanzará glorioso triunfo de martirio por el Nombre de mi Hijo. Este será Patriarca de Jerusalén, que gobernará con vara de virtud y de milagros; y siempre tendré a los dos debajo de mi amparo". Los esposos se convirtieron y fueron bautizados esa misma Pascua de 1186. Concibieron en Pentecostés, después de días de oración y ayuno, y en abril de 1186 nacieron sus gemelos. Y sí, el niño Ángelo es el gran San Ángelo (5 de mayo), protomártir de la Orden del Carmen.
Tenían cuatro años los niños cuando fallecieron sus padres Jessé y María y fueron sepultados en el convento "carmelita" de Jerusalén. Los gemelos quedaron a cargo del Patriarca Nicodemo, que les educó en todas las ciencias posibles, en la virtud y la piedad. En 1204 Nicodemo supo de la resolución de los jóvenes de abrazar la vida monástica, para asegurar su salvación sirviendo a Dios. Ambos habían elegido la Regla de San Basilio, que vivían los eremitas del Monte Carmelo. El mismo Patriarca les llevó al convento de Santa Ana, donde les recibió el abad Jerónimo, que les dio el hábito del Carmelo. Luego de esto y en paz, Nicodemo falleció ese mismo año. Al año siguiente les enviaron al Carmelo, donde ambos hermanos vivieron una vida religiosa ejemplar. Ayunos, penitencias, oración continua, etc. Ángelo mostró pronto su faceta de taumaturgo, pues un día que Juan perdió el hacha en la fuente de San Elías, Ángelo hizo subir el nivel de las aguas y el hacha subió flotando en estas.
En 1213 el Patriarca de Jerusalén, el Patriarca Onofre anunció que daría órdenes presbiterales ese año, con lo que, San Brocardo (2 de septiembre), General de la Orden, mandó a ambos hermanos a la ciudad a ordenarse. De camino a la ciudad se desviaron por el Jordán, río que hallaron crecido y Ángelo lo dividió con su cayado, pasando a pie enjuto. Una vez ordenados visitaron Belén, donde obraron otros portentos.
Llegados a este punto, ambos hermanos se separaron: Ángelo se retiró al desierto, para orar intensamente, y Juan quedó en Jerusalén, como especial ayuda del patriarca. La vida de Ángelo la podéis leer en su lugar. Cuatro años sirvió Juan al Patriarca Onofre, predicando, consolando a los pobres, siendo su Legado y dando a todos los jerosolimitanos ejemplo de ciencia y virtud. En 1217, con solo 31 años, Juan fue elegido Patriarca de Jerusalén, a la muerte de Onofre. Aunque el deseo de Juan era la soledad del Carmelo, aceptó la voluntad de Dios y fue un obispo recto y piadoso, como mandaba Cristo. Realizó numerosos milagros sobre todo entre los enfermos y paralíticos. En 1220 supo del glorioso martirio de su hermano Ángelo, y aunque lo sintió mucho, gozó al saber de su triunfo celestial. Por ello su primera frase al saberlo fue "¡Nos veremos en el cielo!". Y pronto le llegó la hora de ir al encuentro de su hermano en la presencia de Cristo: En 1223, falleció santamente.
Crítica.
Aunque la leyenda de San Ángelo inserta a su hermano como Patriarca de Jerusalén entre 1217 y 1223, lo cierto es que el patriarcado jerosolimitano estuvo vacante entre 1191 y 1223. Y en cuanto al Patriarca Latino, consta perfectamente que fue Rieul de Merencourt quien ostentó la dignidad en estas fechas. Aún así, la existencia del hermano de San Ángelo parece ser verídica en tanto que un epitafio a su memoria aparece citado ya a finales del siglo XIII: "Fuerunt etiam Joannem, Angeli fratrem, pari gratia et sanctitate praeditum, quatuor mortuos suscitasse, viginti paralíticos, leprosos decem, et multos alios aegros sanitati restituisse".
En la Orden del Carmen su figura nunca tuvo especial relevancia ni culto propio y siempre aparece mencionado en torno a su hermano. Su iconografía igualmente es escasa.

Fuentes:
-"Flos Sanctorum del Carmelo". P. SIMEÓN MARÍA BESALDUCH, O.Carm. Barcelona 1951.
-“Flores del Carmelo, vidas de los santos de N. S. del Carmen”. FR. JOSÉ DE SANTA TERESA. Madrid, 1678.

A 1 de agosto se celebra además a San Alfonso María Liguori, obispo fundador.

La multiplicación de los panes (Evangelio meditado) 01082016

La multiplicación de los panes
La multiplicación de los panes

Mateo 14, 13-21. Tiempo Ordinario. ¿Sabes cuál es el secreto del éxito? ¡Todo depende de en manos de quién está el asunto!


Por: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net 




Mateo 14, 13-21

En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús les replicó: No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: "Traédmelos". Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente: Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.


Reflexión
¿Sabes cuál es el secreto del éxito?

Hace unos meses un amigo mío me envió un mensaje titulado: “¿En manos de quién?”, y decía así: “¡Todo depende de en manos de quién está el asunto! Una pelota de basketball en mis manos vale unos 19 dólares, pero en las manos del mejor jugador de basketball vale alrededor de 3.000.000 de dólares. Una raqueta de tenis en mis manos no sirve para nada, pero en manos de Andy Murray significa el campeonato en Wimbledon. Una honda en mis manos es un juego de niños, pero en manos de David es el arma de la victoria del Pueblo de Dios. Cinco panes y dos peces en mis manos son un par de sandwiches de pescado, pero en manos de Jesús son el alimento para miles... ¡Todo depende de en manos de quién está el asunto!”

Este mensaje me pareció sumamente adecuado para el tema de nuestra reflexión de hoy: lo más importante de todo es, en efecto, en manos de quién está el asunto, porque ¡allí está la clave del verdadero éxito!

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesucristo en la ribera del mar de Galilea, rodeado de una enorme muchedumbre de toda la comarca. Lo seguían anhelantes de escuchar su palabra. Jesús, en su predicación, les habla del Reino de los cielos, y pasan las horas sin que la gente se dé cuenta. Estaban todos pendientes de su boca. Hacia media tarde sus apóstoles lo interrumpen para decirle que ya es muy tarde y que despida a la gente para que se vaya a las aldeas vecinas y se compre algo de comer. Y Jesús, con un cierto tono de ironía: “No hace falta que se vayan –les responde–. Dadles vosotros de comer”. Si eran sus invitados, también serían sus comensales; y no los iba a despedir en ayunas. Pero esa respuesta, sin duda, los dejó aún más confundidos... ¿Cómo iban a hacerlo? Ni doscientos denarios de pan –doscientos dólares, diríamos hoy– alcanzarían para que a cada uno le tocara un pedacito... Un muchacho de la multitud ofrece a Andrés, el hermano de Simón Pedro, todo lo que traía en su lonchera: cinco panes y dos peces. Pero eso, ¿qué era para tantos? ¡Una cantidad sumamente irrisoria! ¡No era nada!

Pero fíjate bien, lector amigo, que es aquí cuando interviene Jesús y comienza a realizarse el maravilloso milagro de la multiplicación de los panes que todos conocemos... ¿Qué fue lo que pasó? Dos cosas, aparentemente bien sencillas, pero prodigiosas y decisivas: primera, que el muchacho ofreciera toda su “despensa”, que no era casi nada; y segunda, que la pusiera en manos de Jesús. Y ya sabemos qué pasó a continuación: se saciaron cinco mil hombres con cinco panes –sin contar mujeres y niños, nos dice el evangelista– y llenaron doce canastos con los pedazos que sobraron.

¿Cómo era posible? ¡Eran sólo cinco panes y dos peces! ¡Era una insignificancia, claro! Es absolutamente evidente la desproporción tan abismal entre los medios materiales que se tienen a disposición y los efectos que logra nuestro Señor. Sí. Pero para realizar el milagro fueron necesarios esos cinco panes y esos dos peces. Sin ellos tal vez no habría sucedido nada. Y el Señor quiere contar con eso para realizar sus prodigios.

Monseñor Francois-Xavier Van Thuan, Obispo vietnamita que pasó trece años en la cárcel bajo el régimen comunista durante la dura persecución religiosa en su país, escribió varios libros con hermosos y conmovedores testimonios personales de ese período de su vida. Uno de ellos se titula precisamente “Cinco panes y dos peces”. Y allí él trata de resumir en unas cuantas pinceladas las experiencias espirituales más fuertes de su cautiverio. “Yo hago – nos confiesa con sencillez– como el muchacho del Evangelio que da a Jesús los cinco panes y dos peces: eso no es nada para una multitud de miles de personas, pero es todo lo que tengo. Jesús hará el resto”.

¡Aquí está la primera parte del secreto del éxito!: Darle a Jesús TODO lo que somos y tenemos. No importa que no sea casi nada, o prácticamente nada. Lo importante es dárselo porque Él quiere contar con esa nada para hacer sus obras. Y la segunda parte del secreto es ponerlo en SUS MANOS. Y Él se encarga de todo lo demás.

Que ésta sea, pues, la moraleja y la enseñanza de hoy: Sé generoso y magnánimo con Dios y con los demás: da de ti mismo, no seas egoísta ni tacaño. Da de tus bienes materiales y espirituales, comparte tu tiempo y tus cosas con los demás; pero, sobre todo, dónate a ti mismo a tu prójimo: ¡no importa que sólo tengas cinco panes y dos peces! Pon todos tus proyectos, tus inquietudes, tus preocupaciones, tus miedos, tus deseos, tus sueños, tu familia, tus relaciones, tu “todo” EN MANOS DE DIOS, pues sabemos que “¡todo depende de en manos de quién está el asunto!”
Reflexión apostólica
Cristo vino al mundo para darnos el verdadero pan del cielo. Ese pan es su mismo cuerpo que ha sido entregado en una cruz. Quiere enseñarnos que solo él puede alimentar el alma. Teniendo en cuenta que de nada sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma, debemos aprender a valorar el milagro de cada comunión. Si vivimos cerca de una iglesia, debemos intentar ir a menudo a misa, para alimentar el alma y contemplar nuevamente el milagro de la multiplicación de los panes.

Propósito
Acudiré a la recibir la comunión en la misa dominical con más fervor y agradeciendo al Señor que Él se haya hecho mi alimento espiritual que me llevará a la vida eterna.

Diálogo final
Gracias, Señor, porque eres bueno, y nunca nos abandonas. Vayamos a donde vayamos, tu palabra nos guía y alimenta. Haz que nunca nos acostumbremos a estar contigo y aprendamos a amarte cada día más.

La oración nos permite convertirnos continuamente, permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios que es indispensable si queremos conducir a los demás a él. La oración nos ayuda a creer, a esperar y amar incluso cuando nos lo dificulta nuestra debilidad humana. (Beato Juan Pablo II, Carta Novo incipiente, 8 de mayo de 1979)




San Justino de Iacobis, obispo y confesor (31 de julio)

San Justino de Iacobis, obispo y confesor

fecha: 31 de julio
fecha en el calendario anterior: 31 de agosto
n.: 1800 - †: 1860 - país: Etiopía
canonización: 
B: Pío XII 25 jun 1939 - C: Pablo VI 26 oct 1975
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

En el valle de Alighede, en Etiopía, san Justino de Iacobis, obispo, de la Congregación de la Misión, que, manso y lleno de caridad, se entregó al apostolado y a la formación del clero indígena, y por esto tuvo que sufrir pronto hambre, sed, tribulaciones y cárcel.
refieren a este santo: Beato Ghebre Miguel

Aproximadamente la mitad de la población de Etiopía es cristiana, la otra mitad está compuesta de mahometanos, judíos y gentiles. Los sirios y los egipcios evangelizaron Etiopía en el siglo IV; desde entonces, la Iglesia etíope ha dependido en cierta medida del patriarca copto de Alejandría. Por ello, cuando los egipcios y los sirios se adhirieron al cisma monofisita, después del año 451, los etíopes los siguieron por ese camino. Durante muchos siglos, la Iglesia de Etiopía fue la más aislada y abandonada de las Iglesias cristianas. Sin embargo, en el siglo XVI, hubo muchas expediciones comerciales y militares portuguesas al Mar Rojo; gracias a ese contacto, el negus (emperador) etíope Susneyos, entró en comunión con la Iglesia católica en el siglo XVII. Desgraciadamente, Susneyos echó a perder ese gran movimiento con los métodos que empleó para imponer el catolicismo a sus súbditos. Por otra parte, los misioneros de la Compañía de Jesús, en vez de oponerse a tales métodos, no hicieron más que complicar la situación con su estrechez e intransigencia. El resultado de ello fue la violenta persecución que estalló en 1632. Durante dos siglos estuvo prohibida a los sacerdotes católicos la entrada en Etiopía. Los pocos que consiguieron introducirse, lo pagaron con su vida, como por ejemplo, los dos beatos capuchinos, Agatángelo y Casiano. En el siglo XIX la situación mejoró un tanto. En 1839, los exploradores Arnoldo y Antonio d'Ahbadie d'Arrast, emplearon su influencia para obtener la fundación de una misión católica en Adua. Dicha misión fue confiada a la Congregación de las Misiones, fundada por san Vicente de Paul, por lo que se conoce a sus miembros con el nombre de vicentinos, aunque más comúnmente se les llama lazaristas, porque ocupaban en París el colegio de San Lázaro. El primer prefecto y vicario apostólico de la misión fue Justino de Jacobis.
Había nacido en 1800 en San Fele, de la Basilicata; fue el séptimo de catorce hermanos. Cuando era todavía pequeño, la familia se trasladó a Nápoles. Su madre, una mujer muy devota, influyó sin duda con su ejemplo en la vocación de Justino, quien ingresó en la Congregación de las Misiones a los dieciocho años. Uno de sus compañeros de seminario, que con el tiempo llegaría a ser arzobispo de Esmirna, dejó testimonio de la virtud de Justino y de la alta estima que le profesaban cuantos le conocieron en aquella época: era «amado de Dios y de los hombres». Después de su ordenación, Justino trabajó incansablemente como predicador y confesor, sobre todo, con la gente pobre del campo. Fue elegido para colaborar en la fundación de una casa de su congregación en Monópoli. Algunos años más tarde, se le nombró superior de la residencia de Lecce, tras de haber sufrido un trato muy injusto de parte del superior de Monópoli. Existen pruebas de que, ya entonces, el P. de Jacohis recibía gracias extraordinarias de Dios. Durante su breve estancia en Nápoles, se entregó con valor y energía a atender a las víctimas de una epidemia de cólera. «Todos le querían», dijo de él un contemporáneo. Al ser nombrado superior de la nueva misión de Etiopía, un periódico napolitano publicó un artículo en que se decía: «El P. de Jacobis es uno de esos hombres evangélicos que saben elevar lo natural a la altura de lo sobrenatural y atraer hacia Jesucristo lo mismo a los sabios y eruditos que a los ignorantes y sencillos.»
El P. de Jacobis llegó a Etiopía en septiembre de 1839, con otros dos sacerdotes. Estos se establecieron en Gondar, capital de Amharic, y san Justino en Adua, capital de Tigrai. Ubia, el gobernador del distrito, acogió bien al sacerdote, pero el clero y el pueblo, que no habían olvidado aún los acontecimientos del siglo XVI, odiaban hasta el nombre de católico. Durante dos años, el P. de Jacobis se dedicó a aprender los dialectos y costumbres de la región y a desvanecer los prejuicios, con su humildad y bondad. En 1810, tuvo la primera reunión con algunos sacerdotes cismáticos, a quienes habló con hermosa sencillez, diciéndoles que había ido a ellos como amigo y servidor, movido por el amor y con el deseo de ayudarlos. Sus palabras produjeron profunda impresión. Pero los obstáculos que se oponían al trabajo del P. de Jacobis eran enormes (el respeto humano y la corrupción de costumbres no eran los menores), y las conversiones al catolicismo fueron muy escasas.
Por entonces, los notables de Etiopía se preparaban a enviar una embajada a Egipto para pedir al patriarca copto de Alejandría que nombrase primado (abuna) de la Iglesia etíope a uno de sus monjes según la costumbre. La única sede episcopal del país había estado vacante durante doce años. Los notables rogaron al P. de Jacobis que acompañase a los embajadores, con la esperanza de que la presencia de un europeo distinguido produjese buena impresión en el patriarca egipcio. La proposición suscitó ciertos escrúpulos en el P. de Jacobis: ¿Podía un sacerdote católico participar casi oficialmente en una embajada de esa naturaleza? Finalmente se decidió a aceptar, con la condición de que Ubia le diese una carta para el patriarca en la que le exhortase a la unión con la Iglesia católica y que la embajada fuese después a Roma a entrevistarse oficialmente con el Papa. Los notables aceptaron las condiciones del santo y la embajada partió a principios de 1841; los principales miembros, además del P. de Jacobis, eran un ministro de Estado, un sacerdote, un monje de la Iglesia de Etiopía y un secretario. El monje era Abbu Gabra Mikael, quien había de morir mártir de la unidad y alcanzaría el honor de los altares trece años antes que el P. Justino.
Al principio los embajadores más bien ignoraban al P. Justino, a quien consideraban como extranjero y hereje. Pero el santo los fue ganando poco a poco con su cortesía y amabilidad, y el testimonio del secretario principal demuestra que en El Cairo le comparaban ya favorablemente con el mismo patriarca copto. Dicho prelado se negó abiertamente y con rudeza a entrar en tratos con la Santa Sede y amenazó a los legados con la excomunión si no expulsaban de la embajada al P. de Jacobis. Además, el patrirca presidió una elección que elevó fraudulentamente a la sede episcopal de Etiopía a un monje joven e ignorante, que ni siquiera tenía la edad canónica. El monje tomó en su consagración el nombre de Salama; pronto volveremos a encontrarle. Entre tanto, parecía que el viaje a Roma no podría llevarse a cabo; sin embargo, Gabra Mikael y algunos otros legados, desafiando la cólera del patriarca, acompañaron a san Justino a la Ciudad Eterna. El Papa Gregorio XVI los acogió cordialmente. El día de la Asunción, asistieron a misa en la basílica de San Pedro y partieron de Roma vivamente impresionados. Sólo uno de los embajadores manifestó su repudio por el cisma, cuando la comitiva estuvo de regreso en Jerusalén, pero el P. de Jacobis sembraba ya la buena semilla. Por entonces escribió: «La visita a Roma cambió las ideas de mis pobres etíopes; fue el mejor curso de teología que hubiesen podido recibir». Durante algún tiempo, el porvenir de la misión de Etiopía pareció aclararse, pese a todos los obstáculos de la falta de comprensión, la ignorancia y la maledicencia. Se había formado ya un núcleo de católicos indígenas, entre los que se contaban los monjes Gabra Mikael y Takla Haimanot. Antonio d'Abbadie -quien se hallaba en el distrito de Galla- a donde no había entrado todavía ningún sacerdote, escribió una carta muy optimista a Montalembert.
El P. de Jacobis, comprendiendo la necesidad de fundar un colegio para educar a la futura generación del clero indígena, escribió al superior general de la Congregación de las Misiones, diciéndole que desde hacía un año buscaba un sitio para el colegio en Massawa (población que se halla en una isla del Mar Rojo), con la intención de que sirviese de centro religioso y de sitio de refugio para los católicos en caso de persecución. Finalmente, encontró el lugar que buscaba en una propiedad del monasterio de Gunda-Gunda, algunos de cuyos miembros se habían convertido al catolicismo y querían bien al «Abba Jacob», como le llamaban. El colegio se inauguró en Guala, de Adigrat, en 1845. El personal estaba compuesto por el P. Biancheri, tres sacerdotes etíopes, dos monjes y un hermano lego italiano. También había un laico etíope que se encargaba de los alumnos. El seminario progresó tan rápidamente, que san Justino consideró que había llegado el momento de pedir a la Santa Sede que nombrase un obispo. En 1846, quedó constituido el vicariato apostólico de Galla. El primer obispo fue Monseñor Guillermo Massaia, más tarde cardenal, a quien asistían dos frailes menores capuchinos. La popularidad del «Abba Jacob» y el éxito de sus actividades no habían escapado al jefe de la Iglesia nacional, «Abuna Salama» (ciertas hagiografías se deleitan en pintar a lso perseguidores como muy malvados, eso es falso en muchos casos, epro no en éste), quien fulminó la excomunión contra todos aquéllos que «le diesen comida y bebida durante sus viajes, o aceptasen dinero de su mano». El decreto no produjo efecto alguno. Pero la llegada del primer obispo católico excitó aún más a Salama. Valiéndose de su situación política y del desorden que su propia impopularidad había provocado, desató una persecución abierta contra los católicos. Los alumnos de los colegios y los grupos de católicos fueron dispersados, el catolicismo fue proscrito, Mons. Massaia tuvo que retirarse a Adén, y el P. de Jacobis se vio acosado por los perseguidores. Subgadis, el protector de Salama, escribió a los jefes de tribus: «Dad muerte al Abba Jacob y a todos los suyos. Matar a uno solo de los que practican su religión equivale a ganar siete coronas en el cielo ...» Precisamente entonces, se transformó la prefectura de san Justino en vicariato y éste recibió la consagración episcopal, secretamente, en Massawa, de manos de Mons. Massaia, en 1848. Aunque seguía perteneciendo al rito latino, se le concedió la facultad de celebrar la misa y administrar los sacramentos, especialmente el sacramento del orden, de acuerdo con el rito etíope. El primer sacerdote que recibió la ordenación de sus manos fue el Beato Gabra Mikael, quien tenía entonces sesenta años.
No todos los que se habían reconciliado con la Iglesia permanecieron firmes durante la persecución; pero algunos murieron por la fe. A pesar de la persecución, la obra de san Justino no dejó de fructificar en algunos sitios. En 1853 había una veintena de sacerdotes etíopes y unos 5000 católicos; el Beato Gabra Mikael logró abrir de nuevo el colegio durante algún tiempo en Alitiena. Uno de los principales amigos de Mons. de Jacobis en aquella época fue un joven escocés, llamado Juan Bell, quien estaba al servicio del virrey de Beghemeder, Ras Alí. Se dice que Bell tenía la intención de hacerse católico, pero murió en una escaramuza, en 1863, antes de realizar su propósito. Los desórdenes habían comenzado cuando el comandante de las tropas del Ras Alí, Kedaref Kassa, emprendió la campaña que había de llevarle al trono de Etiopía con el título de «Negus Neghesti» (Rey de Reyes) Teodoro II. Kassa se ganó el apoyo del Abuna Salama con la promesa de desterrar a todos los sacerdotes católicos, y la persecución recrudeció. San Justino fue arrestado en Gondar y pasó varios meses en la cárcel, entre los prisioneros por delitos comunes. Después fue escoltado hasta el puesto fronterizo de Senaar, donde los perseguidores esperaban que «desaparecería» o sería víctima del fanatismo de los mahometanos. Pero los miembros de la escolta le dejaron libre, y el santo, tras de sufrir lo indecible y correr continuos peligros, llegó con vida a Halai, en la costa sur de Eritrea. Desde ahí describió a sus superiores su «casi milagrosa odisea». Por esos mismos días en que san Justino escribió su carta, moría en la prisión el Beato Gabra Mikael.
Mons. de Jacobis trató en vano de ir a reunirse con su rebaño perseguido en la provincia de Tigrai. Así pues, en los últimos años de su vida, hubo de reducir su labor apostólica a la costa del Mar Rojo. A fines de 1859, el pobierno francés envió al conde de Russel como legado extraordinario en una misión política ante Negusie, gobernador de Tigrai. La llegada del embajador produjo gran excitación entre los etíopes y, como la posición del conde se Hiciese muy difícil, Mons. de Jacobis le dio asilo en su casa de Halai. El beato procedió así por caridad, no por consideraciones políticas; sin embargo, fue arrestado cuando se preparaba a celebrar la misa y estuvo más de tres semanas prisionero en un establo. Russel le rescató en marzo de 1860. Pero la prisión, las marchas forzadas y el cambio de clima de las montañas de Halai a las llanuras de Emkullo fueron demasiado para un cuerpo gastado por veinte años de infatigable trabajo en Etiopía. El 19 de julio, el beato contrajo una fiebre. Aunque sabía que ello significaba la muerte, insistió en partir el 29 de julio hacia Halai, acompañado por el P. Delmonte, algunos monjes y una docena de estudiantes. El 31 de julio, llegaron al valle de Alghedien. Pero el anciano obispo, que ya no podía sostenerse en la silla del caballo, se tendió por tierra. Ahí recibió la extremaunción, rodeado por sus afligidos discípulos. Después se sentó, reclinado contra una roca, y les dirigió sus últimas palabras: «Pedid por mí, hijitos míos, porque estoy a punto de morir. No os olvidaré ... Me muero». Y, echándose la capa sobre el rostro, exhaló el último suspiro.
San Vicente de Paul había dicho una vez a los sacerdotes de su congregación: «Imaginad a un misionero consumido por la debilidad y el intenso trabajo, pobre como vino al mundo, sentado a la vera del camino. Imaginad que los naturales le preguntan: `Pobre sacerdote, ¿qué te ha movido a llegar a este extremo?' y que el misionero puede responder sinceramente: 'El amor'. ¿No creéis que su felicidad será maravillosa?» Justino de Jacobis realizó ese sueño de San Vicente de Paul hasta en el detalle de estar sentado en el suelo. La carta que escribió el 3 de agosto el P. Delmonte a sus superiores de Emkullo, comenzaba así: «Tengo que anunciaros la muerte de un santo». Sin embargo, la vida exterior de san Justino, por espiritual y sacrificada que haya sido, no difiere de la de otros misioneros a quienes nadie ha pensado en canonizar. La diferencia no está en lo exterior, sino en la íntima personalidad del santo. La lectura de un memorandum escrito por Mons. Massaia nos lleva a la conclusión de que la humildad era la virtud característica de Justino y no una humildad de libro de máximas o una simple modestia, sino una humildad que le convertía realmente en «uno de tantos» entre el pueblo que había ido a convertir, a pesar de que se trataba de un pueblo que no tenía nada de atractivo en la superficie. En mil ocasiones, los sacerdotes, los monjes y los notables del país, a quienes se había dicho que el santo era enviado de los arrogantes «francos» y del todavía más arrogante Papa de Roma, descubrieron admirados que el P. de Jacobis hablaba, actuaba y se consideraba realmente como siervo de los abisinios. Mons. Massaia escribió: «Dios le escogió para que fuese maestro, no sólo de palabra sino con eI ejemplo; para que fuese modelo de la perfección que puede alcanzar el hombre, en el seno de un pueblo terriblemente corrompido por el error, el orgullo, la lascivia y todos los vicios. Dios levantó a esa insigne figura de perfección humana sobre un pedestal de humildad, como una lección viviente para Etiopía y para todos los apóstoles que después de él y hasta el fin de los siglos habían de llevar adelante su obra». San Justino fue sepultado en la iglesia de Hebo, que fue ensanchada con tal ocasión. Tanto los católicos como los disidentes han visto desde entonces a esa iglesia como un santuario, y no han olvidado al «Abuna Jacob». El 14 de mayo de 1939, la Iglesia consagró oficialmente la tradición, incluyendo a Justino de Jacobis en el número de los beatos, y el 26 de octubre de 1975 fue solemnemente canonizado por SS Pablo VI.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=2660