Jornadas
Conmemorativas del 50° aniversario de la encíclica del Beato Juan XXIII “Pacem
in Terris”
Ciudad del
Vaticano, 26 septiembre 2013 (VIS).-Esta mañana en la Oficina de Prensa de la
Santa Sede ha tenido lugar la presentación de las Jornadas Conmemorativas del
50° aniversario de la publicación de la encíclica del Beato Juan XXIII “Pacem
in Terris”, que vio la luz el 11 de abril de 1963 y ofreció, como ha explicado
el obispo Mario Toso, “una estructura de pensamiento y de proyecto político que
hizo que la Iglesia y los creyentes se comprometiesen en los temas sociales,
durante los años venideros, con una capacidad de visión y de propuesta,
realmente universales”.
Además de
monseñor Toso, que es secretario del Pontificio Consejo Justicia y Paz, han
intervenido en la presentación de las jornadas (2, 3 y 4 de octubre) el
cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, presidente de ese dicasterio y Vittorio
Alberti, oficial del mismo Pontificio Consejo.
La
conmemoración se propone promover una reflexión sobre la actualidad y la
actualización de los contenidos de la “Pacem in Terris” en la realidad
contemporánea y apurar la puesta en práctica de sus enseñanzas fundamentales en
el ámbito de los derechos humanos, del bien común y del bien común y de la
política. “Ámbitos -ha dicho el cardenal Turkson- en que se juega la
convivencia pacífica entre los pueblos y las naciones. De hecho, Juan XXIII,
más que teorizar sobre la paz o la guerra, hace hincapie en el hombre y en su
dignidad”.
Las tres
jornadas giran alrededor de tres argumentos. El primero es la cuestión de las
instituciones políticas y de las políticas globales y para afrontar este tipo
de problemática “se ha considerado necesario empezar examinando el tema de la
reforma de la más grande entre las instituciones mundiales : la Organización de
las Naciones Unidas”. Otras cuestiones urgentes que debido al fenómeno de la
globalización han asumido una dimensión de proporciones tales que exige el
compromiso y la cooperación de la comunidad internacional son el trabajo - o
mas bien el desempleo- y la protección de los derechos humanos.
“Hemos
pensado -ha añadido Turkson- de dar a conocer como se desarrolla la
colaboración internacional dentro de las grandes instituciones políticas
regionales: el Consejo de Europa, la Unión Africana, la Liga de Estados Árabes,
la Organización de Estados Americanos y la Organización para el Diálogo y la
Cooperación Asiática. A la intervención de los expertos en materia se sumará la
de los representantes del mundo eclesial que, el 3 de octubre, hablarán de las
instituciones que en la Iglesia Católica reúnen las conferencias episcopales
nacionales en organismos de dimensión continental”.
El 4 de
octubre se afrontará el segundo argumento: Las nuevas fronteras de la paz. “La
actualización de la Pacem in Terris parte de la consideración de que la puesta
en juego hoy está en un campo completamente diverso que el de hace cincuenta
años, una época en que el conflicto, no siempre latente, se encarnaba en la
contraposición de dos bloques, es decir, en la “guerra fría”. Hoy en cambio los
retos al mantenimiento de la paz son de otro cariz, como la libertad religiosa,
en particular, la persecución de los cristianos en el mundo; la crisis
económica que es, ante todo, crisis moral, la emergencia educativa, muy aguda
en el sector de los mass-media, los conflictos cada vez mas frecuentes por el
acceso a los recursos, el uso distorsionado de las ciencias biológicas que
perjudica la dignidad humana, las armas y las medidas de seguridad”.
El aspecto
educativo, abordado desde una doble óptica, la formativa y la de la experiencia
práctica es la tercera cuestión y a ella está dedicada la jornada del 2 de
octubre en que unos 60 rectores y docentes en representación de otras tantas
universidades pontificias y católicas de los cinco continentes se encontrarán
para profundizar uno de los temas cruciales de nuestra época: la formación de
las nuevas generaciones de cristianos comprometidos con la política. De la
experiencia concreta hablarán, en cambio, los representantes de organismos de
gobernancia regional que expondrán “el método en uso para perseguir el bien
común en ámbito continental”.
El cardenal
ha concluido recordando que,como corolario de las tres jornadas, se presentará
el volumen “El concepto de paz”, publicado para esta circunstancia y que cuenta
con la colaboración de eminentes estudiosos en materia.
PACEM IN
TERRIS
CARTA ENCICLICA
DE SU
SANTIDAD JUAN XXIII
Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de
fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
A los venerables hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y
otros Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica, al clero y fieles
de todo el mundo y a todos los hombres de buena voluntad
INTRODUCCIÓN
El orden en el universo
1. La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de
la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se
respeta fielmente el orden establecido por Dios.
2. El progreso científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en
los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y
que, al mismo tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la
cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para
adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio.
3. Pero el progreso científico y los adelantos técnicos lo primero que
demuestran es la grandeza infinita de Dios, creador del universo y del propio
hombre. Dios hizo de la nada el universo, y en él derramó los tesoros de
su sabiduría y de su bondad, por lo cual el
salmista alaba a Dios en un pasaje con estas palabras: ¡Oh Yahvé, Señor
nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra![1]. Y en otro texto dice: ¡Cuántas son tus obras,
oh Señor, cuán sabiamente ordenadas![2]
De igual manera, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza[3], dotándole de inteligencia y libertad, y le
constituyó señor del universo, como el mismo salmista declara con esta
sentencia: Has hecho al hombre poco menor que los ángeles, 1e has coronado de
gloria y de honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos. Todo lo has
puesto debajo de sus pies[4].
El orden en la humanidad
4. Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden
maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y
entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no
pudieran regirse más que por 1a fuerza.
5. Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un
orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los
hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones,
siendo testigo su conciencia[5].
Por otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son,
en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto
mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan[6].
6. Pero una opinión equivocada induce con frecuencia a muchos al error de
pensar que las relaciones de los individuos con sus respectivas comunidades
políticas pueden regularse por las mismas leyes que rigen las fuerzas y los
elementos irracionales del universo, siendo así que tales leyes son de otro
género y hay que buscarlas solamente allí donde las ha grabado el Creador de
todo, esto es, en la naturaleza del hombre.
7. Son, en efecto, estas leyes las que enseñan claramente a los hombres,
primero, cómo deben regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana;
segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las
autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí
los Estados; finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y
los Estados, y de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos, cuya
constitución es una exigencia urgente del bien común universal.
I. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES CIVILES
8. Hemos de hablar primeramente del orden que debe regir entre los
hombres.
La persona humana, sujeto de derechos y deberes
9. En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer
como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza
dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene
por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de
su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e
inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto[7].
10. Si, por otra parte, consideramos la dignidad de la persona humana a la
luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor
grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de
Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos
de la gloria eterna.
Los derechos del hombre
Derecho a la existencia y a
un decoroso nivel de vida
11. Puestos a desarrollar, en primer término, el tema de los derechos del
hombre, observamos que éste tiene un derecho a la existencia, a la integridad
corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales
son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la
asistencia médica y, finalmente, los servicios indispensables que a cada
uno debe prestar el Estado. De lo cual se sigue que el hombre posee también el
derecho a la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudedad,
vejez, paro y, por último, cualquier otra eventualidad que le prive, sin culpa
suya, de los medios necesarios para su sustento[8].
Derecho a la buena fama, a la verdad y a la cultura
12. El hombre exige, además,, por derecho natural el debido respeto a su
persona, la buena reputación social, la posibilidad de buscar la verdad
libremente y, dentro de los límites del orden moral y del bien común, manifestar
y difundir sus opiniones y ejercer una profesión cualquiera, y, finalmente,
disponer de una información objetiva de los sucesos públicos.
13. También es un derecho natural del hombre el acceso a los bienes de la
cultura. Por ello, es igualmente necesario que reciba una instrucción
fundamental común y una formación técnica o profesional de acuerdo con el
progreso de la cultura en su propio país. Con este fin hay que esforzarse para
que los ciudadanos puedan subir, sí su capacidad intelectual lo permite, a los
más altos grados de los estudios, de tal forma que, dentro de lo posible,
alcancen en la sociedad los cargos y responsabilidades adecuados a su talento y
a la experiencia que hayan adquirido[9].
Derecho al culto divino
14. Entre los derechos del hombre dé bese enumerar también el de poder
venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en
privado y en público. Porque, como bien enseña Lactancio, para esto nacemos,
para ofrecer a Dios, que nos crea, el justo y debido homenaje; para buscarle a
El solo, para seguirle. Este es el vínculo de piedad que a El nos somete y nos
liga, y del cual deriva el nombre mismo de religión[10]. A propósito de este punto, nuestro
predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: Esta libertad, la libertad
verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad
de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha
sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la
libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que
confirmaron con sus escritos los apologistas, la que consagraron con su
sangre los innumerables mártires cristianos [11].
Derechos familiares
15. Además tienen los hombres pleno derecho a elegir el estado de vida que
prefieran, y, por consiguiente, a fundar una familia, en cuya creación el varón
y la mujer tengan iguales derechos y deberes, o seguir la vocación del
sacerdocio o de la vida religiosa[12].
16. Por lo que toca a la familia, la cual se funda en el matrimonio
libremente contraído, uno e indisoluble, es necesario considerarla como la
semilla primera y natural dela sociedad humana. De lo cual nace el deber de
atenderla con suma diligencia tanto en el aspecto económico y social como en la
esfera cultural y ética; todas estas medidas tienen como fin consolidar la
familia y ayudarla a cumplir su misión.
17. A los padres, sin embargo, corresponde antes que a nadie el derecho de
mantener y educar a los hijos[13].
Derechos económicos
18. En lo relativo al campo de la economía, es evidente que el hombre tiene
derecho natural a que se le facilite la posibilidad de trabajar y a la libre
iniciativa en el desempeño del trabajo[14].
19. Pero con estos derechos económicos está ciertamente unido el de exigir
tales condiciones de trabajo que no debiliten las energías del cuerpo, ni
comprometan la integridad moral, ni dañen el normal desarrollo de la juventud.
Por lo que se refiere a la mujer, hay quedarle la posibilidad de trabajar en
condiciones adecuadas a las exigencias y los deberes de esposa y de madre[15].
20. De la dignidad de la persona humana nace también el derecho a ejercer las
actividades económicas, salvando el sentido de la responsabilidad[16]. Por tanto, no debe silenciarse que ha de
retribuirse al trabajador con un salario establecido conforme a las normas de la
justicia, y que, por lo mismo, según las posibilidades de la empresa, le
permita, tanto a él como a su familia, mantener un género de vida adecuado a la
dignidad del hombre. Sobre este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío
XII afirma: Al deber de trabajar, impuesto al hombre por la naturaleza,
corresponde asimismo un derecho natural en virtud del cual puede pedir, a cambio
de su trabajo, lo necesario para la vida propia y de sus hijos. Tan
profundamente está mandada por la naturaleza la conservación del hombre[17].
Derecho a la propiedad privada
21. También surge de la naturaleza humana el derecho a la propiedad privada
de los bienes, incluidos los de producción, derecho que, como en otra ocasión
hemos enseñado, constituye un medio eficiente para garantizar la dignidad de
la persona humana y el ejercicio libre de la propia misión en todos los campos
de la actividad económica, y es, finalmente, un elemento de tranquilidad y de
consolidación para la vida familiar, con el consiguiente aumento de paz y
prosperidad en el Estado[18].
22. Por último, y es ésta una advertencia necesaria, el derecho de propiedad
privada entraña una función social[19].
Derecho de reunión y asociación
23. De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión
y de asociación; el de dar a las asociaciones que creen la forma más idónea para
obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente y con
propia responsabilidad, y el de conducirlas a los resultados previstos [20].
24. Como ya advertimos con gran insistencia en la encíclica Mater et
magistra, es absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u
organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que os particulares por sí
solos no pueden obtener eficazmente. Tales asociaciones y organismos deben
considerarse como instrumentos indispensables en grado sumo para defender la
dignidad y libertad de la persona humana, dejando a salvo el sentido de la
responsabilidad[21].
Derecho de residencia y emigración
25. Ha de respetarse íntegramente también el derecho de cada hombre a
conservar o cambiar su residencia dentro de los límites geográficos del país;
más aún, es necesario que le sea lícito, cuando lo aconsejen justos motivos,
emigrar a otros países y fijar allí su domicilio[22]. El hecho de pertenecer como ciudadano a una determinada
comunidad política no impide en modo alguno ser miembro de la familia humana y
ciudadano de la sociedad y convivencia universal, común a todos los hombres.
Derecho a intervenir en la vida pública
26. Añádese a lo dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el
derecho a tomar parte activa en la vida pública y contribuir al bien común.
Pues, como dice nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, el hombre como
tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por
el contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin[23].
Derecho a la seguridad jurídica
27. A la persona humana corresponde también la defensa legítima de sus
propios derechos; defensa eficaz, igual para todos y regida por las normas
objetivas de la justicia, como advierte nuestro predecesor, de feliz memoria,
Pío XII con estas palabras: Del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva
el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una
esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario([24].
Los deberes del hombre
Conexión necesaria entre derechos y deberes
28. Los derechos naturales que hasta aquí hemos recordado están unidos en el
hombre que los posee con otros tantos deberes, y unos y otros tienen en la ley
natural, que los confiere o los impone, su origen, mantenimiento y vigor
indestructible.
29. Por ello, para poner algún ejemplo, al derecho del hombre a la existencia
corresponde el deber de conservarla; al derecho a un decoroso nivel de vida, el
deber de vivir con decoro; al derecho de buscar libremente la verdad, el deber
de buscarla cada día con mayor profundidad y amplitud.
El deber de respetar los derechos ajenos
30. Es asimismo consecuencia de lo dicho que, en la sociedad humana, a un
determinado derecho natural de cada hombre corresponda en los demás el deber de
reconocerlo y respetarlo. Porque cualquier derecho fundamental del hombre deriva
su fuerza moral obligatoria de la ley natural, que lo confiere e impone el
correlativo deber. Por tanto, quienes, al reivindicar sus derechos, olvidan por
completo sus deberes o no les dan la importancia debida, se asemejan a los que
derriban con una mano lo que con la otra construyen.
El deber de colaborar con los demás
31. Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben convivir unos con
otros y procurar cada uno el bien de los demás. Por esto, una convivencia humana
rectamente ordenada exige que se reconozcan y se respeten mutuamente los
derechos y los deberes. De aquí se sigue también el que cada uno deba aportar su
colaboración generosa para procurar una convivencia civil en la que se respeten
los derechos y los deberes con diligencia y eficacia crecientes.
32. No basta, por ejemplo, reconocer al hombre el derecho a las cosas
necesarias para la vida si no se procura, en la medida posible, que el hombre
posea con suficiente abundancia cuanto toca a su sustento.
33. A esto se añade que la sociedad, además de tener un orden jurídico, ha de
proporcionar al hombre muchas utilidades. Lo cual exige que todos reconozcan y
cumplan mutuamente sus derechos y deberes e intervengan unidos en las múltiples
empresas que la civilización actual permita, aconseje o reclame.
El deber de actuar con sentido de responsabilidad
34. La dignidad de la persona humana requiere, además, que el hombre, en sus
actividades, proceda por propia iniciativa y libremente. Por lo cual, tratándose
de la convivencia civil, debe respetar los derechos, cumplir las obligaciones y
prestar su colaboración a los demás en una multitud de obras, principalmente en
virtud de determinaciones personales. De esta manera, cada cual ha de actuar por
su propia decisión, convencimiento y responsabilidad, y no movido por la
coacción o por presiones que la mayoría de las veces provienen de fuera. Porque
una sociedad que se apoye sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de
inhumana. En ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en
vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida y al
propio perfeccionamiento.
La convivencia civil
Verdad, justicia, amor y libertad, fundamentos de la convivencia
humana
35. Por esto, la convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y
congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia
del apóstol San Pablo: Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con
su prójimo, pues que todos somos miembros unos de otros[25]. Esto ocurrirá, ciertamente, cuando cada cual
reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los deberes que
tiene para con los demás. Más todavía: una comunidad humana será cual la hemos
descrito cuando los ciudadanos, bajo la guía de la justicia, respeten los
derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando estén movidos por el
amor de tal manera, que sientan como suyas las necesidades del prójimo y hagan a
los demás partícipes de sus bienes, y procuren que en todo el mundo haya un
intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu humano. Ni
basta esto sólo, porque la sociedad humana se va desarrollando conjuntamente con
la libertad, es decir, con sistemas que se ajusten a la dignidad del ciudadano,
ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta, por lo mismo, responsable
de sus acciones.
Carácter espiritual de la sociedad humana
36. La sociedad humana, venerables hermanos y queridos hijos, tiene que ser
considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual:
que impulse a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los
más diversos conocimientos; a defender sus derechos y cumplir sus deberes; a
desear los bienes del espíritu; a disfrutar en común del justo placer de la
belleza en todas sus manifestaciones; a sentirse inclinados continuamente a
compartir con los demás lo mejor de sí mismos; a asimilar con afán, en provecho
propio, los bienes espirituales del prójimo. Todos estos valores informan y, al
mismo tiempo, dirigen las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la
convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico
y, finalmente, de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la
comunidad humana en su incesante desarrollo.
37. El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual.
Porque se funda en la verdad, debe practicarse según los preceptos de la
justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo, y, por último,
respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más
humana.
La convivencia tiene que fundarse en el orden moral establecido por
Dios
38. Sin embargo, este orden espiritual, cuyos principios son universales,
absolutos e inmutables, tiene su origen único en un Dios verdadero, personal y
que trasciende a la naturaleza humana. Dios, en efecto, por ser la primera
verdad y el sumo bien, es la fuente más profunda de la cual puede extraer su
vida verdadera una convivencia humana rectamente constituida, provechosa y
adecuada a la dignidad del hombre[26]. A
esto se refiere el pasaje de Santo Tomás de Aquino: El que la razón
humana sea norma de la humana voluntad, por la que se mida su bondad, es una
derivación de la ley eterna, la cual se identifica con la razón divina... Es,
por consiguiente, claro que la bondad de la voluntad humana depende mucho más de
la ley eterna que de la razón humana [27].
Características de nuestra época
39. Tres son las notas características de nuestra época.
La elevación del mundo laboral
40. En primer lugar contemplamos el avance progresivo realizado por las
clases trabajadoras en lo económico y en lo social. Inició el mundo del trabajo
su elevación con la reivindicación de sus derechos, principalmente en el orden
económico y social. Extendieron después los trabajadores sus reivindicaciones a
la esfera política. Finalmente, se orientaron al logro de las ventajas propias
de una cultura más refinada. Por ello, en la actualidad, los trabajadores de
todo el mundo reclaman con energía que no se les considere nunca simples objetos
carentes de razón y libertad, sometidos al uso arbitrario de los demás, sino
como hombres en todos los sectores de la sociedad; esto es, en el orden
económico y social, en el político y en el campo de la cultura.
La presencia de la mujer en la vida pública
41. En segundo lugar, es un hecho evidente la presencia de la mujer en la
vida pública. Este fenómeno se registra con mayor rapidez en los pueblos que
profesan la fe cristiana, y con más lentitud, pero siempre en gran escala, en
países de tradición y civilizaciones distintas. La mujer ha adquirido una
conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera
que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el
contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida
pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona
humana.
La emancipación de los pueblos
42. Observamos, por último, que, en la actualidad, la convivencia humana ha
sufrido una total transformación en lo social y en lo político. Todos los
pueblos, en efecto, han adquirido ya su libertad o están a punto de adquirirla.
Por ello, en breve plazo no habrá pueblos dominadores ni pueblos dominados.
43. Los hombres de todos los países o son ya ciudadanos de un Estado
independiente, o están a punto de serlo. No hay ya comunidad nacional alguna que
quiera estar sometida al dominio de otra. Porque en nuestro tiempo resultan
anacrónicas las teorías, que duraron tantos siglos, por virtud de las cuales
ciertas clases recibían un trato de inferioridad, mientras otras exigían
posiciones privilegiadas, a causa de la situación económica y social, del sexo o
de la categoría política.
44. Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la
convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí.
Por lo cual, las discriminaciones raciales no encuentran ya justificación
alguna, a lo menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una
importancia extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los
principios que hemos recordado. Porque cuando en un hombre surge la conciencia
de los propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias
obligaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene asimismo,
como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras los demás
tienen el deber de reconocerlos y respetarlos.
45. Cuando la regulación jurídica del ciudadano se ordena al respeto de los
derechos y de los deberes, los hombres se abren inmediatamente al mundo de las
realidades espirituales, comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de
la caridad, de la libertad, y adquieren conciencia de ser miembros de tal
sociedad. Y no es esto todo, porque, movidos profundamente por estas mismas
causas, se sienten impulsados a conocer mejor al verdadero Dios, que es superior
al hombre y personal. Por todo lo cual juzgan que las relaciones que los unen
con Dios son el fundamento de su vida, de esa vida que viven en la intimidad de
su espíritu o unidos en sociedad con los demás hombres.
II. ORDENACIÓN DE LAS RELACIONES POLÍTICAS
La autoridad
Es necesaria
46. Una sociedad bien ordenada y fecunda requiere gobernantes, investidos de
legítima autoridad, que defiendan las instituciones y consagren, en la medida
suficiente, su actividad y sus desvelos al provecho común del país. Toda la
autoridad que los gobernantes poseen proviene de Dios, según enseña San Pablo:
Porque no hay autoridad que no venga de Dios [28]. Enseñanza del Apóstol que San Juan
Crisóstomo desarrolla en estos términos: ¿Qué dices? ¿Acaso todo gobernante
ha sido establecido por Dios? No digo esto -añade-, no hablo de cada uno
de los que mandan, sino de la autoridad misma. Porque el que existan las
autoridades, y haya gobernantes y súbditos, y todo suceda sin obedecer a un azar
completamente fortuito, digo que es obra de la divina sabiduría[29].En efecto, como Dios ha creado a los
hombres sociales por naturaleza y ninguna sociedad puede conservarse sin un
jefe supremo que mueva a todos y a cada uno con un mismo impulso eficaz,
encaminado al bien común, resulta
necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija; autoridad que,
como la misma sociedad, surge y deriva de la naturaleza, y, por tanto, del mismo
Dios, que es su autor[30].
Debe estar sometida al orden moral
47. La autoridad, sin embargo, no puede considerarse exenta de sometimiento a
otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la
recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede
del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin. Por eso
advierte nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: El mismo orden
absoluto de los seres y de los fines, que muestra al hombre como persona
autónoma, es decir, como sujeto de derechos y de deberes inviolables, raíz y
término de su propia vida social, abarca también al Estado como sociedad
necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría ni existir ni vivir...
Y como ese orden absoluto, a la luz de la sana razón, y más particularmente a la
luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que un Dios personal, Creador
nuestro, síguese que... la dignidad de la autoridad política es la dignidad de
su participación en la autoridad de Dios[31].
Sólo así obliga en conciencia
48. Por este motivo, el derecho de mandar que se funda exclusiva o
principalmente en la amenaza o el temor de las penas o en la promesa de premios,
no tiene eficacia alguna para mover al hombre a laborar por el bien común, y,
aun cuando tal vez tuviera esa eficacia, no se ajustaría en absoluto a la
dignidad del hombre, que es un ser racional y libre. La autoridad no es, en su
contenido sustancial, una fuerza física; por ello tienen que apelar los
gobernantes a la conciencia del ciudadano, esto es, al deber que sobre cada uno
pesa de prestar su pronta colaboración al bien común. Pero como todos los
hombres son entre sí iguales en dignidad natural, ninguno de ellos, en
consecuencia, puede obligar a los demás a tomar una decisión en la intimidad de
su conciencia. Es éste un poder exclusivo de Dios, por ser el único que ve y
juzga los secretos más ocultos del corazón humano.
49. Los gobernantes, por tanto, sólo pueden obligar en conciencia al
ciudadano cuando su autoridad está unida a la de Dios y constituye una
participación de la misma[32].
Y se salva la dignidad del ciudadano
50. Sentado este principio, se salva la dignidad del ciudadano, ya que su
obediencia a las autoridades públicas no es, en modo alguno, sometimiento de
hombrea hombre, sino, en realidad, un acto de culto a Dios, creador solícito de
todo, quien ha ordenado que las relaciones de la convivencia humana se regulen
por el orden que El mismo ha establecido; por otra parte, al rendir a Dios la
debida reverencia, el hombre no se humilla, sino más bien se eleva y ennoblece,
ya que servir a Dios es reinar[33].
La ley debe respetar el
ordenamiento divino
51. El derecho de mandar constituye una exigencia del orden espiritual y
dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes promulgan una ley o dictan una
disposición cualquiera contraria a ese orden espiritual y, por consiguiente,
opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la ley promulgada ni la
disposición dictada pueden obligar en conciencia al ciudadano, ya que es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres[34]); más aún, en semejante situación, la propia
autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa. Así lo
enseña Santo Tomás: En cuanto a lo segundo, la ley humana tiene razón de ley
sólo en cuanto se ajusta a la recta razón. Y así considerada, es
manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en cuanto se aparta de la recta
razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter de ley, sino
más bien de violencia [35].
Autoridad y democracia
52. Ahora bien, del hecho de que la autoridad proviene de Dios no debe en
modo alguno deducirse que los hombres no tengan derecho a elegir los gobernantes
de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y
los límites en el ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que
acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase de régimen
auténticamente democrático[36].
El bien común
Obliga al ciudadano
53. Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su
colaboración personal al bien común. De donde se sigue la conclusión fundamental
de que todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás,
y la de que deben enderezar sus prestaciones en bienes o servicios al fin que
los gobernantes han establecido, según normas de justicia y respetando los
procedimientos y límites fijados para el gobierno. Los gobernantes, por tanto,
deben dictar aquellas disposiciones que, además de su perfección formal
jurídica, se ordenen por entero al bien de la comunidad o puedan conducir a
él.
Obliga también al gobernante
54. La razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien
común. De donde se deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo,
respetando la naturaleza del propio bien común y ajustando al mismo tiempo sus
normas jurídicas a la situación real de las circunstancias[37]
Está ligado a la naturaleza humana
55. Sin duda han de considerarse elementos intrínsecos del bien común las
propiedades características de cada nación[38]; pero estas propiedades no definen en absoluto de manera
completa el bien común. El bien común, en efecto, está íntimamente ligado a la
naturaleza humana. Por ello no se puede mantener su total integridad más que en
el supuesto de que, atendiendo a la íntima naturaleza y efectividad del mismo,
se tenga siempre en cuenta el concepto de la persona humana[39].
Debe redundar en provecho de todos
56. Añádase a esto que todos los miembros de la comunidad deben participar en
el bien común por razón de su propia naturaleza, aunque en grados diversos,
según las categorías, méritos y condiciones de cada ciudadano. Por este motivo,
los gobernantes han de orientar sus esfuerzos a que el bien común redunde en
provecho de todos, sin preferencia alguna por persona o grupo social
determinado, como lo establece ya nuestro predecesor, de inmortal memoria, León
XIII: No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva el
interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de
todos[40]. Sin embargo, razones
de justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de gobierno
tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que puedan hallarse en
condiciones de inferioridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus
legítimos intereses[41].
Abarca a todo el hombre
57. Hemos de hacer aquí una advertencia a nuestros hijos: el bien común
abarca a todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del
espíritu. De lo cual se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por
las vías adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto
orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo
tiempo los bienes del espíritu[42].
58. Todos estos principios están recogidos con exacta precisión en un pasaje
de nuestra encíclica Mater et magistra, donde establecimos que el bien
común abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los
ciudadanos e1 desarrollo expedito y pleno de su propia perfección [43].
59. E1 hombre, por tener un cuerpo y un alma inmortal, no puede satisfacer
sus necesidades ni conseguir en esta vida mortal su perfecta felicidad. Esta es
1a razón de que el bien común deba procurarse por tales vías y con tales medios
que no sólo no pongan obstáculos a la salvación eterna del hombre, sino que, por
el contrario, le ayuden a conseguirla [44].
Deberes de los gobernantes en orden al bien común
1. Defender los derechos y deberes del hombre
60. En 1a época actual se considera que el bien común consiste principalmente
en la defensa de los derechos y deberes de 1a persona humana. De aquí que la
misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado,
reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro,
facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes.
Tutelar el campo intangible de los derechos de 1a persona humana y hacerle
llevadero el cumplimiento de sus deberes debe ser oficio esencial de todo poder
público [45].
61. Por eso, los gobernantes que no reconozcan los derechos del hombre o los
violen faltan a su propio deber y carecen, además, de toda obligatoriedad las
disposiciones que dicten [46].
2. Armonizarlos y regularlos
62. Más aún, los gobernantes tienen como deber principal el de armonizar y
regular de una manera adecuada y conveniente los derechos que vinculan entre sí
a los hombres en el seno de la sociedad, de tal forma que, en primer lugar, los
ciudadanos, al procurar sus derechos, no impidan el ejercicio de los derechos de
los demás; en segundo lugar, que el que defienda su propio derecho no dificulte
a los otros 1a práctica de sus respectivos deberes, y, por último, hay que
mantener eficazmente 1a integridad de los derechos de todos y restablecerla en
caso de haber sido violada[47].
3. Favorecer su ejercicio
63. Es además deber de quienes están a la cabeza del país trabajar
positivamente para crear un estado de cosas que permita y facilite al ciudadano
la defensa de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones. De hecho, la
experiencia enseña que, cuando falta una acción apropiada de los poderes
públicos en 1o económico, lo político o lo cultural, se produce entre los
ciudadanos, sobre todo en nuestra época, un mayor número de desigualdades en
sectores cada vez más amplios, resultando así que los derechos y deberes de 1a
persona humana carecen de toda eficacia práctica.
4. Exigencias concretas en esta materia
64. Es por ello necesario que los gobiernos pongan todo su empeño para que el
desarrollo económico y el progreso social avancen a mismo tiempo y para que, a
medida que se desarrolla la productividad de los sistemas económicos, se
desenvuelvan también los servicios esenciales, como son, por ejemplo,
carreteras, transportes, comercio, agua potable, vivienda, asistencia sanitaria,
medios que faciliten la profesión de la fe religiosa y, finalmente, auxilios
para el descanso del espíritu. Es necesario también que las autoridades se
esfuercen por organizar sistemas económicos de previsión para que al ciudadano,
en el caso de sufrir una desgracia o sobrevenirle una carga mayor en las
obligaciones familiares contraídas, no le falte lo necesario para llevar un
tenor de vida digno. Y no menor empeño deberán poner las autoridades en procurar
y en lograr que a los obreros aptos para el trabajo se les dé la oportunidad de
conseguir un empleo adecuado a sus fuerzas; que se pague a cada uno el salario
que corresponda según las leyes de la justicia y de la equidad; que en las
empresas puedan los trabajadores sentirse responsables de la tarea realizada;
que se puedan constituir fácilmente organismos intermedios que hagan más fecunda
y ágil la convivencia social; que, finalmente, todos, por los procedimientos y
grados oportunos, puedan participar en los bienes de la cultura.
5. Guardar un perfecto equilibrio en 1a regulación y tutela de los
derechos
65. Sin embargo, el bien general del país también exige que los
gobernantes, tanto en la tarea de coordinar y asegurar los derechos de los
ciudadanos como en la función de irlos perfeccionando, guarden un pleno
equilibrio para evitar, por un lado, que la preferencia dada a los derechos de
algunos particulares o de determinados grupos venga a ser origen de una posición
de privilegio en la nación, y para soslayar, por otro, el peligro de que, por
defender los derechos de todos, incurran en la absurda posición de impedir el
pleno desarrollo de los derechos de cada uno. Manténgase siempre a salvo el
principio de que la intervención de las autoridades públicas en el campo
económico, por dilatada y profunda que sea, no sólo no debe coartar la libre
iniciativa de los particulares, sino que, por el contrario,
ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa, salvaguardando, sin
embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona humana [48].
66. Idéntica finalidad han de tener las iniciativas de todo
género del gobierno dirigidas a facilitar al ciudadano tanto la defensa de sus
derechos como e1 cumplimiento de sus deberes en todos los sectores de la vida
social.
La constitución jurídico-política de la sociedad
67. Pasando a otro tema, no puede establecerse una norma universal
sobre cuál sea la forma mejor de gobierno ni sobre los sistemas más adecuados
para el ejercicio de las funciones públicas, tanto en la esfera legislativa como
en 1a administrativa y en la judicial.
División de funciones y de poderes
68. En realidad, para determinar cuál haya de ser la estructura política de
un país o el procedimiento apto para el ejercicio de las funciones públicas, es
necesario tener muy en cuenta la situación actual y las circunstancias de cada
pueblo; situación y circunstancias que cambian en función de los lugares y de
las épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con la propia naturaleza del
hombre una organización de la convivencia compuesta por las tres clases de
magistraturas que mejor respondan a la triple función principal de 1a autoridad
pública; porque en una comunidad política así organizada, las funciones de cada
magistratura y las relaciones entre el ciudadano y los servidores de la cosa
pública quedan definidas en términos jurídicos. Tal estructura política ofrece,
sin duda, una eficaz garantía al ciudadano tanto en el ejercicio de sus derechos
como en el cumplimiento de sus deberes.
Normas generales para e1 ejercicio de los tres poderes
69. Sin embargo, para que esta organización jurídica y política de la
comunidad rinda las ventajas que le son propias, es exigencia de la misma
realidad que las autoridades actúen y resuelvan las dificultades que surjan con
procedimientos y medios idóneos, ajustados a las funciones específicas de su
competencia y a la situación actual del país. Esto implica, además, la
obligación que el poder legislativo tiene, en el constante cambio que 1a
realidad impone, de no descuidar jamás en su actuación las normas morales, las
bases constitucionales del Estado y las exigencias del bien común. Reclama, en
segundo lugar, que la administración pública resuelva todos los casos en
consonancia con el derecho, teniendo a la vista la legislación vigente y con
cuidadoso examen crítico de la realidad concreta. Exige, por último, que el
poder judicial dé a cada cual su derecho con imparcialidad plena y sin dejarse
arrastrar por presiones de grupo alguno. Es también exigencia de la realidad que
tanto el ciudadano como los grupos intermedios tengan a su alcance los medios
legales necesarios para defender sus derechos y cumplir sus obligaciones, tanto
en el terreno de las mutuas relaciones privadas como en sus contactos con los
funcionarios públicos[49] .
Cautelas y requisitos que deben observar los gobernantes
70. Es indudable que esta ordenación jurídica del Estado, la cual responde a
las normas de la moral y de la justicia y concuerda con el grado de progreso de
la comunidad política, contribuye en gran manera al bien común del país.
71. Sin embargo, en nuestros tiempos, la vida social es tan variada, compleja
y dinámica, que cualquier ordenación jurídica, aun la elaborada con suma
prudencia y previsora intención, resulta muchas veces inadecuada frente a las
necesidades.
72. Hay que añadir un hecho más: el de que las relaciones recíprocas de los
ciudadanos, de los ciudadanos y de los grupos intermedios con las autoridades y,
finalmente, de las distintas autoridades del Estado entre sí, resultan a veces
tan inciertas y peligrosas, que no pueden encuadrarse en determinados moldes
jurídicos. En tales casos, la realidad pide que los gobernantes, para mantener
incólume la ordenación jurídica del Estado en sí misma y en los principios que
la inspiran, satisfacer las exigencias fundamentales de la vida social, acomodar
las leyes y resolver los nuevos problemas de acuerdo con los hábitos de la vida
moderna, tengan, lo primero, una recta idea de la naturaleza de sus funciones y
de los límites de su competencia, y posean, además, sentido de la equidad,
integridad moral, agudeza de ingenio y constancia de voluntad en grado bastante
para descubrir sin vacilación lo que hay que hacer y para llevarlo a cabo a
tiempo y con valentía[50].
Acceso del ciudadano a la vida pública
73. Es una exigencia cierta de la dignidad humana que los hombres puedan con
pleno derecho dedicarse a la vida pública, si bien solamente pueden participar
en ella ajustándose a las modalidades que concuerden con la situación real de la
comunidad política a la que pertenecen.
74. Por otra parte, de este derecho de acceso a la vida pública se siguen
para los ciudadanos nuevas y amplísimas posibilidades de bien común. Porque,
primeramente, en las actuales circunstancias, los gobernantes, al ponerse en
contacto y dialogar con mayor frecuencia con los ciudadanos, pueden conocer
mejor los medios que más interesan para el bien común, y, por otra parte, la
renovación periódica de las personas en los puestos públicos no sólo impide el
envejecimiento de la autoridad, sino que además le da la posibilidad de
rejuvenecerse en cierto modo para acometer el progreso de la sociedad humana[51].
Exigencias de la época
Carta de los derechos del hombre
75. De todo 1o expuesto hasta aquí se deriva con plena claridad que, en
nuestra época, lo primero que se requiere en la organización jurídica del Estado
es redactar, con fórmulas concisas y claras, un compendio de los derechos
fundamentales del hombre e incluirlo en la constitución general del Estado.
Organización de poderes
76. Se requiere, en segundo lugar, que, en términos estrictamente jurídicos,
se elabore una constitución pública de cada comunidad política, en la que se
definan los procedimientos para designar a los gobernantes, los vínculos con los
que necesariamente deban aquellos relacionarse entre sí, las esferas de sus
respectivas competencias y, por último, las normas obligatorias que hayan de
dirigir el ejercicio de sus funciones.
Relaciones autoridad-ciudadanos
77. Se requiere, finalmente, que se definan de modo específico los derechos y
deberes del ciudadano en sus relaciones con las autoridades y que se prescriba
de forma clara como misión principal delas autoridades el reconocimiento,
respeto, acuerdo mutuo, tutela y desarrollo continuo de los derechos y deberes
del ciudadano.
Juicio crítico
78. Sin embargo, no puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la
voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de
donde brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza
obligatoria de la constitución política y nace, finalmente, el poder de los
gobernantes del Estado para mandar[52].
79. No obstante, estas tendencias de que hemos hablado constituyen también un
testimonio indudable de que en nuestro tiempo los hombres van adquiriendo una
conciencia cada vez más viva de su propia dignidad y se sienten, por tanto,
estimulados a intervenir en la ida pública y a exigir que sus derechos
personales e inviolables se defiendan en la constitución política del país. No
basta con esto; los hombres exigen hoy, además, que las autoridades se nombren
de acuerdo con las normas constitucionales y ejerzan sus funciones dentro de los
términos establecidos por las mismas.
III. ORDENACI
ÓN DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES
Las relaciones internacionales deben regirse por la ley
moral
80. Nos complace confirmar ahora con nuestra autoridad las enseñanzas que
sobre el Estado expusieron repetidas veces nuestros predecesores, esto es, que
las naciones son sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus
relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa
solidaridad y la libertad. Porque la misma ley natural que rige las relaciones
de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas
entre las comunidades políticas.
81. Este principio es evidente para todo el que considere que los
gobernantes, cuando actúan en nombre de su comunidad y atienden al bien de la
misma, no pueden, en modo alguno, abdicar de su dignidad natural, y, por tanto,
no les es lícito en forma alguna prescindir de la ley natural, a la que están
sometidos, ya que ésta se identifica con la propia ley moral.
82. Es, por otra parte, absurdo pensar que los hombres, por el mero hecho de
gobernar un Estado, puedan verse obligados a renunciar a su condición humana.
Todo lo contrario, han sido elevados a tan encumbrada posición porque, dadas sus
egregias cualidades personales, fueron considerados como los miembros más
sobresalientes de la comunidad.
83. Más aún, el mismo orden moral impone dos consecuencias: una, la necesidad
de una autoridad rectora en el seno de la sociedad; otra, que esa autoridad no
pueda rebelarse contra tal orden moral sin derrumbarse inmediatamente, al quedar
privada de su propio fundamento. Es un aviso del mismo Dios: Oíd, pues, ¡oh
reyes!, y entended; aprended vosotros los que domináis los confines de la
tierra. Aplicad el oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os
engreís sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el
Señor, y la soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestras obras y
escudriñará vuestros pensamientos[53].
84. Finalmente, es necesario recordar que también en la ordenación de las
relaciones internacionales la autoridad debe ejercerse de forma que promueva el
bien común de todos, ya que para esto precisamente se ha establecido.
85. Entre las exigencias fundamentales del bien común hay que colocar
necesariamente el principio del reconocimiento del orden moral y de la
inviolabilidad de sus preceptos. El nuevo orden que todos los pueblos
anhelan... hade alzarse sobre la roca indestructible e inmutable de la ley
moral, manifestada por el mismo Creador mediante el orden natural y esculpida
por El en los corazones de los hombres con caracteres indelebles... Como faro
resplandeciente, la ley moral debe, con los rayos de sus principios, dirigir la
ruta de la actividad de los hombres y de los Estados, los cuales habrán de
seguir sus amonestadoras, saludables y provechosas indicaciones,
sí no quieren condenar a la tempestad y al naufragio todo trabajo y
esfuerzo para establecer un orden nuevo[54].
Las relaciones internacionales deben regirse por la verdad
86. Hay que establecer como primer principio que las relaciones
internacionales deben regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en
estas relaciones se evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se
reconozca como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas
son iguales en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene
derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este
desarrollo y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar
todo lo anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la
buena fama y a que se le rindan los debidos honores.
87. La experiencia enseña que son muchas y muy grandes las diferencias entre
los hombres en ciencia, virtud, inteligencia y bienes materiales. Sin embargo,
este hecho no puede justificar nunca el propósito de servirse de la superioridad
propia para someter de cualquier modo a los demás. Todo lo contrarío: esta
superioridad implica una obligación social más grave para ayudar a los demás a
que logren, con el esfuerzo común, la perfección propia.
88. De modo semejante, puede suceder que algunas naciones aventajen a otras
en el grado de cultura, civilización y desarrollo económico. Pero esta ventaja,
lejos de ser una causa lícita para dominar injustamente a las demás, constituye
más bien una obligación para prestar una mayor ayuda al progreso común de todos
los pueblos.
89. En realidad, no puede existir superioridad alguna por naturaleza entre
los hombres, ya que todos ellos sobresalen igualmente por su dignidad natural.
De aquí se sigue que tampoco existen diferencias entre las comunidades políticas
por lo que respecta a su dignidad natural. Cada Estado es como un cuerpo, cuyos
miembros son los seres humanos. Por otra parte, 1a experiencia enseña que los
pueblos son sumamente sensibles, y no sin razón, en todas aquellas cosas quede
alguna manera atañen a su propia dignidad.
90. Exige, por último, la verdad que en el uso de los medios de información
que la técnica moderna ha introducido, y que tanto sirve para fomentar y
extender el mutuo conocimiento de los pueblos, se observen de forma absoluta las
normas de una serena objetividad. Lo cual no prohíbe, ni mucho menos, a los
pueblos subrayar los aspectos positivos de su vida. Pero han de rechazarse por
entero los sistemas de información que, violando los preceptos de la verdad y de
la justicia, hieren la fama de cualquier país [55].
Las relaciones internacionales deben regirse por la
justicia
91. Segundo principio: las relaciones internacionales deben regularse por las
normas de la justicia, lo cual exige dos cosas: el reconocimiento de los mutuos
derechos y el cumplimiento de los respectivos deberes.
92. Y como las comunidades políticas tienen derecho a la existencia, al
propio desarrollo, a obtener todos los medios necesarios para su
aprovechamiento, a ser los protagonistas de esta tarea y a defender su buena
reputación y los honores que les son debidos, de todo ello se sigue que las
comunidades políticas tienen igualmente el deber de asegurar de modo eficaz
tales derechos y de evitar cuanto pueda lesionarlos. Así como en las relaciones
privadas los hombres no pueden buscar sus propios intereses con daño injusto de
los ajenos, de la misma manera, las comunidades políticas no pueden, sin
incurrir en delito, procurarse un aumento de riquezas que constituya injuria u
opresión injusta de las demás naciones. Oportuna es a este respecto la sentencia
de San Agustín: Si se abandona la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes
latrocinios?[56].
93. Puede suceder, y de hecho sucede, que pugnen entre sí las ventajas y
provechos que las naciones intentan procurarse. Sin embargo, las diferencias
quede ello surjan no deben zanjarse con las armas ni por el fraude o el engaño,
sino, como corresponde a seres humanos, por la razonable comprensión recíproca,
el examen cuidadoso y objetivo de la realidad y un compromiso equitativo de los
pareceres contrarios.
El problema de las minorías étnicas
94. A este capítulo de las relaciones internacionales pertenece de modo
singular la tendencia política quedes de el siglo XIX se ha ido generalizando e
imponiendo, por virtud de la cual los grupos étnicos aspiran a ser dueños de sí
mismos y a constituir una sola nación. Y como esta aspiración, por muchas
causas, no siempre puede realizarse, resulta de ello la frecuente presencia de
minorías étnicas dentro de los límites de una nación de raza distinta, lo cual
plantea problemas de extrema gravedad.
95. En esta materia hay que afirmar claramente que todo cuanto se haga para
reprimir la vitalidad y el desarrollo de tales minorías étnicas viola gravemente
los deberes de la justicia. Violación que resulta mucho más grave aún si esos
criminales atentados van dirigidos al aniquilamiento de la raza.
96. Responde, por el contrario, y plenamente, a lo que la justicia demanda:
que los gobernantes se consagren a promover con eficacia los valores humanos de
dichas minorías, especialmente en lo tocante a su lengua, cultura, tradiciones,
recursos e iniciativas económicas[57].
97. Hay que advertir, sin embargo, que estas minorías étnicas, bien por la
situación que tienen que soportar a disgusto, bien por la presión de los
recuerdos históricos, propenden muchas veces a exaltar más de lo debido sus
características raciales propias, hasta el punto de anteponerlas a los valores
comunes propios de todos los hombres, como si el bien de la entera familia
humana hubiese de subordinarse al bien de una estirpe. Lo razonable, en cambio,
es que tales grupos étnicos reconozcan también las ventajas que su actual
situación les ofrece, ya que contribuye no poco a su perfeccionamiento humano el
contacto diario con los ciudadanos de una cultura distinta, cuyos valores
propios puedan ir así poco a poco asimilando. Esta asimilación sólo podrá
lograrse cuando las minorías se decidan a participar amistosamente en los usos y
tradiciones de los pueblos que las circundan; pero no podrá alcanzarse si las
minorías fomentan los mutuos roces, que acarrean daños innumerables y retrasan
el progreso civil de las naciones.
Las relaciones internacionales deben regirse por el principio de la
solidaridad activa
Asociaciones, colaboración e intercambios
98. Como las relaciones internacionales deben regirse por las normas de la
verdad y de la justicia, por ello han de incrementarse por medio de una activa
solidaridad física y espiritual. Esta puede lograrse mediante múltiples formas
de asociación, como ocurre en nuestra época, no sin éxito, en lo que atañe a la
economía, la vida social y política, la cultura, la salud y el deporte. En este
punto es necesario tener a la vista que la autoridad pública, por su propia
naturaleza, no se ha establecido para recluir forzosamente al ciudadano dentro
de los límites geográficos de la propia nación, sino para asegurar ante todo el
bien común, el cual no puede ciertamente separarse del bien propio de toda la
familia humana.
99. Esto implica que las comunidades políticas, al procurar sus propios
intereses, no solamente no deben perjudicar a las demás, sino que también todas
ellas han de unir sus propósitos y esfuerzos, siempre que la acción aislada de
alguna no baste para conseguirlos fines apetecidos; en esto hay que prevenir con
todo empeño que lo que es ventajoso para ciertas naciones no acarree a las otras
más daños que utilidades.
100. Por último, el bien común universal requiere que en cada nación se
fomente toda clase de intercambios entre los ciudadanos y los grupos
intermedios. Porque, existiendo en muchas partes del mundo grupos étnicos más o
menos diferentes, hay que evitar que se impida la comunicación mutua entre las
personas que pertenecen a unas u otras razas; lo cual está en abierta oposición
con el carácter de nuestra época, que ha borrado, o casi borrado, las distancias
internacionales. No ha de olvidarse tampoco que los hombres de cualquier raza
poseen, además de los caracteres propios que los distinguen de los demás, otros
e importantísimos que les son comunes con todos los hombres, caracteres que
pueden mutuamente desarrollarse y perfeccionarse, sobre todo en lo que concierne
a los valores del espíritu. Tienen, por tanto, el deber y el derecho de convivir
con cuantos están socialmente unidos a ellos.
101. Es un hecho de todos conocido que en algunas regiones existe evidente
desproporción entre la extensión de tierras cultivables y el número de
habitantes; en otras, entre las riquezas del suelo y los instrumentos
disponibles para el cultivo; por consiguiente, es preciso que haya una
colaboración internacional para procurar un fácil intercambio de bienes,
capitales y personas[58].
102. En tales casos, juzgamos lo más oportuno que, en la medida posible, el
capital busque al trabajador, y no al contrario. Porque así se ofrece a muchas
personas la posibilidad de mejorar su situación familiar, sin verse constreñidas
a emigrar penosamente a otros países, abandonando el suelo patrio, y emprender
una nueva vida, adaptándose a las costumbres de un medio distinto.
La situación de los exiliados políticos
103. El paterno amor con que Dios nos mueve a amar a todos los hombres nos
hace sentir una profunda aflicción ante el infortunio de quienes se ven
expulsados de su patria por motivos políticos. La multitud de estos exiliados,
innumerables sin duda en nuestra época, se ve acompañada constantemente por
muchos e increíbles dolores.
104. Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones
restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales
es lícito al ciudadano vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales
naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión o
incluso queda totalmente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de
la sociedad civil se subvierte; por que la autoridad pública está destinada, por
su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal
es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus
derechos.
105. Por esta causa, no está demás recordar aquí a todos que los exiliados
políticos poseen la dignidad propia de la persona y se les deben reconocer los
derechos consiguientes, los cuales no han podido perder por haber sido privados
de la ciudadanía en su nación respectiva.
106. Ahora bien, entre los derechos de la persona humana debe contarse
también el de que pueda lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere
que podrá atender mejor a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de
las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo
permita el verdadero bien de su comunidad, favorecerlos propósitos de quienes
pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros.
107. Por estas razones, aprovechamos la presente oportunidad para alabar
públicamente todas las iniciativas promovidas por la solidaridad humana o por la
cristiana caridad y dirigidas a aliviarlos sufrimientos de quienes se ven
forzados a abandonar sus países.
108. Y no podemos dejar de invitara todos los hombres de buen sentido a
alabar las instituciones internacionales que se consagran íntegramente a tan
trascendental problema.
La carrera de armamentos y el desarme
109. En sentido opuesto vemos, con gran dolor, cómo en las naciones
económicamente más desarrolladas se han estado fabricando, y se fabrican
todavía, enormes armamentos, dedicando a su construcción una suma inmensa de
energías espirituales y materiales. Con esta política resulta que, mientras los
ciudadanos de tales naciones se ven obligados a soportar sacrificios muy graves,
otros pueblos, en cambio, quedan sin las ayudas necesarias para su progreso
económico y social.
110. La razón que suele darse para justificar tales preparativos militares es
que hoy día la paz, así dicen, no puede garantizarse sí no se apoya en una
paridad de armamentos. Por lo cual, tan pronto como en alguna parte se produce
un aumento del poderío militar, se provoca en otras una desenfrenada competencia
para aumentar también las fuerzas armadas. Y si una nación cuenta con armas
atómicas, las demás procuran dotarse del mismo armamento, con igual poder
destructivo.
111. La consecuencia es clara: los pueblos viven bajo un perpetuo temor, como
si les estuviera amenazando una tempestad que en cualquier momento puede
desencadenarse con ímpetu horrible. No les falta razón, porque las armas son un
hecho. Y si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente
osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora
destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un
hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el
incendio bélico. Y, además, aunque el poderío monstruoso de los actuales medios
militares disuada hoy a los hombres de emprender una guerra, siempre se puede,
sin embargo, temer que los experimentos atómicos realizados con fines bélicos,
si no cesan, pongan en grave peligro toda clase de vida en nuestro planeta.
112. Por lo cual la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad
humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado
y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se
prohíban las armas atómicas; que, por último, todos los pueblos, en virtud de un
acuerdo, lleguen a un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces
garantías. No se debe permitir -advertía nuestro predecesor, de feliz
memoria, Pío XII- que la tragedia de una guerra mundial, con sus
ruinas económicas y sociales y sus aberraciones y perturbaciones morales,
caiga por tercera vez sobre la humanidad[59].
113. Todos deben, sin embargo, convencerse que ni el cese en la
carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental,
el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y
llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por
colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la
angustiosa perspectiva de la guerra. Esto, a su vez, requiere que esa norma
suprema que hoy se sigue para mantenerla paz se sustituya por otra completamente
distinta, en virtud de la cual se reconozca que una paz internacional verdadera
y constante no puede apoyarse en el equilibrio de las fuerzas militares, sino
únicamente en la confianza recíproca. Nos confiamos que es éste un objetivo
asequible. Se trata, en efecto, de una exigencia que no sólo está dictada por
las normas de la recta razón, sino que además es en sí misma deseable en grado
sumo y extraordinariamente fecunda en bienes.
114. Es, en primer lugar, una exigencia dictada por la razón. En realidad,
como todos saben, o deberían saber, las relaciones internacionales, como las
relaciones individuales, han de regirse no por la fuerza de las armas, sino por
las normas de la recta razón, es decir, las normas de la verdad, de la justicia
y de una activa solidaridad.
115. Decimos, en segundo lugar, que es un objetivo sumamente deseable.
¿Quién, en efecto, no anhela con ardentísimos deseos que se eliminen los
peligros de una guerra, se conserve incólume la paz y se consolide ésta con
garantías cada día más firmes?
116. Por último, este objetivo es extraordinariamente fecundo en bienes,
porque sus ventajas alcanzan a todos sin excepción, es decir, a cada persona, a
los hogares, a los pueblos, a la entera familia humana. Como lo advertía nuestro
predecesor Pío XII con palabras de aviso que todavía resuenan vibrantes en
nuestros oídos: Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la
guerra[60].
117. Por todo ello, Nos, como vicario de Jesucristo, Salvador del mundo y
autor de la paz, interpretando los más ardientes votos de toda la familia humana
y movido por un paterno amor hacia todos los hombres, consideramos deber nuestro
rogar y suplicar a 1a humanidad entera, y sobre todo a los gobernantes, que no
perdonen esfuerzos ni fatigas hasta lograr que el desarrollo de la vida humana
concuerde con la razón y la dignidad del hombre.
118. Que en las asambleas más previsoras y autorizadas se examine a fondo la
manera de lograr que las relaciones internacionales se ajusten en todo el mundo
a un equilibrio más humano, o sea a un equilibrio fundado en la confianza
recíproca, la sinceridad en los pactos y el cumplimiento de las condiciones
acordadas. Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda
lograrse un punto de arranque sólido para iniciar una serie de tratados
amistosos, firmes y fecundos.
119.Por nuestra parte, Nos no cesaremos de rogar a Dios para que su
sobrenatural ayuda dé prosperidad fecunda a estos trabajos.
Las relaciones internacionales deben regirse por la
libertad
120. Hay que indicar otro principio: el de que las relaciones internacionales
deben ordenarse según una norma de libertad. El sentido de este principio es que
ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse de
forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas
presten ayuda a las demás, a fin de que estas últimas adquieran una conciencia
cada vez mayor de sus propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y
actúen como protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores.
121. Habida cuenta de la comunidad de origen, de redención cristiana y de fin
sobrenatural que vincula mutuamente a todos los hombres y los llama a constituir
una sola familia cristiana, hemos exhortado en la encíclica Mater et magistra
a las comunidades políticas económicamente más desarrolladas a colaborar de
múltiples formas con aquellos países cuyo desarrollo económico está todavía en
curso[61].
122. Reconocemos ahora, con gran consuelo nuestro, que tales invitaciones han
tenido amplia acogida, y confiamos que seguirán encontrando aceptación aún más
extensa todavía en el futuro, de tal manera que aun los pueblos más necesitados
alcancen pronto un desarrollo económico tal, que permita a sus ciudadanos llevar
una vida más conforme con la dignidad humana.
123. Pero siempre ha de tenerse muy presente una cautela: que esa ayuda a las
demás naciones debe prestarse de tal forma que su libertad quede incólume y
puedan ellas ser necesariamente las protagonistas decisivas y las principales
responsables de la labor de su propio desarrollo económico y social.
124. En este punto, nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII dejó
escrito un saludable aviso: Un nuevo orden, fundado sobre los principios
morales, prohíbe absolutamente la lesión de la libertad, de la integridad y de
la seguridad de otras naciones, cualesquiera que sean su extensión territorial y
su capacidad defensiva. Si es inevitable que los grandes Estados, por sus
mayores posibilidades y su poderío, tracen el camino para la constitución de
grupos económicos entre ellos y naciones más pequeñas y más débiles, es, sin
embargo, indiscutible -como para todos en el marco del interés general- el
derecho de éstas al respeto de su libertad en el campo político, a la eficaz
guarda de aquella neutralidad en los conflictos entre los Estados que les
corresponde según el derecho natural y de gentes, a la tutela de su propio
desarrollo económico, pues tan sólo así podrán conseguir adecuadamente el bien
común, el bienestar material y espiritual del propio pueblo [62].
125. Así, pues, es necesario que las naciones más ricas, al socorrer de
múltiples formas a las más necesitadas, respeten con todo esmero las
características propias de cada pueblo y sus instituciones tradicionales, e
igualmente se abstengan de cualquier intento de dominio político. Haciéndolo
así, se contribuirá no poco a formar una especie de comunidad de todos los
pueblos, dentro de la cual cada Estado, consciente de sus deberes y de sus
derechos, colaborará, en plano de igualdad, en pro de la prosperidad de todos
los demás países[63].
Convicciones y esperanzas de la hora actual
126. Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda
convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos
deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones y
convenios.
127. Esta convicción, hay que confesarlo, nace, en la mayor parte de los
casos, de la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y
del temor a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían.
Por esto, en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta
un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho
violado.
128. Sin embargo, vemos, por desgracia, muchas veces cómo los pueblos se ven
sometidos al temor como a ley suprema, e invierten, por lo mismo, grandes
presupuestos en gastos militares. justifican este proceder -y no hay motivo para
ponerlo en duda- diciendo que no es el propósito de atacar el que los impulsa,
sino el de disuadir a los demás de cualquier ataque.
129. Esto no obstante, cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones
y contactos institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales
con que la naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad
creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay
que colocar el de que las relaciones individuales e internacionales obedezcan al
amor y no al temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a
una sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos
bienes pueden derivarse para ellos.
IV. ORDENACI
ÓN DE LAS RELACIONES MUNDIALES
La interdependencia de los Estados en lo social, político y
económico
130. Los recientes progresos de la ciencia y de la técnica, que han logrado
repercusión tan profunda en la vida humana, estimulan a los hombres, en todo el
mundo, a unir cada vez más sus actividades y asociarse entre sí. Hoy día ha
experimentado extraordinario aumento el intercambio de productos, ideas y
poblaciones. Por esto se han multiplicado sobremanera las relaciones entre los
individuos, las familias y las asociaciones intermedias de las distintas
naciones, y se han aumentado también los contactos entre los gobernantes de los
diversos países. Al mismo tiempo se ha acentuado la interdependencia entre las
múltiples economías nacionales; los sistemas económicos de los pueblos se van
cohesionando gradualmente entre sí, hasta el punto de quede todos ellos resulta
una especie de economía universal; en fin, el progreso social, el orden, la
seguridad y la tranquilidad de cualquier Estado guardan necesariamente estrecha
relación con los de los demás.
131.En tales circunstancias es evidente que ningún país puede, separado de
los otros, atender como es debido a su provecho y alcanzar de manera completa su
perfeccionamiento. Porque la prosperidad o el progreso de cada país son en parte
efecto y en parte causa de la prosperidad y del progreso de los demás
pueblos.
La autoridad política es hoy insuficiente para lograr el bien común
universal
132. Ninguna época podrá borrar la unidad social de los hombres, puesto que
consta de individuos que poseen con igual derecho una misma dignidad natural.
Por esta causa, será siempre necesario, por imperativos de la misma naturaleza,
atender debidamente al bien universal, es decir, al que afecta a toda la familia
humana.
133. En otro tiempo, los jefes de los Estados pudieron, al parecer, velar
suficientemente por el bien común universal; para ello se valían del sistema de
las embajadas, las reuniones y conversaciones de sus políticos más eminentes,
los pactos y convenios internacionales. En una palabra, usaban los métodos y
procedimientos que señalaban el derecho natural, el derecho de gentes o el
derecho internacional común.
134. En nuestros días, las relaciones internacionales han sufrido grandes
cambios. Porque, de una parte, el bien común de todos los pueblos plantea
problemas de suma gravedad, difíciles y que exigen inmediata solución, sobre
todo en lo referente a la seguridad y la paz del mundo entero; de otra, los
gobernantes de los diferentes Estados, como gozan de igual derecho, por más que
multipliquen las reuniones y los esfuerzos para encontrar medios jurídicos más
aptos, no lo logran en grado suficiente, no porque les falten voluntad y
entusiasmo, sino porque su autoridad carece del poder necesario.
135. Por consiguiente, en las circunstancias actuales de la sociedad, tanto
la constitución y forma de los Estados como el poder que tiene la autoridad
pública en todas las naciones del mundo deben considerarse insuficientes
para promover el bien común de los pueblos.
Es necesaria una autoridad pública de alcance mundial
136. Ahora bien, si se examinan con atención, por una parte, el contenido
intrínseco del bien común, y, por otra, la naturaleza y el ejercicio de la
autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe una
imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una
autoridad pública para promover el bien común en la sociedad civil, así también
requiere que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las
instituciones civiles -en medio de las cuales la autoridad pública se
desenvuelve, actúa y obtiene su fin- deben poseer una forma y eficacia tales que
puedan alcanzar el bien común por las vías y los procedimientos más adecuados a
las distintas situaciones de la realidad.
137.Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que
afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede
afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean
suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial,
resulta, en consecuencia, que, por imposición del mismo orden moral, es preciso
constituir una autoridad pública general.
La autoridad mundial debe establecerse por acuerdo general de las
naciones
138. Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo
entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de
establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la
fuerza. La razón de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad
desempeñar eficazmente su función, es menester que sea imparcial para todos,
ajena por completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los
pueblos. Porque si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad
mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o
estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia
de su actividad quedarían comprometidos. Aunque las naciones presenten grandes
diferencias entre sí en su grado de desarrollo económico o en su potencia
militar, defienden, sin embargo, con singular energía la igualdad jurídica y la
dignidad de su propia manera de vida. Por esto, con razón, los Estados no se
resignan a obedecer a los poderes que se les imponen por la fuerza, o a cuya
constitución no han contribuido, o a los que no se han adherido libremente.
La autoridad mundial debe proteger los derechos de la persona
humana
139. Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin tener en
cuenta la persona humana, lo mismo debe decirse del bien común general; por lo
que la autoridad pública mundial ha de tender principalmente a que los derechos
de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven
incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre
puede realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo
permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los
gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor
facilidad.
El principio de subsidiariedad en el plano mundial
140. Además, así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median
entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos
intermedios, se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria,
es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades
públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto
significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver
los problemas relacionados con el bien común universal en el orden económico,
social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad,
amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores
a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación.
141. Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de
acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado.
Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se
cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación,
sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad
realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos[64].
La organización de las Naciones Unidas
142. Como es sabido, e1 26 de junio de 1945 se creó 1a Organización de las
Naciones Unidas, conocida con la sigla ONU, a la que se agregaron después otros
organismos inferiores, compuestos de miembros nombrados por la autoridad pública
de las diversas naciones; a éstos les han sido confiadas misiones de gran
importancia y de alcance mundial en lo referente a la vida económica y social,
cultural, educativa y sanitaria. Sin embargo, el objetivo fundamental que se
confió a la Organización de las Naciones Unidas es asegurar y consolidar la paz
internacional, favorecer y desarrollar las relaciones de amistad entre los
pueblos, basadas en los principios de igualdad, mutuo respeto y múltiple
colaboración en todos los sectores de la actividad humana.
143. Argumento decisivo de la misión de la ONU es la Declaración universal
de los derechos del hombre, que la Asamblea general ratificó el 10 de
diciembre de 1948. En el preámbulo de esta Declaración se proclama como
objetivo básico, que deben proponerse todos los pueblos y naciones, el
reconocimiento y el respeto efectivo de todos los derechos y todas las formas de
la libertad recogidas en tal Declaración.
144. No se nos oculta que ciertos capítulos de esta Declaración han
suscitado algunas objeciones fundadas. juzgamos, sin embargo, que esta
Declaración debe considerarse un primer paso introductorio para el
establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del
mundo. En dicha Declaración se reconoce solemnemente a todos los hombres
sin excepción la dignidad de la persona humana y se afirman todos los derechos
que todo hombre tiene a buscar libremente la verdad, respetar las normas
morales, cumplir los deberes de la justicia, observar una vida decorosa y otros
derechos íntimamente vinculados con éstos.
145. Deseamos, pues, vehementemente que la Organización de las Naciones
Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud
y nobleza de sus objetivos. ¡Ojalá llegue pronto el tiempo en que esta
Organización pueda garantizar con eficacia los derechos del hombre!, derechos
que, por brotar inmediatamente de la dignidad de la persona humana, son
universales, inviolables e inmutables. Tanto mas cuanto que hoy los hombres, por
participar cada vez más activamente en los asuntos públicos de sus respectivas
naciones, siguen con creciente interés la vida de los demás pueblos y tienen una
conciencia cada día más honda de pertenecer como miembros vivos a la gran
comunidad mundial.
V. NORMAS PARA LA ACCI
ÓN TEMPORAL DEL CRISTIANO
Presencia activa en todos los campos
146. Al llegar aquí exhortamos de nuevo a nuestros hijos a participar
activamente en la vida pública y colaborar en el progreso del bien común de todo
el género humano y de su propia nación. Iluminados por la luz de la fe cristiana
y guiados por la caridad, deben procurar con no menor esfuerzo que las
instituciones de carácter económico, social, cultural o político, lejos de crear
a los hombres obstáculos, les presten ayuda positiva para su personal
perfeccionamiento, así en el orden natural como en el sobrenatural.
Cultura, técnica y experiencia
147. Sin embargo, para imbuir la vida pública de un país con rectas normas y
principios cristianos, no basta que nuestros hijos gocen de la luz sobrenatural
de la fe y se muevan por el deseo de promover el bien; se requiere, además, que
penetren en las instituciones de la misma vida pública y actúen con eficacia
desde dentro de ellas.
148. Pero como la civilización contemporánea se caracteriza sobre todo por un
elevado índice científico y técnico, nadie puede penetrar en las instituciones
públicas si no posee cultura científica, idoneidad técnica y experiencia
profesional.
Virtudes morales y valores del espíritu
149. Todas estas cualidades deben ser consideradas insuficientes por completo
para dar a las relaciones de la vida diaria un sentido más humano, ya que este
sentido requiere necesariamente como fundamento la verdad; como medida, la
justicia; como fuerza impulsora, la caridad, y como hábito normal, la
libertad.
150. Para que los hombres puedan practicar realmente estos principios han de
esforzarse, lo primero, por observar, en el desempeño de sus actividades
temporales, las leyes propias de cada una y los métodos que responden a su
específica naturaleza; lo segundo, han de ajustar sus actividades personales al
orden moral y, por consiguiente, han de proceder como quien ejerce un derecho o
cumple una obligación. Más aún: la razón exige que los hombres, obedeciendo a
los designios providenciales de Dios relativos a nuestra salvación y teniendo
muy en cuenta los dictados de la propia conciencia, se consagren a la acción
temporal, conjugando plenamente las realidades científicas, técnicas y
profesionales con los bienes superiores del espíritu.
Coherencia entre la fe y la conducta
151. Es también un hecho evidente que, en las naciones de antigua tradición
cristiana, las instituciones civiles florecen hoy con un indudable progreso
científico y poseen en abundancia los instrumentos precisos para llevar a cabo
cualquier empresa; pero con frecuencia se observa en ellas un debilitamiento del
estímulo y de la inspiración cristiana.
152. Hay quien pregunta, con razón, cómo puede haberse producido este hecho.
Porque a la institución de esas leyes contribuyeron no poco, y siguen
contribuyendo aún, personas que profesan la fe cristiana y que, al menos en
parte, ajustan realmente su vida a las normas evangélicas. La causa de este
fenómeno creemos que radica en la incoherencia entre su fe y su conducta. Es,
por consiguiente, necesario que se restablezca en ellos la unidad del
pensamiento y de la voluntad, de tal forma que su acción quede anima da al mismo
tiempo por la luz de la fe y el impulso de la caridad.
153. La inconsecuencia que demasiadas veces ofrecen los cristianos entre su
fe y su conducta, juzgamos que nace también de su insuficiente formación en la
moral y en la doctrina cristiana. Porque sucede con demasiada frecuencia en
muchas partes que los fieles no dedican igual intensidad a la instrucción
religiosa y a la instrucción profana; mientras en ésta llegan a alcanzar los
grados superiores, en aquélla no pasan ordinariamente del grado elemental. Es,
por tanto, del todo indispensable que la formación de la juventud sea integral,
continua y pedagógicamente adecuada, para que la cultura religiosa y la
formación del sentido moral vayan a la par con el conocimiento científico y con
el incesante progreso de la técnica. Es, además, necesario que los jóvenes se
formen para el ejercicio adecuado de sus tareas en el orden profesional[65].
Dinamismo creciente en la acción temporal
154. Es ésta, sin embargo, ocasión oportuna para hacer una advertencia acerca
de las grandes dificultades que supone el comprender correctamente las
relaciones que existen entre los hechos humanos y las exigencias de la justicia;
esto es, la determinación exacta de las medidas graduales y de las formas según
las cuales deban aplicarse los principios doctrinales y los criterios prácticos
a la realidad presente de la convivencia humana.
155. La exactitud en la determinación de esas medidas graduales y de esas
formas es hoy día más difícil, porque nuestra época, en la que cada uno debe
prestar su contribución al bien común universal, es una época de agitación
acelerada. Por esta causa, el esfuerzo por ver cómo se ajustan cada vez mejor
las realidades sociales a las normas de la justicia es un trabajo de cada día.
Y, por lo mismo, nuestros hijos deben prevenirse frente al peligro de creer que
pueden ya detenerse y descansar satisfechos del camino recorrido.
156. Por el contrario, todos los hombres han de pensar que lo hasta aquí
hecho no basta para lo que las necesidades piden, y, por tanto, deben acometer
cada día empresas de mayor volumen y más adecuadas en los siguientes campos:
empresas productoras, asociaciones sindicales, corporaciones profesionales,
sistemas públicos de seguridad social, instituciones culturales, ordenamiento
jurídico, regímenes políticos, asistencia sanitaria, deporte y, finalmente,
otros sectores semejantes. Son todas ellas exigencias de esta nuestra época,
época del átomo y de las conquistas espaciales, en la que la humanidad ha
iniciado un nuevo camino con perspectivas de una amplitud casi infinita.
Relaciones de los católicos con los no-católicos
Fidelidad y colaboración
157. Los principios hasta aquí expuestos brotan de la misma naturaleza de las
cosas o proceden casi siempre de la esfera de los derechos naturales. Por ello
sucede con bastante frecuencia que los católicos, en la aplicación práctica de
estos principios, colaboran dé múltiples maneras con los cristianos separados de
esta Sede Apostólica o con otros hombres que, aun careciendo por completo de la
fe cristiana, obedecen, sin embargo, a la razón y poseen un recto sentido de la
moral natural. En tales ocasiones procuren los católicos ante todo ser
siempre consecuentes consigo mismos y no aceptar jamás compromisos que puedan
dañar la integridad de la religión o de la moral. Deben, sin embargo, al mismo
tiempo, mostrarse animados de espíritu de comprensión para las opiniones ajenas,
plenamente desinteresados y dispuestos a colaborar lealmente en la realización
de aquellas obras que sean por naturaleza buenas o al menos puedan conducir al
bien[66]
Distinguir entre el error y el que lo profesa
158. Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo profesa,
aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen
sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la moral práctica. Porque
el hombre que yerra no que da por ello despojado de su condición de hombre, ni
automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser
tenida siempre en cuenta. Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la
capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad. Por otra
parte, nunca le faltan al hombre las ayudas de la divina Providencia en esta
materia. Por lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la fe
o profesa doctrinas equivocadas, pueda mañana, iluminado por la luz divina,
abrazar la verdad. En efecto, si los católicos, por motivos puramente externos,
establecen relaciones con quienes o no creen en Cristo o creen en El deforma
equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un
estímulo para alcanzarla verdad.
Distinguir entre filosofías y corrientes históricas
159. En segundo lugar, es también completamente necesario distinguir entre
las teorías filosóficas falsas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo
y del hombre y las corrientes de carácter económico y social, cultural o
político, aunque tales corrientes tengan su origen e impulso en tales teorías
filosóficas. Porque una doctrina, cuando ha sido elaborada y definida, ya no
cambia. Por el contrario, las corrientes referidas, al desenvolverse en medio de
condiciones mudables, se hallan sujetas por fuerza a una continua mudanza. Por
lo demás, ¿quién puede negar que, en la medida en que tales corrientes se
ajusten a los dictados de la recta razón y reflejen fielmente las justas
aspiraciones del hombre, puedan tener elementos moralmente positivos dignos de
aprobación?
Utilidad de estos contactos
160. Por las razones expuestas, puede a veces suceder que ciertos contactos
de orden práctico que hasta ahora parecían totalmente inútiles, hoy, por el
contrario, sean realmente provechosos o se prevea que pueden llegar a serlo en
el futuro. Pero determinar si tal momento ha llegado o no, y además establecer
las formas y las etapas con las cuales deban realizarse estos contactos en orden
a conseguir metas positivas en el campo económico y social o en el campo
cultural o político, son decisiones que sólo puede dar la prudencia, virtud
moderadora de todas las que rigen la vida humana, así en el plano individual
como en la esfera social. Por lo cual, cuando se trata delos católicos, la
decisión en estas materias corresponde principalmente a aquellas personas que
ocupan puestos de mayor influencia en el plano político y en el dominio
específico en que se plantean estas cuestiones. Sólo se les impone una
condición: la de que respeten los principios del derecho natural, observen la
doctrina social que la Iglesia enseña y obedezcan las directrices de las
autoridades eclesiásticas. Porque nadie debe olvidar que la Iglesia tiene el
derecho y al mismo tiempo el deber de tutelarlos principios de la fe y de la
moral, y también el de interponer su autoridad cerca de los suyos, aun en la
esfera del orden temporal, cuando es necesario juzgar cómo deben aplicarse
dichos principios a los casos concretos[67].
Evolución, no revolución
161. No faltan en realidad hombres magnánimos que, ante situaciones que
concuerdan poco o nada con las exigencias de la justicia, se sienten encendidos
por un deseo de reforma total y se lanzan a ella con tal ímpetu, que casi parece
una revolución política.
162. Queremos que estos hombres tengan presente que el crecimiento paulatino
de todas las cosas es una ley impuesta por la naturaleza y que, por tanto, en el
campo de las instituciones humanas no puede lograrse mejora alguna si no es
partiendo paso a paso desde el interior delas instituciones. Es éste
precisamente el aviso queda nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, con
las siguientes palabras: No en la revolución, sino en una evolución concorde,
están la salvación y la justicia. La violencia jamás ha hecho otra cosa
que destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio
y escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los
hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después
de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la discordia[68].
Llamamiento a una tarea gloriosa y necesaria
163. Por tanto, entre las tareas más graves de los hombres de espíritu
generoso hay que incluir, sobre todo, la de establecer un nuevo sistema de
relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la
justicia, la caridad y la libertad: primero, entre los individuos; en segundo
lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los
Estados entre sí, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades
intermedias y Estados particulares, de un lado, y de otro, la comunidad mundial.
Tarea sin duda gloriosa, porque con ella podrá consolidarse la paz verdadera
según el orden establecido por Dios.
164. De estos hombres, demasiado pocos sin duda para las necesidades
actuales, pero extraordinariamente beneméritos de la convivencia humana, es
justo que Nos hagamos un público elogio y al mismo tiempo les invitemos con
urgencia a proseguir tan fecunda empresa. Pero al mismo tiempo abrigamos la
esperanza de que otros muchos hombres, sobre todo cristianos, acuciados por un
deber de conciencia y por la caridad, se unirán a ellos. Porque es sobremanera
necesario que en la sociedad contemporánea todos los cristianos sin excepción
sean como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto
que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios.
165. Porque la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da
en el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí
mismo el orden que Dios ha establecido. A este respecto pregunta San Agustín:
¿Quiere tu alma ser capaz de vencer las pasiones? Que se someta al que
está arriba y vencerá al que está abajo; y se hará la paz en ti; una paz
verdadera, cierta, ordenada. ¿Cuál es el orden de esta paz? Dios manda sobre el
alma; el alma, sobre la carne; no hay orden mejor[69].
Es necesario orar por la paz
166. Las enseñanzas que hemos expuesto sobre los problemas que en la
actualidad preocupan tan profundamente a la humanidad, y que tan estrecha
conexión guardan con el progreso de la sociedad, nos las ha dictado el profundo
anhelo del que sabemos participan ardientemente todos los hombres de buena
voluntad; esto es, la consolidación de la paz en el mundo.
167. Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien el anuncio profético
proclamó Príncipe de la Paz[70],
consideramos deber nuestro consagrar todos nuestros pensamientos, preocupaciones
y energías a procurar este bien común universal. Pero la paz será palabra vacía
mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas fundamentales, movidos por una
gran esperanza, hemos como esbozado en esta nuestra encíclica: un orden basado
en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y
henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la
libertad.
168. Débese, sin embargo, tener en cuenta que la grandeza y la sublimidad de
esta empresa son tales, que su realización no puede en modo alguno obtenerse por
las solas fuerzas naturales del hombre, aunque esté movido por una buena y
loable voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo lo más
perfecto posible del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio
sobrenatural del cielo.
169. Exige, por tanto, la propia realidad que en estos días santos nos
dirijamos con preces suplicantes a Aquel que con sus dolorosos tormentos y con
su muerte no sólo borró los pecados, fuente principal de todas las divisiones,
miserias y desigualdades, sino que, además, con el derramamiento de su sangre,
reconcilió al género humano con su Padre celestial, aportándole los dones de la
paz: Pues El es nuestra Paz, que hizo de los pueblos uno... Y viniendo nos
anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca[71].
170. En la sagrada liturgia de estos días resuena el mismo anuncio: Cristo
resucitado, presentándose en medio de sus discípulos, les saludó diciendo: «La
paz sea con vosotros. Aleluya». Y los discípulos se gozaron viendo al
Señor[72]. Cristo, pues, nos ha traído
la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo
la da os la doy yo[73]./p>
171. Pidamos, pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que El
mismo nos trajo. Que El borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta
paz y convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor
fraterno. Que El ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las
naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad,
aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente,
Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las
barreras que dividen a los unos de los otros, para estrecharlos vínculos de la
mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a
cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos
los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la
tan anhelada paz.
172. Por último, deseando, venerables hermanos, que esta paz penetre en la
grey que os ha sido confiada, para beneficio, sobre todo, de los más humildes,
que necesitan ayuda y defensa, a vosotros, a los sacerdotes de ambos cleros, a
los religiosos y a las vírgenes consagradas a Dios, a todos los fieles
cristianos y nominalmente a aquellos que secundan con entusiasmo estas nuestras
exhortaciones, impartimos con todo afecto en el Señor la bendición apostólica.
Para todos los hombres de buena voluntad, a quienes va también dirigida esta
nuestra encíclica, imploramos de Dios salud y prosperidad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día de jueves Santo, 11 de abril del
año1963, quinto de nuestro pontificado.
IOANNES PP. XXIII
Notas
[1] Sal 8,1.
[2]Sal 104 (V. 103), 24.
[3] Cf. Gén 1,26.
[4] Sal 8,5-6.
[5] Rom 2,15.
[6] Cf. Sal 18,8-11.
[7]Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943) 9-24; Juan XXIII, discurso del 4 de enero de 1963:
AAS 55 (1963) 89-91.
[8]Cf Pío XI, Diυini Redemptoris:
AAS 29 (1937) 78; y Pío XII, mensaje del 1 de junio de 1941, en la fiesta de
Pentecostés: AAS 33 (1941) 195-202.
[9]Cf. Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[10] Divinae Institutiones 1.4
c.28 n.2: ML 6,535.
[11] León XIII, Libertas
praestantissimum: AL 8,237-238 (Roma 1888).
[12] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[13]Cf. Pío XI, Casti connubii: AAS
22 (1930) 539-592; y Pío XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35
(1943) 9-24.
[14] Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio
de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.
[15] Cf. León XIII, Rerum novarum:
AL 11,128-129 (Roma 1891).
[16] Cf. Juan XXIII, Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 422.
[17] Cf. Pío XII, mensaje del 1 de junio
de 1941,en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 201.
[18] Cf. Juan XXIII, Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 428.
[19] Cf. ibid., 430.
[20] Cf. León XIII, Rerum novarum:
AL 11,134-142 (Roma 1891); Pío XI, Quadragesimo anno: AAS 23 (1931)
199-200; y Pío XII, Sertum laetitiae: AAS 31
(1939) 635-644.
[21] Cf. AAS 53 (1961) 430.
[22] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1952: AAS 45 (1953) 33-46.
[23] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1944: AAS 37 (1945) 12.
[24] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 21.
[25] Ef 4,25.
[26] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 14.
[27] Summa Theologiae I-II q.19
a.4; cf. etiam a.9.
[28] Rom 13,1-6.
[29] In Epist. ad Rom. c.13,1-2
hom.23: MG 60,615.
[30] León XIII, Immortale Dei: AL
5,120 (Roma 1885).
[31] Pío XII, radiomensaje navideño de
1944: AAS 37 (1945) 15.
[32] Cf León XIII, Diuturnum illud:
AL 2,274 (Roma1881).
[33] Cf ibíd., 278; e
Immortale Dei: AL 5,130 (Roma1885).
[34] Hech 5,29.
[35] Summa Theologiae I-II q.93
a.3 ad 2; cf. Pío XII, radiomensaje navideño de 1944: AAS 37 (1945) 5-23.
[36] Cf. León XIII, Diuturnum illud:
AL 2,271-272 (Roma1881); y Pío XII, radiomensaje navideño de 1944:
AAS 37 (1945) 5-23.
[37]Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943). 13; y León XIII, Immortale Dei: AL
5,120 (Roma 1885).
[38] Cf. Pío XII, Summi Pontificatus:
AAS 31 (1939)412-453.
[39] Cf. Pío XI, Mil brennender
Sorge: AAS 29 (1937) 159; y Divini Redemptoris; AAS 29 (1937)
65-106.
[40] León XIII, Immortale Dei: AL
5,121 (Roma 1885).
[41] Cf. León XIII, Rerum novarum:
AL 11,133-134 (Roma 1891).
[42] Cf. Pío XII, Summi
Pontificatus: AAS 31 (1939) 433.
[43] AAS 53 (1961) 19.
[44] Cf. Pío XI, Quadragesimo
anno: AAS 23 (1931) 215.
[45] Cf. Pío XII, mensaje del 1
de junio de 1941, en la fiesta de Pentecostés: AAS 33 (1941) 200.
[46]Cf. Pío XI, Mit brennender
Sorge: AAS 29 (1937) 159; Divini Redemptoris: AAS 29 (1937) 79; y Pío
XII, radiomensaje navideño de 1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[47] Cf. Pío XI, Divini
Redemptoris: AAS 29 (1937) 81; y Pío XII, radiomensaje navideño de
1942: AAS 35 (1943) 9-24.
[48] Juan XXIII, Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 415.
[49] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 21.
[50] Cf. Pio XII, radiomensaje navideño
de 1944: AAS 37 (1945) 15-16.
[51] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1942: AAS 35 (1943) 12.
[52] Cf. León XIII, Annum
ingressi: AL 22.52-80 (Roma 1902-1903).
[53] Sab 6,2-4.
[54] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1941: AAS34 (1942) 16.
[55] Cf Pío XII, radiomensaje navideño
de 1940: AAS33 (1941) 5-14.
[56] De civitate Dei1.4 c.4: ML
41,115. Cf Pío XII, radiomensaje navideño de 1939: AAS(1940) 5-13.
[57] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1941: AAS34 (1942) 10-21.
[58] Cf. Juan XXIII, Mater et
magistra: AAS53 (1961) 439.
[59] Cf. Pío XII, radiomensaje de 1941:
AAS 34 (1942) 25; y Benedicto XV, Exhortación a los gobernantes de las
naciones en guerra, 1 de agosto de 1917: AAS 9 (1917) 18.
[60] Cf. Pío XII, radiomensaje navideño
de 1939: AAS31 (1939) 334.
[61] Cf. AAS 53 (1961)
440-441.
[62]62 Pío XII, radiomensaje navideño de
1941: AAS 34 (1942) 16-17.
[63] Juan XXIII, Mater et magistra:
AAS 53 (1961) 443.
[64] Pío XII, alocución a los jóvenes de
la Acción Católica Italiana, 12 de septiembre de 1948: AAS 40 (1948) 412.
[65] Cf. Juan XXIII, Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 454.
[66] Juan XXIII, Mater et magistra:
AAS 53 (1961) 456.
[67] Cf. Juan XXIII, Mater et
magistra: AAS 53 (1961) 456. Cf. etiam León XIII, Immortale Dei: AL
5,128 (Roma 1885); Pío XI, Ubi arcano: AAS14 (1922) 698; y Pío XII,
alocución al Congreso internacional de mujeres católicas, 11 de septiembre de
1947: AAS39 (1947) 486.
[68] Pío XII, alocución a los
trabajadores italianos en la fiesta de Pentecostés, 13 de juniode 1943: AAS35
(1943) 175.
[69] Miscelanea Augustiпiana...:
Sancti Augustini, Sermones post Maurino reperti p.633 (Roma
1930).
[70] Cf. Is 9,6.
[71] Ef 2,14-17
[72] Responsorio de maitines del viernes
de la semana de Pascua.
[73] Jn 14,27.
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