En mi infancia a un sacerdote le llamaban “el padrecito”. Nuestro Padre gobernaba a una iglesia pequeña y pobre: una veintena de viejas mujeres y un par de seminaristas, nadie más. Su sueldo era escaso, salvaba lo que ellos con su madre (así se denomina en la Iglesia Ortodoxa la esposa de sacerdote) no tenían hijos y les llegaba para una modesta comida y el hábito. El padre Nicolás era un viejo y tullido marinero de la guerra que se había prometido ordenarse al sacerdote cuando defendía a Murmansk. Ahí los alemanes nunca cruzaron a la frontera de URSS, pero toda la Península de Cola está cubierta por los huesos de los soldados. Yo lo había visto con los propios ojos en esta tierra fronteriza, adonde está prohibido el paso, y yo entré solo como un corresponsal. Así que el infierno nuestro Padre ya había visto.
Padre no conocía ni a la teología, ni a la Escritura. Le prepararon rápido, mucho no le podían dar. Hacia el comienzo de la guerra en la libertad solo se quedaron cuatro obispos. Cuando por el orden de Stalin empezaron a liberar a los sacerdotes de los campos de concentración, ya habían fallecido casi todos los teólogos. Los profesores de nuestro Padre no salieron de Solovki y Kolima. Y el Padre conocía a la liturgia mucho peor que las mujeres creyentes o que su instruida regenta. Él tampoco pretendía para mucho, era sencillo, le gustaba leer a San Juan el Crisóstomo (“¡tales palabras tiene!”), ordenar a la leña para la iglesia
Sin embargo, su autoridad y su palabra tenían un peso y nadie se arremetía contra él. “Yo mismo no entiendo a este libro, yo no doy bendición que la niña lo lea. Tengo un viejo diccionario con las definiciones de las herejías. Que haga los apuntes para no meterse en ninguna”. Y mi abuela escondía a las “Triadas” de Gregorio Palama, y yo me aburría escribiendo: “los molocanos no tomaban el queso” o “los nombredioses solían bailar durante las misas”. ¡Gracias por no bendecir! “Y su hijo, hermana, que se case por la Iglesia con esta mujer. Yo no voy a informar a los jefes de su trabajo”, - “¡Viven en el pecado y no van a la comunión!”, - la contestaba con la irritación la parroquiana, una madre ofendida. “Les espero el sábado que viene”. La conversación se daba por acabada y el viejo sacerdote cojeaba a tomar el té sentado en su tronco de leña preferido.
Pero se ponía muy atento durante la confesión: “¡Es muy malo pensamiento! ¿Dónde está cosa entró en la cabeza? Mejor no ir más en esta casa y no hablar sobre estos temas. Tu, hija, limpia el suelo de la cera, si no sabes adonde ir. Toda la iglesia esta como una vela”. Nuestra iglesia tenía un poco más de un siglo, estaba situada a la orilla del Mar Báltico y olía a la madera, al viento y al humo de la chimenea del hierro. Los iconos eran viejos y ennegrecidos, todos regalados por los fieles. El coro cantaba como podía, luchando con las notas. “¡Ustedes, madres, gritad con menor agudeza! ¡Que en el altar me duele la cabeza!”.
Solo ahora entiendo que la fuerza que tenía el Padre era esta “moral sin moralizar” sobre la que tan bien escribe Karl Rahner en el “Cambio estructural de la Iglesia”. Es que los cambios de la Iglesia no son repentinos y entre nacimientos, muertes, enfermedades, entre las historias humanas de todo tipo un viejo sacerdote adquirió una postura verdaderamente cristiana de la moral sin dogmatismo, sin imposición de sus propias opiniones e intereses. Tenía una capacidad aceptar al mundo en toda su realidad, como lo es, y no convertía al cristianismo en algo rígido, dogmático, en una barrera ética para alcanzar, un error frecuente de los laicos- activistas y sobre todo de la gente recién bautizada. Los viejos padres, igual que las madres-monjas de un monasterio cercano solían ver a la persona humana con respeto y curiosidad, como a un misterio y a su destino no como algo que uno debe arreglar a su gusto ahora mismo, sino como a una enigma. Ellos te ayudaban a encaminar el curso de los pensamientos, pero siempre se apartaban de cualquier conflicto o ruptura.
El Padre Nicolás solía ver a los acontecimientos de modo lento y pensativo, como ya vividos: “Hay de todo en la tierra del Señor”. “La ofensa y la deshonra es la mejor cura del orgullo. Olvídalo, por eso hay que agradecer y no protestar”; “¿Quieres contestar? Reza al “Padre Nuestro”. ¿Ya has contestado en tu estilo? Ahora ella también debe rezar al “Padre Nuestro”. Lo que entiendo ahora es que con estos consejos, con los análisis de los pensamientos él nos “dejaba abiertos para el desarrollo de nuestra propia personalidad” (Rahner). Cristo era un vivo ejemplo, un camino para seguir, pero no un rígido código de las leyes morales. Dios estaba libre y omnipotente. Todo esto coincide muy bien con la frase del Padre Pedro Arrupe: “Ante el mundo de hoy el apóstol, el predicador del Evangelio, está completamente inerme. En el plano de los valores humanos no lleva nada que el mundo no posea ya y en un modo mucho más elevado que el suyo. La única cosa es el anuncio de la venida del Reino” (“Experiencia cristiana y el mundo moderno”).
Un laico “ético” tiende culpar al mundo en todas las calamidades, denunciarlo, apartarse de los demás en una postura didáctica, como si un capitalismo o un subdesarrollo de los países del Tercer Mundo sería una cosa exterior, impuesta a su bondad. Un Padre de este nivel asume al mundo como a un Corpus Christi, como al cuerpo dolido y crucificado. Un hecho
que tanto asombró a Gonzalo Torrente Ballester en el Concilio de Vaticano II: “Corpus mysticum, Ecclesia orans: nociones que jamás sospechado. … Fue algo como penetrar en el interior de una realidad que, hasta entonces, sólo había conocido por sus efectos y visto en su apariencia” (“Con motivo de la nueva encíclica”, en S. Madrigal Memoria del Concilio. Diez evocaciones del Vaticano II, Comillas, 2005). La persona de este tipo no se sienta en deuda con nadie, porque no está separada ni de los pobres, ni de los enfermos, sino vive junto con ellos a su destino y a sus sufrimientos.
“Este cristiano nuevo va a matar a todos que no aman al próximo. Con este mismo tronco de leña en el que yo estoy sentado”, - “¿Tendrá su razón?”, - “Si, yo no la tengo. Cuando mi madre canta el akatisto con su voz de cabra yo la prefería amar como a una lejana”. Se ríe: “Tu santa abuela mataría a cualquier próximo, si él abriría el horno cuando se levanta el biscocho pascual”, - “Claro, una docena de huevos perdida y una caja de mantequilla”, - “Barata es la vida humana. Pero mejor matar al próximo por un biscocho que por amor hacia él”. Su esposa murió un año después de mi abuela, él vivió un par de años más. Sus tumbas están al lado en un cementerio ortodoxo. ¿Sal de la tierra? Padre Nicolás no aguantaba a esta definición: “¡No estropeas a la sopa con tanta sal! ¡Menos sal y menos luz, más el Cristo, Señor Jesús!”. Más tarde, ya en España, yo leí a los “Fragmentos de un Evangelio Apócrifo” de J. L. Borges: “Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es”. Pero también había en el mismo texto: “Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá”.
Todos veían a la luz, pero el viejo sacerdote no pensaba sobre ello, porque no separaba a sí mismo de los hombres que estaban a su lado. “Creo que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en riqueza a los de Dios y a los de todos los hombres”, - como escribía el mismo Borges en su poema “Mi vida entera”. Nosotros vemos a las vidas de los demás desde las nuestras escasas perspectivas y encima de nuestras cabezas está el techo de la casa de intereses y complejos. Pero un sacerdote veía a las vidas como a los caminos entre nacidos y ya reunidos con el Señor. Él sentaba con su taza de té bajo el cielo estrellado, cansado de la liturgia de las dos horas.
La imagen del Padre Nicolás tiene uno prototipo real, y también se usan las frases de los Padres Valentin Anfiteatrov, Ioann Krestiayankin (el el primer foto) y Mijail Ridiger (en el foto con su madre y con su hijo, futuro patriarca Alexis II).
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