Mostrando entradas con la etiqueta reflexión otoñal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta reflexión otoñal. Mostrar todas las entradas

miércoles, 19 de octubre de 2016

Un árbol bajo la tormenta (mi reflexión otoñal sobre soledad y comunión) 19102016






Un árbol bajo la tormenta
(mi reflexión otoñal sobre soledad y comunión)

Todo hombre nace y muere solo, la realidad de esta soledad es algo que intentamos olvidar a lo largo de toda la vida. Prácticamente todo el ritualismo, todas las tareas que solo ocupan el tiempo y todas las relaciones superficiales nos defienden del pensamiento sobre esta soledad. ¡Cómo no sirven para nada! Nos apartan del sentido que no nos pertenece. ¿Por qué todo heroísmo es tan adorable? Claro, es uno de los escapes de este miedo de la muerte. J-L. Borges en su “Milonga del muerto” sienta una cierta envidia hacia el soldado que muere en la batalla:

Él solo quería saber
si era o no era valiente.
Lo supo en aquel momento
en que le entraba la herida.
Se dijo: “No tuve miedo”
cuando le dejó la vida.

Un amigo mío que es sacerdote en una parroquia nueva dijo que si cada hombre debe plantar a un árbol, pues el suyo es esta iglesia, esta comunidad que creció con su llegada en la ciudad. El Reino de los Cielos es nuestro árbol que crece silenciosamente de la semilla de la fe. ¿Cómo reconocer al Reino? Pues por su crecimiento sereno y paulatino, por la variedad de sus ramas y frutos, por la fuerza de su tronco y por la profundidad de sus raíces. La obra del Señor siempre se hace en silencio, ella está ajena a cualquier tipo de ruido, de propaganda. El Espíritu Santo actúa en la libertad.

Ahora, como en los tiempos de los primeros cristianos, estamos bajo una tormenta, podemos decir que el mundo secularizado e incluso el propio diálogo interreligioso comprueban la identidad de nuestra Iglesia, la fuerza del árbol de la cruz. Karl Rahner en su libro “Cambio estructural de la Iglesia” dice que se acabó la época antigua y ya no existen ni el tiempo, ni el espacio especialmente cristianos. Ya no estamos ante el Dios de la tradición, sino ante el Reino que es absolutamente impredecible y desconocido, ante el Absoluto que no tiene la imagen adoptada a nuestras necesidades. Ante el Dios que habla sin contestar a nuestras preguntas. En los tiempos tradicionales también había la gente que sentía a este estado de la inseguridad ante Todo y Nada, pero en esta minoría, que miraba al abismo desde la puente de las convicciones, uno debería ser como mínimo Nietzsche o Heidegger.


Para la mayoría de los creyentes perfectamente funcionaba “deus ex machina”, como definía a este fenómeno Dietrich Bonhoeffer: “ya sea resolver aparentemente unos problemas insolubles, ya sea para erguir una fuerza ante la impotencia humana” (“Resistencia y sumisión”). Dios surgía donde el hombre sufría a sus límites. Realmente así aparecieron todas las religiones. Aún Clifford Geertz consideraba que la religión había sido necesaria frente al caos que el hombre no era capaz de aguantar. Donde nosotros llegamos hacia los límites de nuestra capacidad de razonar, de nuestras fuerzas de resistencia o de nuestra moral, siempre irrumpe el caos y necesitamos a la religión que afronta a estos desafíos (“La interpretación de las culturas”). Pero Cristo no nos ha traído a la religión, que existía antes de él, sino a la salvación, a la resurrección y a la libertad que permitían al hombre quedarse íntegro ante todos estos desafíos, sin necesidad de la ritualización farisaica. Cristo levantó su voz contra un culto falso y meramente exterior que solo pretendía calmar a las necesidades humanas y murió en el silencio, traicionado por todos, dejando en la soledad a sus alumnos.


La Resurrección de ningún modo no está separada del sufrimiento y de la muerte. Para subir al cielo había que antes bajar a los infiernos. Para el Padre Javier Osuna todo el discernimiento solo se practica desde la “luz del Crucificado-Resucitado”: “Porque discernir desde una resurrección sin cruz es una tentación peligrosa que fácilmente conduce a falsas opciones: al olvidar el camino kenótico de Jesús de Nazaret, pobre, humillado y tenido por loco, quedarnos expuestos a los engaños que denuncia la meditación de las banderas y podemos ser sutilmente arrastrados a hacer discernimientos con criterios de codicia de dinero, seducción del prestigio, ambición de saber y de poder” ( “Discernimiento Espiritual” en “Apuntes Ignacianos” 76, enero-abril 2016). Y en la vida práctica podemos ver como esto pasa con la gente que solo ve a la resurrección y a la cual la salvación le parece una cosa fácil y casi hecha. La ausencia del miedo de la muerte es la ausencia de la reflexión sobre ella y asimismo la simplificación de la vida interior de un ser humano. Jesús a nadie facilitó el camino, nuestra apertura hacia Dios es también la apertura hacia nuestra incertidumbre, una clara conciencia de nuestro miedo de la ultima soledad. Y así había sido la propia vida del Cristo, no profeta en su patria, sin lugar donde inclinar la cabeza, con la familia que no le comprendía: “¿Quienes son mi madre y mis hermanos?”.

A.M. Ramsey dice muy acertadamente que “no debemos olvidar que la doctrina y el ministerio de Jesús no proporcionaron a los apóstoles un evangelio, sino que les llevaron de paradoja en paradoja hasta que la resurrección proporcionó la clave” (“La Resurrección de Cristo”). Y aunque la resurrección era la recreación de la raza humana de nuevo, todos debemos pasar por el camino de nuestras paradojas. “Tenga tu mente en el infierno, pero sin ninguna desesperación”, - dijo la voz divina a Siluan de la Monte Athos después de su desesperada oración durante los tres meses. Con los recuerdos del infierno y del Pecado Original San Juan de Escalada aconseja empezar a la práctica ascética. Está claro que para subir por la escalera uno debe primeramente definir donde él está ahora. Y segundamente, unos obstáculos más importantes en este camino es orgullo y soberbia: “Es la muralla entre hombre y Dios”, “por esta causa toda la deshonra, toda la calumnia, deben ser considerados como un bien, todo el enemigo debe ser recibido como un salvador que nos aparta del algo mucho más peligroso” (San Juan de Escalada).

En todas las religiones un hombre depende de los símbolos y de los sistemas de símbolos, pero en la fe en Cristo solo depende de sí misma y nuestra única posición ante el Dios es la respuesta al mandamiento divino. Bonhoeffer sabía muy bien que todo hombre tiene la tendencia de interpretar, examinar y analizar todo lo que dice Cristo: “¿Ha dicho Dios realmente eso?”. Se trata del joven rico, porque cuando algo nos parece incomodo o indeseable, nosotros empezamos a interpretar a las palabras del Cristo hasta que lleguemos al fin que queremos conseguir. Pero Cristo no contesta al joven, no repite sus palabras. Nuestra libertad también consiste en el derecho de no obedecer y seguir viviendo sin fe, pero enfrascados en nuestra religión, en la “gracia barata”, donde todo es explicable y accesible (D. Bonhoeffer, “El precio de la Gracia. El seguimiento”).



Ahora, según la opinión de Rahner, estamos en el periodo de la “pequeña grey”, de una fe consiente, reflexionada, pero minoritaria. Sin embargo, como todo el comienzo esta nueva evangelización también tiene sus problemas y adversidades. El obstáculo más frecuente es una polarización, separación y enfrentamiento entre los distintos grupos. Algo parecido tenía lugar en el fenómeno de las sectas del primero cristianismo, pero ahora ya no llamamos a estas unidades con las definiciones ofensivas. Una “pequeña grey” no deja de ser la parte de la cristiandad, si no se encierra en sí misma y no considera a su verdad como a la única existente e indiscutible. Resulta sintomático, que con toda la comprensión de la Iglesia como una comunión libre de los fieles, Rahner defiende el poder institucional del Papado, del sacerdocio, de una parroquia tradicional. Y no se trata de privar a alguien de su libertad, sino de que el poder eclesial puede ser usado por una gente no preparada del modo debido: con la agresividad y la convicción de su propia exclusividad. Toda la “pequeña grey” debe ser la rama en el árbol de la Iglesia.

Quizá, en diferencia de Rahner, yo no diría que ahora nuestra fe está “en los tiempos del invierno”, sino más bien bajo una tormenta. Será esta tormenta una lluvia primaveral o una ráfaga del viento devastador del otoño depende de nosotros. Lo único que pidió Cristo a este joven rico era la obediencia y recibió a una pregunta que ya no tenía sentido. Solo la obediencia al Señor nos libera, incluso cuando a las hojas de nuestras vidas arranca el viento de la historia y nos parece que estamos volando hacia el abismo. El bosque puede quedarse devastado, pero el árbol del Reino crece de la semilla de nuestra fe, de nuestro “sí” último. Y en este “sí” no somos unos santos en la oración, sino el ladrón en la cruz. Una hoja más en el árbol eterno.

A muchos cristianos parecerá atrevido este comentario poético de Borges a Lucas XXIII, a la muerte del buen ladrón. Él había sido un primer hombre que entró en el paraíso: ¿Cómo nosotros podemos dudarse de su bondad? Pues de igual modo que en la nuestra. Me parece que el gran logro de este poema consiste en que en el paraíso no entra un personaje apocrífico, santo y reluciente, sino un ladrón real con sus pecados, un hombre como cada uno de nosotros:

Oh amigos, la inocencia de este amigo
de Jesucristo, ese candor que hizo
que pidiera y ganara el Paraíso
desde las ignominias del castigo,
era el que tantas veces al pecado
lo arrojó y al azar ensangrentado.

Todos somos así, pero nosotros creemos, pedimos y vamos por el camino del Cristo. Nuestras pasiones y azares nos arrojan como una tormenta a las hojas secas del otoño, pero el candor de la obediencia nos lleva en pos del Señor, aunque ahora este camino sea de un abismo hacia otro o de una paradoja a la otra, en soledad y con el viento invernal.

Cristianismo no es la religión de las masas, sino la comunión en la fe de las personas libres. La rebelión de las masas es siempre una definición de la mediocridad. A esta posición pseudo clerical muy bien definía el mismo Bonhoeffer como “ir husmeando los pecados de los hombres para poderlos atrapar”. “Ya de entrada se considera un engaño, una ficción y una impureza todo cuanto es vestido, cubierto, puro y casto: pero, con ello, sólo se pone de manifiesto la propia impureza. La desconfianza y la suspicacia frente a los hombres como actitud básica constituye la rebelión de los mediocres” (“Resistencia y sumisión”). Pero nuestro ladrón muy bien conocía quien era él y quien estaba muriendo a su lado y por eso lanzó a su voz contra los escarnios de la tropa. Su voz solitaria sonó entre los gritos de los que ya perdieron a su comunión, convirtiéndose en un caos farisaico, y la primera hoja verde de la vida eterna brotó en el árbol de la cruz, porque en toda soledad y en toda tormenta siempre está presente “él que no era el profeta en su patria”.


domingo, 9 de octubre de 2016

La parte de mi muerte y la parte de mi vida (mi reflexión otoñal sobre el próximo)




La parte de mi muerte y la parte de mi vida
(mi reflexión otoñal sobre el próximo)


Este mendigo era muy útil, él siempre sabía cuando se alejaban los guardias del campo y se podría robar las fresas en el koljoz de Lenin sin peligro de ser pillados. Éramos una tropa criminal de diez-once años: alguien quería traer las fresas caras a su mama, alguien las quería vender en el mercado para ahorrar para su primera bici, muchos iban simplemente de compañía, porque era divertido y de aventura. Yo no tenía ninguno de estos objetivos. Me gustaba el mendigo tío Basilio, casi ciego, en harapos y siempre en la continua conversación con los perros del cementerio cercano. En su pierna hinchada él ponía unas hojas de hierba: “Con tus cremas se me pega todo el mosquita y esto cura el hinchazón y ya está”.

Está claro que casa él no tenía, su única hija estaba en la cárcel: “¡Ven aquí, perrita! ¡Anda, Redonda!”, - llamaba él a la perra del cementerio. “¿Se llama Redonda?” – “Vivo como Adán y doy nombres a mis animales. Aquí todos los nombres los doy yo, soy el único hombre”. “¿Por qué su hija está en el cárcel?” – “Por tontería, no es mala chica. Esto poco importa cuando no tienes para un abogado”. Le gustaba el vino dulce, no le daba tanto ardor al estomago, y siendo algo ebrio él cantaba las canciones que eran solamente suyas e irrepetibles: “¡Corra perra como tiempo y yo bebo muy
contento!”.



No le encontramos una vez, el funcionario del cementerio dijo: “Murió el viejo silenciosamente, como sus perros, y ahora esta cementado en una tumba común. ¡Que busque quien quiera!”. “Tenía una hija, pero no sabemos su apellido”. Y en este momento el hombre que parecía tan seco y tan indiferente pronunció algo que me pareció hasta más importante que el hecho de la propia muerte: “Dios sabe todo sobre él y tú piensa que sabrá sobre ti”. Sabe todo sobre una mujer en prisión, vino dulce, una perrita apegada a la pierna hinchada. Nada no se cambió notablemente en este mundo, pero Él sabe todo.

“Amar al próximo es desearle bien”. Una frase seca, algo en el estilo: “¡Uniros los pobres de todas las naciones!”. ¡Ahora, aquí mismo y corriendo! Yo le solía escuchar, contar sobre mi cole y a veces traía el vino dulce, mis padres no controlaban estrictamente el contenido de su bufet. Basilio bebía y hablaba con los perros, de la gente que se metía con él en el estilo “hay que vivir digno” él se escapaba en su chabola entre los arbustos, pidiendo dar un silbato “cuando se apartara el idiota, cuyo nombre tiene el koljoz”.

“¿Y le enterraron en este gorro con el oso olímpico y en la camiseta azul con las manchas de lejía?” – “No lo sé, no soy su amigo como tú. El cementerio es gigante, mira una fresca tumba común detrás del enterramiento musulmán numero 227. Si compras flores, es que tienes una cara boba, rompa a todos los troncos, porque los van a robar” – “¿Por qué piensa Usted que yo soy su amiga?” – “Tú sabes en que ropa le enterraron”. Yo nunca encontré a esta tumba en el gigantesco cementerio. Ya me había perdido, empezó a anochecer y una viuda me ayudo a salir hacia la estación del bus.

Amistad, amor, próximos no son unas palabras en una frase abstracta, sino este dolor de las detalles, de la realidad que forma la parte de nuestra vida y ya estamos heridos por ella.

Si uno no está herido, no ama. Si nunca no sientes a este sufrimiento del otro destino, no amas. Para amar hay que estar herido. Otra persona con su nombre, mundo, destino, con una realidad independiente de la nuestra y unida en el mismo momento con nosotros es el objetivo de amor. Un próximo abstracto no existe, como no existe un soldado en las filas de la guerra sin padre, madre, nombre y un pueblo natal. No existe este “otro” ni como un instrumento, ni como un material para trasformaciones. Sienta este viejo Adán bajo el cielo estrellado y da los nombres a los perros del cementerio. “En lugar de sentar aquí podría ayudar a construir comunismo, vender los vehículos Volvo o cantar salmos en la iglesia cercana”. Pero es él quien decide donde debe estar. “¡Qué más da, si Dios ve a todos en todas las partes!”.

Quizá porque me habían creado en el mundo de un colectivismo agresivo, mi amor al próximo es siempre individual, igual que mi antipatía hacia él y la existencia de ella yo reconozco con facilidad. “Yo amo a todos y tu eres tan buena, solo debes hacer algo para ser totalmente perfecta”. Como decía mi mendigo: “Estirar la lengua es más fácil que llevar los talegos con patata”, - y guiñaba al único ojo bajo su gorra con el osito Micha Olímpico. En general, acercándose a la otra persona, a su espacio íntimo, no la puedes no amar en el sentido de compadecer, porque ella está desnuda ante ti en su debilidad, miedo, con sus penas y dolores, con los paños de su casa y con la vajilla rota tras el último escándalo.

Un “otro” abstracto es una creación artificial basada en nuestras propias proyecciones que suponen en lo que uno debe ser parecido. Ante nuestra bondad y sabiduría este “otro” solo debe ser dócil, agradecido, aceptar todo el bien que nosotros preparamos para él y ver la vida desde la nuestra perspectiva. A otro absoluto se puede decir: “Tu hijo está muy bien sin ti”, pero esto no se puede decir a ningún padre o a ninguna madre normales. Con el otro absoluto uno pierde la realidad absolutamente. Otro abstracto (de pateras y migraciones) debe estar aceptado y amado, pero también existe otro real que hace volar a las salas de conciertos y a los aeropuertos. ¿Yo digo algo horrible? ¿Entonces, hay “otros” buenos y “otros” malos? ¿Quién nos va a servir de medida y ejemplo? Un viejo mendigo escapaba de los discursos éticos, escondiéndose en su casita de cartón. Parece que la otra gente tampoco es un mero material para nuestra creación, sino son los iguales hijos de Adán que nosotros. Y ellos ya dieron sus propios nombres a este mundo.

“Nos luchamos por la dignidad humana”. Por esto no se puede luchar, esto ya está dado a todos en la encarnación del Hijo del Hombre. No existe ni más altura, ni más dignidad que ser adoptados por el Señor. Podemos luchar por el aumento de sueldo o la reducción de la jornada de trabajo, por las guarderías baratas o por la libertad de la expresión. Pero todos nosotros, los que vivimos en chabolas y palacios, en residenciales y barrios bajeros, ya tenemos a nuestra alta e inalienable dignidad. Para privarnos de ella hay que matar al Cristo y esto es imposible. Las nociones éticas cambian cada medio siglo. “El hombre es la medida de todo y lo más importante”. Podemos recordar como en las distintas circunstancias este hombre se hacía importante precisamente negando a su propia importancia. En esta situación conocida donde el Creador del mundo muere como un siervo y esclavo.

¿Podría llamar a las legiones de ángeles en su ayuda? Sí, pero esto ya sería un ataque de la eternidad contra el tiempo. El Reino debe crecer aceptado libremente, el uso del poder del milagro es la ausencia del respeto hacia el albedrío humano, hacia la libertad de la persona y asimismo es la caída bajo la segunda tentación en el desierto. Precisamente ahí cae todo el que ataca a la libertad de la decisión humana. Cristo nos salvó como somos, como a los “que no saben los que hacen”. Y subió al cielo, rodeando de los nombre reales: “Tú eres Pedro”. Solo en un Pedro concreto puede ser construida la Iglesia que es una realidad absoluta y no tiene nada de abstracto.

“Tu eres el mendigo de cementerio y solo yo recuerdo tu apellido”. ¿Qué vamos a decir ante el Rostro del Señor? ¿Unas frases rimbombantes sobre nuestra santidad? Usted va a atragantarse. Vamos a contar estos detalles: sobre una camiseta con las manchas de lejía, sobre los últimos libros que leía la persona querida, sobre estas dos cucharas de azúcar que ella siempre ponía en su pequeña taza de café, sobre las citas subrayadas en un libro, sobre una melodía que soñaba cerca del campo de las fresas: “¡Corre el tiempo pronto, anda bien mi Redonda!”. Y te preguntará un Señor-Esclavo: “Luchabas mucho para llevarle a tu verdad. ¿En qué ropa le han enterrado?” – “Esto no es tan importante, porque yo luchaba por los sublimes valores éticos” – “Es que la tierra y el mar ya están devolviendo a los muertos. Hay muchos. ¿Cómo le vas a encontrar entre la multitud, si no recuerdas ni el color de su camisa? ¿De verdad te importaba en él algo aparte de la lucha?”.



La cruz del hierro debería estar en los pies de la tumba de mi abuela, así lo pedía, para tener más comodidad para levantarse a la superficie cuando sonará la trompeta del ángel. “Y del hierro para que no me falle”. Todos vamos a levantarnos agarrados por la cruz, resbalando en el barro de nuestras opiniones, visiones, consideraciones, iluminaciones. Solo la cruz seguirá firme. En las tumbas comunes no hay cruces, pero unos van a ayudar a los otros. Y el viejo mendigo resucitará como era, con su grueso cuerpo, camiseta y el gorro de niño. ¿Cómo esto es posible? Pues crear al mundo con el primer mendigo que daba los nombres a los animales en el Paraíso tampoco era fácil.

Y en este mundo temporal la parte de mi vida había sido vivida junto a él y algo en mi murió con él.
Como en este poema de Jaime Gil de Biedma sobre la conversación con una persona muerta que dio el nombre a esta reflexión:

¿Qué daño me recuerda tu sonrisa?
¿Y cuál dureza mía esta en tus ojos?
¿Me tranquilizas porque estuve cerca
de ti en algún momento?
La parte de tu muerte que me doy,
la parte de tu muerte que yo puse
de mi cosecha, cómo poder pagártela…
Ni la parte de vida que tuvimos juntos.




domingo, 2 de octubre de 2016

Una ráfaga del viento ((mi reflexión otoñal sobre el movimiento del alma santa) 02102016





Una ráfaga del viento
(mi reflexión otoñal sobre el movimiento del alma santa)
Siempre voy a recordar la belleza de los bosques otoñales de mi Patria. El poeta Iván Bunin comparaba a los árboles con sus hojas amarillas, purpuras, doradas con un palacio pintado con varios colores. Pero las hojas ya están muertas y una ráfaga del viento las lleva y nos deja ante un silueta desnudo de un árbol en su sueño invernal, tan parecido a la muerte. Y todo ya está descubierto, triste y predeterminado. ¿Llegará la primavera? Llegará, pero ella también va a despertar nuestra tristeza, porque el renacimiento de la naturaleza más agudamente nos hace sentir que no volverá ni este año, ni los otros años de nuestra vida, que los que salieron para siempre, se quedarán enterrados y que todos somos un árbol que ya pierde a sus hojas, esperando a la tala.

Así estaba San Francisco de Borja ante el ataúd de la reina Isabel de Portugal. Así estaba San José de Volokolamsk cuando falleció su príncipe y al llegar al Concilio él oyó: “No existe la Resurrección. Los muertos para siempre se quedarán muertos”. Lo decía un nuevo metropolita puesto por el zar que ordenó entregar al Estado todos los bienes eclesiales. Los obispos votaron unánimemente. San José salió en su luto para volver a su monasterio.

Pero existen las palabras que rompen todo y todo se renace. “Os juro que nunca más voy a servir a un señor que se pueda morir”, - dijo el duque de Gandía ante el cuerpo de la reina destrozado por la muerte. Los arboles deshojados rodeaban al camino de San José: “¡Da la vuelta a los caballos! ¡Si debo hablar con el vacio como Job, ya me siento como él!”. Él entró en la sala donde ya tomaban las últimas decisiones: “Solo hay una noche profunda y oscura, dolorosa y temible. No eres un zar, sino un preso al que van a atar y a llevar adonde llevan los que guían. ¿Estáis callados? Callaban los tres grandes reyes al ver a Job, aquí yo soy Job y os anuncio que Dios pronto llegará en una tormenta”. Y esta tormenta revolvió todo, la votación se efectuó otra vez, el metropolita había sido depuesto y el zar temblaba viendo resbalando su trono. Dios en la tormenta ya llegó en las palabras del Santo. Y San José volvió a su tumba, cuando todos ya supieron que el Dios resucito y no muere nunca, igual que los que están con Él.


Es el mundo con sus “hojas otoñales del parque mustio y viejo” (A. Machado), con sus dolores y angustias. Solo despojándose del mundo uno puede ver a sí mismo como a un pobre y desnudo. Con esta decisión dejó su vestido a una mendigo de Montserrat San Ignacio de Loyola, huyó casi desnudo a los frailes San Tomás de Aquino, entró en su cueva San Francisco de Asís. ¿Qué determina que un hombre es bueno y el otro es santo? Para mí, ausencia del miedo ante la radicalidad de la decisión. Todos somos en algo como este joven rico del Evangelio, incluso los que somos pobres: “Te amo, Señor, pero tengo mucho…”. Un santo ya no tiene nada, aparte de este sentimiento de una noche dolorosa y sienta como por dentro late la muerte. La misma ráfaga del viento que deja a un árbol desnudo, no toca a algunas hojas secas en los otros árboles. Las hojas de cuentas, de dinero,de escritos inútiles, de votaciones.

Nada de lo que pertenece a este mundo lo gobierna, no manda el que da pan, porque todo está condenado a la derrumbe. Si somos unos cambistas cerca del Templo, pues ya llegó el Mesías. Solo un asceta puede privar del poder a un zar, solo un estilita puede mandar al emperador y solo un mártir puede destrozar al Imperio. Solo aquel que comprende que el mundo no vale para nada, si uno perderá a su alma, puede construir algo duro e influyente. En las “Crónicas de Narnia” de C. S. Lewis ante un desesperado príncipe, que perdió todo, aparecen tres monstruos, enviados por el mal, como las fuerzas que gobernaban al viejo mundo: hambre, dolor y sed. “Tú puedes reinar con nuestra ayuda”.

Con esta ayuda nadie va a reinar, porque primero debes hacerse el esclavo de estos poderes, postrarse ante Satanás. Y aceptando a este servicio, ya rechazas al otro, a tu resurrección y a tu libertad. Cristo en el desierto rechazó a estos poderes y no se inclinó ante el demonio. Porque todo lo que esclaviza a la persona, poniendo a ella bajo el poder de sus necesidades, mata a la misma posibilidad de un amor como de un Don libre. Solo se quedarán las hojas secas y el temor de la noche dolorosa, donde no hay luz. Por eso cualquier medio y cualquier poder solo pueden ser asumidos por las personas desinteresadas, cuyos ideales no son de este mundo. Paradójicamente, solo rechazando al poder, uno puede gobernar de verdad.

Cada tres años en Moscovia, con su tierra barrosa y el clima duro, caía un año de mala cosecha. El poder del hambre movía a las hordas de mendigos, los campesinos morían en sus casas, porque poco podrían ahorrar de las cosechas anteriores. La gente lista que “daba el pan” subía los precios al trigo hasta las nubes. El hambre se puede convertir en el dinero, en la esclavitud, en la riqueza. Pero en el medio del principado de Volotsk estaba este rico monasterio que no gastaba al trigo de sus campos, sino lo acumulaba en los almacenes. El monasterio alimentaba más de 3000 hambrientos. De estos almacenes iba al mercado el trigo barato, rompiendo a todos los planes de los listos mercaderes. Y aún más: en el comienzo de un “año malo” en las puertas de las iglesias aparecía un orden de San José: “Se excomulga todo que suba precio al trigo”.


Esto era el poder de un santo en su principado, su riqueza y su influencia. No le importaba ni zar, ni metropolita, porque su poder no era de este mundo. “Un monje es como un caballero que llama al torneo al demonio”. El poder del hambre, de la avaricia, de dolor de un afectado estaban vencidos. “¿Para qué te sirva todo, si perderás a tu alma?”. Un poderoso duque estaba ante el ataúd, el higumeno del más rico monasterio hablaba como Job y por las filas del Concilio corría miedo. Un miedo verdadero de la muerte verdadera, porque todos estaremos resucitados, pero no todos trasformados, como lo escribió tras de San Agustín el arzobispo visigodo Julián de Toledo.
Santidad es como una ráfaga del viento que despoja de lo que sobra, para mostrar que nada se convierte en todo, en un bosque donde reina la eterna primavera, en una vida que nadie puede perder.




Para esta reflexión muy bien conviene el poema “Espacio” de Juan Ramón Jiménez que nosotros comprendemos a nuestro propio modo, pero para esto están los textos que siempre significan más de lo que quería decir su autor:
Tu forma se deshizo. Deshiciste tu forma.

Mas tu conciencia queda difundida, igual mayor,
inmensa,

en la totalidad.

Y te sentimos

alrededor, en el ambiente pleno

de ti, tu más gran tú”.

lunes, 26 de septiembre de 2016

“Cuando el cuerpo nos vuelve hacia sus cauces” (una reflexión otoñal ante las tumbas de los seres queridos) 26092016

“Cuando el cuerpo nos vuelve hacia sus cauces”
(una reflexión otoñal ante las tumbas de los seres queridos)


Hace poco tiempo leí  un comentario al poema de uno de mis preferidos poetas rusos contemporáneos, el poeta decía que “a pesar de todas las calamidades históricas existe Dios y su inabarcable verdad”. El comentario era lacónico e imponente: “¿Y quién permitió a Auschwitz?”. Es una de las preguntas a la que nadie puede contestar, por lo menos honestamente y sin divagaciones baratas, porque aquí tocamos al abismo. Lo único que puedo decir es que la ausencia de la fe en Dios no hace históricamente imposible a ningún Dahau o Auschwitz. Pero creer o no creer es un asunto personal. ¿Maximiliano Kolbe sentía el miedo ante la muerte? ¿O el ángel de Dahau Padre Engelmar Unzeitig? Sin duda, todos lo sienten, hasta el Cristo sudaba con sangre y pedía “apartar a este cáliz, si sea posible”. Pero todos beben  este cáliz y todos sudan con su sangre: muriendo de una dura enfermedad, en una cámara de gas o de disparos de ametralladora. A todos nosotros espera este momento de soledad y de abandono, porque la propia muerte es siempre el apartamiento de Dios, por el mero hecho de una irrupción de la inexistencia.


Toda la vida nosotros recibimos a la gracia y a la apertura de Dios, solo deberíamos estar dispuestos a aceptar al Don, siendo ya salvados y redimidos. En la cárcel más duro, en el campo de concentración o en el lecho de un enfermo terminal siempre está presente la gracia divina, sea ella un rayo del sol o una esperanza de quedarse vivo. En todo movimiento humano vive y actúa Dios, y no como algo externo, sino como un motor interior, según Santo Tomás de Aquino, interpretado por Karl Rahner (“La recepción de santo Tomás de Aquino” en La fe en tiempo de invierno). Pero llega el momento cuando el movimiento se para y el campo se queda congelado hasta la primavera pascual. En este momento más trágico de la vida ya no hay ni revelación, ni ninguna descendencia del cielo, sino nosotros mismos debemos revelarnos ante el Señor, mostrar ante su Rostro todo lo que se quedó recibido de Él durante nuestra vida. A veces pienso que en este consiste el verdadero sentido del Juicio Final, sin detalles mitológicos.

Todos somos unos ladrones crucificados, pero en este momento se decide que ladrón eres: él que va detrás del suspiro del Cristo o él que rechaza este camino encerrándose en sus sufrimientos y rencores. “¿Por qué no bajarás de esta cruz, si eres el Hijo del Dios?”. Porque así Cristo dejará ser un Hijo del Hombre y será vana toda la encarnación y toda la salvación divina. Se puede negar al Dios, pero cruz y Dahau no dejarán de existir por ello. Se trata de dar a esta última soledad y al abandono el otro sentido: de la prueba, del paso, de una trasformación. ¿En qué consiste la victoria sobre la muerte? En una idea igual de complicada que sencilla: existe algo más importante que esta vida que ahora yo voy a perder. ¡Mira, Padre, en estos “que no saben lo que hacen”! Ellos son más importantes que yo. O hay un padre de familia en la cola a la cámara de gas y su vida vale más que la mía. Todo el hombre que muere por la justicia, por la libertad, defendiendo a su Patria va por este camino, siendo creyente o no. Como dijo un príncipe a sus caballeros: “La derrota será deshonra para nuestra tierra, mejor ser los honrados muertos que los vivos deshonrados”. Fe, honor, libertad son siempre relacionados con los demás, referidos a ellos. Nadie defiende a su Patria para sí mismo, nadie lucha por la libertad en el sentido meramente individualista. Por esta libertad de egoísmo no mueren y no es una libertad verdadera.


Recuerdo como abandonaron la vida mis seres queridos. Mi abuela siempre tenía un cierto presentimiento de su futuro y sobre todo de su muerte. Ella era una sencilla ama de casa jubilada: ni restaurantes, ni banquetes, nunca celebraba sus cumpleaños. Su pelo era corto y blanco, ella no iba en peluquería, andaba en un eterno delantal por encima del viejo vestido y en zapatillas casi ortopédicas. De repente y para el asombro de todos ella organizó una gran fiesta de su aniversario septenario, invitando a todos los amigos y parientes. La encontraron muy guapa: el pelo arreglado, un nuevo vestido con encajes, los zapatos de salón. Agradeció a todos y murió dos días después por la causa del tercer infarto. Los dolores deberían empezarse antes y ella ya sabía adónde va a llegar. “Sabes, cuando te duele el corazón, tú te sientas absolutamente sola y te da miedo. Piensas: “Ahora esta cosa va a parar y todo se acabo”. Este era su cáliz. Pero más le importaban los demás y ella quería, a pesar del dolor, quedarse en su memoria bella, alegre y agradecida, diciendo a todos como les ama. El miedo no derrumbó a la persona que iba a comprar nuevos zapatos por primera vez en diez años cinco días antes de su muerte. La enterraron en ellos y ella sabía que esto iba a ser así.


Mi padre murió de cáncer, desnutrido y desgastado por la quimioterapia tardía. Los últimos días él ya solo dormía, pensaba y no hablaba con nadie. Prefería estar solo. Hablar le costaba: le ahogaba la tos y le faltaba el aire. Una vez me llamó por la noche: “Ahí está un libro en el armario. Son recuerdos de un sacerdote. Dalo a mi hermana. Ahí hay una carta, su hijo murió de enfermedad y la escribió a su padre”. Mi primo falleció en un trágico accidente hace dos años, su madre estaba desolada. En el libro un niño de nueve años escribía: “Mama y papa, no llorad por mí, porque así me vais a entristecer en la casa del Señor. Voy con fe y esperanza”. –“¿Papa, tu vas con fe y esperanza?”. Me contestó con irritación: “No soy un monaguillo de nueve años. Ya he pedido sacar de mi habitación todo láudano con iconillos. Yo no voy con nada. Pero a ella le va a ir bien esta carta. ¡Vete ya!”. Y ella sí que necesitaba este texto, lo leía y releía: “Él siempre fue tan seco. ¿Cómo sabía encontrar a estas palabras?”. Parece que él en sus últimos momentos no pensaba solo sobre su sed o la falta del aire, sino sobre un dolor que le parecía más importante que el suyo.

Todo esto me recuerda a unos mensajes de teléfonos de este avión que ya iba a estrellarse en las Torres Gemelas: “Que seas feliz, querido hijo”; “Sobre vosotros mis últimos pensamientos”; “Te amo, Sally, y voy a estar contigo siempre. Ellos no harán nada con esto”. Y todo esto pasa, si volvemos al soneto de Jaime Gil de Biedma que dio el nombre a esta reflexión, no en un momento lucido y celeste, sino cuando:

…gritar apenas pudo:
las nubes, como pan morenas,
le arrebataron en descendimiento.
Cuando ya no, cuando la torrentera.
Una torre clamando se derrumba.
Rompe mejor la voz contra las fauces.
Cuando saben los dientes a madera,
cuando el lecho se vuelve hacia la tumba,
cuando el cuerpo nos vuelve hacia sus cauces.
“Dale este libro”; “Os he reunido para decir que os amo”; “Nosotros igual estaremos juntos”. Cuerpo vuelve a sus cauces de la creación primera, pasando a través de la oscuridad de la noche, guiado por el amor.


Fotos: Maximiliano Kolbe, Engelmar Unzeitig

sábado, 24 de septiembre de 2016

Eternidad en la mirada (mi reflexión otoñal sobre un sacerdote).24092016

Eternidad en la mirada (mi reflexión otoñal sobre un sacerdote).

En mi infancia a un sacerdote le llamaban “el padrecito”. Nuestro Padre gobernaba a una iglesia pequeña y pobre: una veintena de viejas mujeres y un par de seminaristas, nadie más. Su sueldo era escaso, salvaba lo que ellos con su madre (así se denomina en la Iglesia Ortodoxa la esposa de sacerdote) no tenían hijos y les llegaba para una modesta comida y el hábito. El padre Nicolás era un viejo y tullido marinero de la guerra que se había prometido ordenarse al sacerdote cuando defendía a Murmansk. Ahí los alemanes nunca cruzaron a la frontera de URSS, pero toda la Península de Cola está cubierta por los huesos de los soldados. Yo lo había visto con los propios ojos en esta tierra fronteriza, adonde está prohibido el paso, y yo entré solo como un corresponsal. Así que el infierno nuestro Padre ya había visto.



Padre no conocía ni a la teología, ni a la Escritura. Le prepararon rápido, mucho no le podían dar. Hacia el comienzo de la guerra en la libertad solo se quedaron cuatro obispos. Cuando por el orden de Stalin empezaron a liberar a los sacerdotes de los campos de concentración, ya habían fallecido casi todos los teólogos. Los profesores de nuestro Padre no salieron de Solovki y Kolima. Y el Padre conocía a la liturgia mucho peor que las mujeres creyentes o que su instruida regenta. Él tampoco pretendía para mucho, era sencillo, le gustaba leer a San Juan el Crisóstomo (“¡tales palabras tiene!”), ordenar a la leña para la iglesia

Sin embargo, su autoridad y su palabra tenían un peso y nadie se arremetía contra él. “Yo mismo no entiendo a este libro, yo no doy bendición que la niña lo lea. Tengo un viejo diccionario con las definiciones de las herejías. Que haga los apuntes para no meterse en ninguna”. Y mi abuela escondía a las “Triadas” de Gregorio Palama, y yo me aburría escribiendo: “los molocanos no tomaban el queso” o “los nombredioses solían bailar durante las misas”. ¡Gracias por no bendecir! “Y su hijo, hermana, que se case por la Iglesia con esta mujer. Yo no voy a informar a los jefes de su trabajo”, - “¡Viven en el pecado y no van a la comunión!”, - la contestaba con la irritación la parroquiana, una madre ofendida. “Les espero el sábado que viene”. La conversación se daba por acabada y el viejo sacerdote cojeaba a tomar el té sentado en su tronco de leña preferido.

Pero se ponía muy atento durante la confesión: “¡Es muy malo pensamiento! ¿Dónde está cosa entró en la cabeza? Mejor no ir más en esta casa y no hablar sobre estos temas. Tu, hija, limpia el suelo de la cera, si no sabes adonde ir. Toda la iglesia esta como una vela”. Nuestra iglesia tenía un poco más de un siglo, estaba situada a la orilla del Mar Báltico y olía a la madera, al viento y al humo de la chimenea del hierro. Los iconos eran viejos y ennegrecidos, todos regalados por los fieles. El coro cantaba como podía, luchando con las notas. “¡Ustedes, madres, gritad con menor agudeza! ¡Que en el altar me duele la cabeza!”.

Solo ahora entiendo que la fuerza que tenía el Padre era esta “moral sin moralizar” sobre la que tan bien escribe Karl Rahner en el “Cambio estructural de la Iglesia”. Es que los cambios de la Iglesia no son repentinos y entre nacimientos, muertes, enfermedades, entre las historias humanas de todo tipo un viejo sacerdote adquirió una postura verdaderamente cristiana de la moral sin dogmatismo, sin imposición de sus propias opiniones e intereses. Tenía una capacidad aceptar al mundo en toda su realidad, como lo es, y no convertía al cristianismo en algo rígido, dogmático, en una barrera ética para alcanzar, un error frecuente de los laicos- activistas y sobre todo de la gente recién bautizada. Los viejos padres, igual que las madres-monjas de un monasterio cercano solían ver a la persona humana con respeto y curiosidad, como a un misterio y a su destino no como algo que uno debe arreglar a su gusto ahora mismo, sino como a una enigma. Ellos te ayudaban a encaminar el curso de los pensamientos, pero siempre se apartaban de cualquier conflicto o ruptura.



El Padre Nicolás solía ver a los acontecimientos de modo lento y pensativo, como ya vividos: “Hay de todo en la tierra del Señor”. “La ofensa y la deshonra es la mejor cura del orgullo. Olvídalo, por eso hay que agradecer y no protestar”; “¿Quieres contestar? Reza al “Padre Nuestro”. ¿Ya has contestado en tu estilo? Ahora ella también debe rezar al “Padre Nuestro”. Lo que entiendo ahora es que con estos consejos, con los análisis de los pensamientos él nos “dejaba abiertos para el desarrollo de nuestra propia personalidad” (Rahner). Cristo era un vivo ejemplo, un camino para seguir, pero no un rígido código de las leyes morales. Dios estaba libre y omnipotente. Todo esto coincide muy bien con la frase del Padre Pedro Arrupe: “Ante el mundo de hoy el apóstol, el predicador del Evangelio, está completamente inerme. En el plano de los valores humanos no lleva nada que el mundo no posea ya y en un modo mucho más elevado que el suyo. La única cosa es el anuncio de la venida del Reino” (“Experiencia cristiana y el mundo moderno”).

Un laico “ético” tiende culpar al mundo en todas las calamidades, denunciarlo, apartarse de los demás en una postura didáctica, como si un capitalismo o un subdesarrollo de los países del Tercer Mundo sería una cosa exterior, impuesta a su bondad. Un Padre de este nivel asume al mundo como a un Corpus Christi, como al cuerpo dolido y crucificado. Un hecho
que tanto asombró a Gonzalo Torrente Ballester en el Concilio de Vaticano II: “Corpus mysticum, Ecclesia orans: nociones que jamás sospechado. … Fue algo como penetrar en el interior de una realidad que, hasta entonces, sólo había conocido por sus efectos y visto en su apariencia” (“Con motivo de la nueva encíclica”, en S. Madrigal Memoria del Concilio. Diez evocaciones del Vaticano II, Comillas, 2005). La persona de este tipo no se sienta en deuda con nadie, porque no está separada ni de los pobres, ni de los enfermos, sino vive junto con ellos a su destino y a sus sufrimientos.

“Este cristiano nuevo va a matar a todos que no aman al próximo. Con este mismo tronco de leña en el que yo estoy sentado”, - “¿Tendrá su razón?”, - “Si, yo no la tengo. Cuando mi madre canta el akatisto con su voz de cabra yo la prefería amar como a una lejana”. Se ríe: “Tu santa abuela mataría a cualquier próximo, si él abriría el horno cuando se levanta el biscocho pascual”, - “Claro, una docena de huevos perdida y una caja de mantequilla”, - “Barata es la vida humana. Pero mejor matar al próximo por un biscocho que por amor hacia él”. Su esposa murió un año después de mi abuela, él vivió un par de años más. Sus tumbas están al lado en un cementerio ortodoxo. ¿Sal de la tierra? Padre Nicolás no aguantaba a esta definición: “¡No estropeas a la sopa con tanta sal! ¡Menos sal y menos luz, más el Cristo, Señor Jesús!”. Más tarde, ya en España, yo leí a los “Fragmentos de un Evangelio Apócrifo” de J. L. Borges: “Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es”. Pero también había en el mismo texto: “Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá”.


Todos veían a la luz, pero el viejo sacerdote no pensaba sobre ello, porque no separaba a sí mismo de los hombres que estaban a su lado. “Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en riqueza a los de Dios y a los de todos los hombres”, - como escribía el mismo Borges en su poema “Mi vida entera”. Nosotros vemos a las vidas de los demás desde las nuestras escasas perspectivas y encima de nuestras cabezas está el techo de la casa de intereses y complejos. Pero un sacerdote veía a las vidas como a los caminos entre nacidos y ya reunidos con el Señor. Él sentaba con su taza de té bajo el cielo estrellado, cansado de la liturgia de las dos horas.

La imagen del Padre Nicolás tiene uno prototipo real, y también se usan las frases de los Padres Valentin Anfiteatrov, Ioann Krestiayankin (el el primer foto) y Mijail Ridiger (en el foto con su madre y con su hijo, futuro patriarca Alexis II).

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Simetría de los tiempos (reflexión sobre la ilusión que el otoño volverá) 20092016





Simetría de los tiempos (reflexión sobre la ilusión que el otoño volverá).
                                                                                              A  ti, que tú estabas cerca este año   
                Antes del Cristo parece que el tiempo no existía: nadie sabía  su propia edad exactamente, no había los días de santos, nadie celebraba a sus cumpleaños, todas las fechas históricas eran aproximadas.  Y hasta existía cierta oposición a toda esta cronología: el cosmos se movía como una rueda en los sistemas de Demócratas o Heráclito, todo debería desaparecer en el fuego y en el agua que eran las fuentes de todo y su destino final. Parece que el tiempo empezó a ser el tiempo solo con la irrupción de la eternidad, con la encarnación y con la vida histórica de Dios que se hizo hombre. Paradójicamente, la historia adquiere a su significado cuando en ella interviene algo distinto, el otro Reino. En la Edad Media para que un reino empezara a tener  conciencia sobre sus fronteras, haría falta la guerra territorial con el otro reino. Así se estructuraba el espacio.
                Para que los hombres dieran la cuenta que el mundo tiene su fin y su comienzo, que nada va a repetirse, necesitaríamos a la irrupción del Reino, como de algo absolutamente distinto. Así el horizonte hace visibles los objetos y la abolición de las leyes nos demuestra que estas leyes existían no solo como una noción abstracta. Cristo habla sobre la cercanía del fin de tiempo, porque solo su presencia da sentido a este fin. Con la cruz y la Resurrección se cumple lo predicado por los profetas y el rio de la historia bíblica llega al mar de su eternidad. Pero esta eternidad no hace insignificante a la historia humana, sino al contrario, la otorga la capacidad de ser en el mismo tiempo temporal y eterna. Todo muere  y pasa, todo se queda y se repite.
                “Una vez crucificaron al Cristo, pero cada año estamos celebrando a su Pascua”, - decía el teólogo ruso Sergey Averintzev, - “El movimiento circular de las fiestas anuales nos permite ver a la línea recta del tiempo como una cierta curva que no llega a ser otra vez el circulo”. Persona siempre está rodeada por su círculo de las ceremonias, costumbres y fiestas, por lo que “se hacía siempre” y esto le da  seguridad y  estabilidad. El más grave problema ecuménico no es territorial,  de jerarquía o dogmático (todo esto interesa a muy poca gente), sino este nivel costumbrista de “nuestros santos” y de “lo que hacían siempre”.

                Dios es uno en todas las confesiones, pero si tú te acostumbras a encender a las velas de cera a los iconos o a santificar a los biscochos de la Pascua cada Jueves Santo con el agua bendita, todo va a ser mucho más difícil. La vida se cambió y no habrá ya ni el patio con la luz de la primavera, ni los panes redondos adornados con los encajes y el azúcar glaseado, ni  las gotas del agua bendita en el rostro, ni los huevos remojados toda la noche en el agua con las cascaras de cebolla. No habrá la regenta con su pincel que dibujaba las cruces en los lados redondos de estos símbolos de la Resurrección. Pero tampoco habrán arroyos de la primera nieve, la tierra ennegrecida y siempre tres días antes de la Pascua la noticia: “¡En la bahía se rompió el hielo!”.
                El hielo se rompe y el tiempo entra en el mar de la eternidad. El tiempo rompe al viejo iconostasio y ya estas  ante un retablo barroco, viendo como todos los sacramentos de la liturgia están observados por todos y el sacerdote mira a su pueblo. Así interrumpe en la mente  el Concilio Vaticano II. Y la misa adquiere el otro ritmo, sin perder por eso su sentido, porque la eternidad de la liturgia alarga al tiempo, lo llena hasta sus límites. Dejando atrás a nuestras costumbres, entramos en este rio de la historia universal, donde solo somos una parte. “Recto es nuestro camino, solo empujados por el diablo damos las vueltas”, - escribía San Isidoro de Sevilla en sus “Sentencias”. “¡Nunca no se repetirá ni esta escuela, ni este Platón, porque solo una vez murió el Cristo en la cruz!”, - exclamaba San Agustín. Sin embargo, cada año  los niños empiezan  estudiar a la filosofía desde Platón y Sócrates, otra vez viendo al pórtico inmortal y escuchando a sus palabras: “¡Silencio, los atenienses!”. Y cada vez siendo pecadores damos las vueltas en el bosque de nuestras dudas, porque a veces da miedo el camino recto hacia el mar que ya había roto a su hielo.
                El camino recto esta trazado encima de las aguas y lo debes seguir apoyándose solo en tu fe, sin miedo de las tempestades, a veces sin apoyo y sin esperanza. El espacio ya no es lo mismo, alguien también andaba por las aguas  y atravesaba a las paredes después de su Resurrección. Yo nunca volveré a la iglesia de madera cerca del Mar Báltico con los nimbos dorados de sus santos y el canto en el antiguo eslavo. Toda la vuelta será una huida de su destino, de la voluntad divina. Así escribía San Leandro a su desolada hermana Florentina: “Nunca no volverás de donde ya has salido”. Ahora en esta soledad, eternidad solo debemos escuchar a la única voz, seguir al único movimiento de la figura encima de las aguas. Pero somos débiles, porque la soledad de la santidad es la cruz verdadera.
                “Mejor amar a  las cosas  dadas
                 con las medidas efímeras,
                porque debemos levantarnos,
                sin resbalar en las escaleras.
                No son tan limpias. No importa.
                No son muy bellas. ¡Qué más da!
                Las escaleras nos aportan
                lo que  llamamos “la verdad” , -
así escribía Iosif Brodsky en su juventud. Y no se trata de la Verdad con la letra mayúscula, pero de nuestras pobres verdades: “que yo tengo razón”, “que es mi derecho”, “que solo quería hacer el bien” o “que este otoño volverá otra vez, hay que guardar a los zapatos y a la bufanda”.



                Ya hace casi tres años mi padre me pidió regalarle una boina de otoño. Cuando yo llegue a Moscú, él ya estaba flojo, la cogió en sus manos, acarició a su tela y ella se quedó en la mesilla de la noche para siempre. “Debes comer bien y el otoño siguiente vamos a pasear en el parque, vas a poner a tu boina”. Pero sus ojos ya miraban al mar, donde iba una figura atravesando a las olas, calmando a los vientos y a las tempestades. El otoño no volverá, no se repetirá y este gorro de  lana gris ya no le hará falta.    

lunes, 19 de septiembre de 2016

Simetría de los tiempos (reflexión sobre la ilusión que el otoño volverá). 19092016

Simetría de los tiempos (reflexión sobre la ilusión que el otoño volverá). 

A  ti, que tú estabas cerca este año    
Antes del Cristo parece que el tiempo no existía: nadie sabía a su propia edad exactamente, no había los días de santos, nadie celebraba sus cumpleaños, todas las fechas históricas eran aproximadas.  Y hasta existía cierta oposición a toda esta cronología: el cosmos se movía como una rueda en los sistemas de Demócratas o Heráclito, todo debería desaparecer en fuego y agua que eran las fuentes de todo y su destino final. Parece que el tiempo empezó a ser el tiempo solo con la irrupción de la eternidad, con la encarnación y con la vida histórica del Dios que se hizo hombre. Paradójicamente, la historia adquiere su significado cuando en ella interviene algo distinto, el otro Reino. En la Edad Media para que un reino empezara a tener  conciencia sobre sus fronteras, haría falta la guerra territorial con el otro reino. Así se estructuraba el espacio.  
Para que los hombres se  dieran cuenta que el mundo tiene su fin y su comienzo, que nada va a repetirse, necesitaríamos a la irrupción del Reino, como del algo absolutamente distinto. Así el horizonte hace visibles los objetos y la abolición de las leyes nos demuestra que estas leyes existían no solo como una noción abstracta. Cristo habla sobre la cercanía del fin de tiempo, porque solo su presencia da sentido a este fin. Con la cruz y la Resurrección se cumple lo predicho y el rio de la historia bíblica llega al mar de su eternidad. Pero esta eternidad no hace insignificante a la historia humana, sino al contrario, la otorga la capacidad de ser en el mismo tiempo temporal y eterna. Todo muere  y pasa, todo se queda y se repite.  


“Una vez crucificaron al Cristo, pero cada año estamos celebrando a su Pascua”, - decía el teólogo ruso Sergey Averintzev, - “El movimiento circular de las fiestas anuales nos permite ver a la línea recta del tiempo como una cierta curva que no llega a ser otra vez el circulo”. Persona siempre está rodeada por su círculo de las ceremonias, costumbres y fiestas, por lo que “se hacía siempre” y esto le da la seguridad y la estabilidad. El más grave problema ecuménico no es territorial,  de jerarquía o dogmático (todo esto interesa a muy poca gente), sino este nivel costumbrista de “nuestros santos” y de “lo que hacían siempre”. 
Dios es uno en todas las confesiones, pero si tú te acostumbras a encender a las velas de cera a los iconos o a santificar a los biscochos de la Pascua cada Jueves Santo con el agua bendita, todo va a ser mucho más difícil. La vida se cambió y no habrá ya en ya el patio con la luz de la primaverani los panes redondos adornados con encajes y azúcar glaseado, ni  las gotas del agua bendita en el rostro, ni los huevos remojados toda la noche en el agua con las cascaras de cebolla. No habrá la regenta con su pincel que dibujaba las cruces en los lados redondos de estos símbolos de la Resurrección. Pero tampoco habrán arroyos de la primera nieve, la tierra ennegrecida y siempre tres días antes de la Pascua la noticia: “¡En la bahía se rompió el hielo!”. 
El hielo se rompe y el tiempo entra en el mar de la eternidad. El tiempo rompe al viejo iconostasio y ya estas  ante un retablo barroco, viendo como todos los sacramentos de la liturgia están observados por todos y el sacerdote mira a su pueblo. Así interrumpe en la mente  el Concilio Vaticano II. Y la misa adquiere el otro ritmo, sin perder por eso su sentido, porque la eternidad de la liturgia alarga al tiempo, lo llena hasta sus límites. Dejando atrás a nuestras costumbres, entramos en este rio de la historia universal, donde solo somos una parte. “Recto es nuestro camino, solo empujados por el diablo damos las vueltas”, - escribía San Isidoro de Sevilla en sus “Sentencias”. “¡Nunca no se repetirá ni esta escuela, ni este Platón, porque solo una vez murió el Cristo en la cruz!”, - exclamaba San Agustín. Sin embargo, cada año  los niños empiezan  estudiar a la filosofía desde Platón y Sócrates, otra vez viendo al pórtico inmortal y escuchando a sus palabras: “¡Silencio, los atenienses!”. Y cada vez siendo pecadores damos las vueltas en el bosque de nuestras dudas, porque a veces da miedo el camino recto hacia el mar que ya había roto a su hielo.  


El camino recto esta trazado encima de las aguas y lo debes seguir apoyándose solo en tu fe, sin miedo de las tempestades, a veces sin apoyo y sin esperanza. El espacio ya no es lo mismo, alguien también andaba por las aguas  y atravesaba a las paredes después de su Resurrección. Yo nunca volveré a la iglesia de madera cerca del Mar Báltico con los nimbos dorados de sus santos y el canto en el antiguo eslavo. Toda la vuelta será una huida de su destino, de la voluntad divina. Así escribía San Leandro a su desolada hermana Florentina: “Nunca no volverás de donde ya has salido”. Ahora en esta soledad, eternidad solo debemos escuchar a la única voz, seguir al único movimiento de la figura encima de las aguas. Pero somos débiles, porque la soledad de la santidad es la cruz verdadera.  
“Mejor amar a  las cosas  dadas 
 con las medidas efímeras, 
porque debemos levantarnos, 
sin resbalar en las escaleras. 
No son tan limpias. No importa. 
No son muy bellas. ¡Qué más da! 
Las escaleras nos aportan 
lo que  llamamos “la verdad” , -  
así escribía Iosif Brodsky en su juventud. Y no se trata de la Verdad con la letra mayúscula, pero de nuestras pobres verdades: “que yo tengo razón”, “que es mi derecho”, “que solo quería hacer el bien” que este otoño volverá otra vez, hay que guardar a los zapatos y a la bufanda. 
Ya hace casi tres años mi padre me pidió regalarle una boina de otoño. Cuando yo llegue a Moscú, él ya estaba flojo, la cogió en sus manos, acarició a su tela y ella se quedó en la mesilla de la noche para siempre. “Debes comer bien y el otoño siguiente vamos a pasear en el parque, vas a ponerte  tu boina”. Pero sus ojos ya miraban al mar, donde iba una figura atravesando a las olas, calmando a los vientos y a las tempestades. El otoño no volverá, no se repetirá y este gorro de  lana gris ya no le hará falta.