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lunes, 17 de diciembre de 2018

Abolición de la pena de muerte: Esta causa “es un deber para todos los cristianos” 17122018

Abolición de la pena de muerte: Esta causa “es un deber para todos los cristianos”

Discurso del Papa Francisco
(ZENIT – 17 dic. 2018).- El Papa ha recordado que trabajar por la abolición de la pena de muerte es “una causa a la que están llamados todos los hombres y mujeres de buena voluntad y un deber para quienes compartimos la vocación cristiana del Bautismo”. Todos, en cualquier caso, “necesitamos de la ayuda de Dios, que es fuente de toda razón y justicia”, ha matizado.
Esta mañana, a las 12 horas el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a la delegación de la  Comisión Internacional contra la Pena de Muerte. El Papa ha pronunciado un discurso improvisado.
En esta ocasión, el Papa ha invitado a todos los Estados que no han abolido la pena de muerte pero que no la aplican, a que continúen cumpliendo con este compromiso internacional y que la moratoria no se aplique solo a la ejecución de la pena sino también a la imposición de las sentencias a muerte.
A los Estados que continúan aplicando la pena de muerte, “les ruego que adopten una moratoria con miras a la abolición de esta forma cruel de castigo”, ha dicho el Santo Padre.
Nueva redacción del Catecismo
El Pontífice ha aclarado que la Iglesia “no podía permanecer en una posición neutral frente a las exigencias actuales de reafirmación de la dignidad personal”. Por ello, con la nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte “es siempre inadmisible” porque “atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”.
Penas perpetuas
Del mismo modo, ha continuado el Papa, el Magisterio de la Iglesia entiende que las penas perpetuas, “que quitan la posibilidad de una redención moral y existencial, a favor del condenado y en el de la comunidad, son una forma de pena de muerte encubierta”.
Así, ha aclarado que Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, sabiendo que se ha equivocado, pide perdón e inicia una nueva vida. “A nadie, entonces, puede quitársele la vida ni la esperanza de su redención y reconciliación con la comunidad”, ha señalado.
RD
Publicamos a continuación el discurso que el Papa había preparado para esa ocasión y que ha sido entregado a los presentes.
***
Discurso del Santo Padre
Ilustres señores y señoras:
Los saludo a todos cordialmente y deseo expresarles mi agradecimiento personal por el trabajo que la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte realiza a favor de la abolición universal de esta cruel forma de castigo. Agradezco también el compromiso que cada uno de ustedes ha tenido con esta causa en sus respectivos países.
He dirigido una carta a quien fuera vuestro Presidente el 19 de marzo de 2015 y he expresado el compromiso de la Iglesia con la causa de la abolición en mi discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, el 24 de septiembre de 2015.
He compartido algunas ideas sobre este tema en mi carta a la Asociación Internacional de Derecho Penal y a la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, del 30 de mayo de 2014. He profundizado en ellas en mi alocución ante las cinco grandes asociaciones mundiales dedicadas al estudio del derecho penal, la criminología, la victimología y las cuestiones penitenciarias, del 23 de octubre de 2014. La certeza de que cada vida es sagrada y que la dignidad humana debe ser custodiada sin excepciones, me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles por la abolición universal de la pena de muerte.
Ello se ha visto reflejado recientemente en la nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, que expresa ahora el progreso de la doctrina de los últimos Pontífices así como también el cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una pena que lesiona gravemente la dignidad humana (cfr. Discurso con motivo del XXV aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de octubre de 2017). Una pena contraria al Evangelio porque implica suprimir una vida que es siempre sagrada a los ojos del Creador y de la cual solo Dios es verdadero juez y garante (cfr. Carta al Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, 20 de marzo de 2015).
En siglos pasados, cuando se carecía de los instrumentos de que hoy disponemos para la tutela de la sociedad y aún no se había alcanzado el grado actual de desarrollo de los derechos humanos, el recurso a la pena de muerte se presentaba en algunas ocasiones como una consecuencia lógica y justa. Incluso en el Estado Pontificio se ha recurrido a esta forma inhumana de castigo, ignorando la primacía de la misericordia sobre la justicia.
Es por ello que la nueva redacción del Catecismo implica asumir también nuestra responsabilidad sobre el pasado y reconocer que la aceptación de esa forma de castigo fue consecuencia de una mentalidad de la época, más legalista que cristiana, que sacralizó el valor de leyes carentes de humanidad y misericordia. La Iglesia no podía permanecer en una posición neutral frente a las exigencias actuales de reafirmación de la dignidad personal.
La reforma del texto del Catecismo en el punto dedicado a la pena de muerte no implica contradicción alguna con la enseñanza del pasado, pues la Iglesia siempre ha defendido la dignidad de la vida humana. Sin embargo, el desarrollo armónico de la doctrina impone la necesidad de reflejar en el Catecismo que, sin perjuicio de la gravedad del delito cometido, la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es siempre inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.
Del mismo modo, el Magisterio de la Iglesia entiende que las penas perpetuas, que quitan la posibilidad de una redención moral y existencial, a favor del condenado y en el de la comunidad, son una forma de pena de muerte encubierta (cfr. Discurso ante una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal, 23 de octubre de 2014). Dios es un Padre que siempre espera el regreso del hijo que, sabiendo que se ha equivocado, pide perdón e inicia una nueva vida. A nadie, entonces, puede quitársele la vida ni la esperanza de su redención y reconciliación con la comunidad.
Así como ha ocurrido en el seno de la Iglesia, es necesario que en el concierto de las naciones se asuma un compromiso semejante. El derecho soberano de todos los países a definir su ordenamiento jurídico no puede ser ejercido en contradicción con las obligaciones que les corresponden en virtud del derecho internacional ni puede representar un obstáculo al reconocimiento universal de la dignidad humana.
Las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas sobre moratoria del uso de la pena de muerte, que tienen por fin suspender la aplicación de la pena capital en los países miembros, son un camino que es necesario transitar sin que ello implique cejar en la iniciativa de la abolición universal.
En esta ocasión, desearía invitar a todos los Estados que no han abolido la pena de muerte pero que no la aplican, a que continúen cumpliendo con este compromiso internacional y que la moratoria no se aplique solo a la ejecución de la pena sino también a la imposición de las sentencias a muerte. La moratoria no puede ser vivida por el condenado como una mera prolongación de la espera de su ejecución.
A los Estados que continúan aplicando la pena de muerte, les ruego que adopten una moratoria con miras a la abolición de esta forma cruel de castigo. Comprendo que para llegar a la abolición, que es el objetivo de esta causa, en ciertos contextos puede ser necesario atravesar por complejos procesos políticos. La suspensión de las ejecuciones y la reducción de los delitos conminados con la pena capital, así como la prohibición de esta forma de castigo para menores, embarazadas o personas con discapacidad mental o intelectual, son objetivos mínimos con los que los líderes de todo el mundo deben comprometerse.
Como he hecho en ocasiones anteriores, quiero volver a llamar la atención sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, que son un fenómeno lamentablemente recurrente en países con o sin pena de muerte legal. Se trata de homicidios deliberados cometidos por agentes estatales, que a menudo se los hace pasar como resultado de enfrentamientos con presuntos delincuentes o son presentados como consecuencias no deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para proteger a los ciudadanos.
El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida, incluso cuando para ello sea necesario asestar al agresor un golpe mortal (cfr. CEC, n. 2264).
La legítima defensa no es un derecho sino un deber para el que es responsable de la vida de otro (cfr. ibid., n. 2265). La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima deben rechazar toda agresión, incluso con el uso de las armas, siempre que ello sea necesario para la conservación de la propia vida o la de las personas a su cuidado. Como consecuencia, todo uso de fuerza letal que no sea estrictamente necesario para este fin solo puede ser reputado como una ejecución ilegal, un crimen de estado.
Toda acción defensiva, para ser legítima, debe ser necesaria y mesurada. Como enseñaba Santo Tomás de Aquino, «tal acto, en lo que se refiere a la conservación de la propia vida, nada tiene de ilícito, puesto que es natural a todo ser conservar su existencia todo cuanto pueda. Sin embargo, un acto que proviene de buena intención puede convertirse en ilícito si no es proporcionado al fin. Por consiguiente, si uno, para defender su propia vida, usa de mayor violencia que la precisa, este acto será ilícito. Pero si rechaza la agresión moderadamente, será lícita la defensa, pues, con arreglo al derecho, es lícito repeler la fuerza con la fuerza, moderando la defensa según las necesidades de la seguridad amenazada» (Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
Por último, quiero compartirles una reflexión que se vincula al trabajo que ustedes realizan, a su lucha por una justicia realmente humana. Las reflexiones en el campo jurídico y de la filosofía del derecho se han ocupado tradicionalmente de quienes lesionan o interfieren en los derechos de los demás. Menor atención ha suscitado la omisión de ayudar a otros cuando podemos hacerlo. Es una reflexión que ya no puede esperar más.
Los principios tradicionales de la justicia, caracterizados por la idea del respeto a los derechos individuales y su protección de toda interferencia en ellos por parte de los demás, deben complementarse con una ética del cuidado.  En el campo de la justicia penal, ello implica una mayor comprensión de las causas de las conductas, de su contexto social, de la situación de vulnerabilidad de los infractores a la ley y del padecimiento de las víctimas. Este modo de razonar, inspirado por la misericordia divina, nos debe llevar a contemplar cada caso concreto en su especificidad, y no a manejarnos con números abstractos de víctimas y victimarios. De este modo, es posible abordar los problemas éticos y morales que se derivan de la conflictividad y de la injusticia social, comprender el sufrimiento de las personas concretas involucradas y llegar a otro tipo de soluciones que no profundicen esos padecimientos.
Podríamos decirlo con esta imagen: necesitamos una justicia que además de padre también sea madre. Los gestos de cuidado mutuo, propios del amor que es también civil y político, se manifiestan en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor (cfr. Carta Enc. Laudato si’, n. 231).  El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma excelente de la caridad, que no solo afecta a las relaciones entre los individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas» (Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, 2: AAS 101 [2009], 642).
El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 582). En este marco, el amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que alienten una cultura del cuidado en los distintos ámbitos de la vida en común.  El trabajo que ustedes hacen es parte de ese esfuerzo al que estamos llamados.
Queridos amigos, les doy nuevamente las gracias por este encuentro, y les aseguro que seguiré trabajando junto a ustedes por la abolición de la pena de muerte. A esto se ha comprometido la Iglesia y deseo que la Santa Sede colabore con la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte en la construcción de los consensos necesarios para la erradicación de la pena capital y de toda forma de castigo cruel.
Es una causa a la que están llamados todos los hombres y mujeres de buena voluntad y un deber para quienes compartimos la vocación cristiana del Bautismo. Todos, en cualquier caso, necesitamos de la ayuda de Dios, que es fuente de toda razón y justicia.
Invoco, por lo tanto, para cada uno de vosotros, con la intercesión de la Virgen Madre, la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Los bendigo de corazón y, por favor, les pido que recen por mí.
© Librería Editorial Vaticano

viernes, 20 de marzo de 2015

El Papa pide la abolición de la pena capital: la justicia no se alcanza dando muerte a un ser humano 20032015

El Papa pide la abolición de la pena capital: la justicia no se alcanza dando muerte a un ser humano





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2015-03-20 Radio Vaticana
http://media02.radiovaticana.va/photo/2014/10/24/RV78_LancioGrande.jpgEl mundo necesita testigos de la misericordia y ternura de Dios
(RV). «Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos obligados no sólo a luchar por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal, y en todas sus formas, sino también para que las condiciones carcelarias sean mejores, en respeto de la dignidad humana de las personas privadas de la libertad».
El Papa Francisco alienta «una moratoria universal de las ejecuciones en todo el mundo, con miras a la abolición de la pena capital». En un denso mensaje en español entregado, al recibir a una delegación de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, encabezada por su presidente, Federico Mayor, el Obispo de Roma reiteró con las palabras del Señor Jesús, el Magisterio de la Iglesia, a partir de la Sagrada Escritura, que «la vida humana es sagrada», desde la concepción, hasta la muerte natural.
Señalando que los Estados pueden matar «por acción», cuando aplican la pena de muerte, con guerras o con ejecuciones, el Papa Bergoglio subraya que pueden matar también «por omisión», cuando no garantizan a sus pueblos los medios esenciales para la vida.
Haciendo hincapié en que «la vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios», ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace garante», y refiriéndose a la «legítima defensa», advierte contra el riego de tergiversación, para luego afirmar que «hoy en día la pena de muerte es inadmisible». Y para un «Estado de derecho es un fracaso».
«Nunca se alcanzará la justicia dando muerte a un ser humano». Sin olvidar que la justicia humana es imperfecta y falible, el Obispo de Roma recuerda que la pena capital niega la reparación, la posibilidad de confesión y de la contrición, para llegar al «encuentro con el amor misericordioso y sanador de Dios».
Además, la pena de muerte es recurso frecuente de «regímenes totalitarios y grupos de fanáticos», para el exterminio de disidentes y minorías, advierte asimismo el Papa Francisco, para luego recordar que «también en el presente, la Iglesia padece la aplicación de esta pena a sus nuevos mártires».
«La pena de muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la misericordia divina». Implica un trato cruel, inhumano y degradante, vuelve a señalar el Santo Padre, que recuerda luego que «no hay forma humana de matar a otra persona». Y que la prisión perpetua y de larga duración se pueden considerar como penas de muerte encubierta.
(CdM – RV)

Texto completo del Mensaje del Papa:
Excelentísimo Señor
FEDERICO MAYOR
Presidente de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte
Señor Presidente:
Con estas letras, deseo hacer llegar mi saludo a todos los miembros de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, al grupo de países que la apoyan, y a quienes colaboran con el organismo que Ud. preside. Quiero además expresar mi agradecimiento personal, y también el de los hombres de buena voluntad, por su compromiso con un mundo libre de la pena de muerte y por su contribución para el establecimiento de una moratoria universal de las ejecuciones en todo el mundo, con miras a la abolición de la pena capital.
He compartido algunas ideas sobre este tema en mi carta a la Asociación Internacional de Derecho Penal y a la Asociación Latinoamericana de Derecho Penal y Criminología, del 30 de mayo de 2014. He tenido la oportunidad de profundizar sobre ellas en mi alocución ante las cinco grandes asociaciones mundiales dedicadas al estudio del derecho penal, la criminología, la victimología y las cuestiones penitenciarias, del 23 de octubre de 2014. En esta oportunidad, quiero compartir con ustedes algunas reflexiones con las que la Iglesia contribuya al esfuerzo humanista de la Comisión.
El Magisterio de la Iglesia, a partir de la Sagrada Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios, defiende la vida desde la concepción hasta la muerte natural, y sostiene la plena dignidad humana en cuanto imagen de Dios (cf. Gen 1,26). La vida humana es sagradaporque desde su inicio, desde el primer instante de la concepción, es fruto de la acción creadora de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2258), y desde ese momento, el hombre, única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo, es objeto de un amor personalpor parte de Dios (cf. Gaudium et spes, 24).
Los Estados pueden matar por acción cuando aplican la pena de muerte, cuando llevan a sus pueblos a la guerra o cuando realizan ejecuciones extrajudiciales o sumarias. Pueden matartambién por omisión, cuando no garantizan a sus pueblos el acceso a los medios esenciales para la vida. «Así como el mandamiento de “no matar” pone un límite claro para asegurar elvalor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y lainequidad”» (Evangelii gaudium, 53).
La vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante. Como enseña san Ambrosio, Dios no quiso castigar a Caín con el homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte (cf. Evangelium vitae, 9).
En algunas ocasiones es necesario repeler proporcionadamente una agresión en curso para evitar que un agresor cause un daño, y la necesidad de neutralizarlo puede conllevar su eliminación: es el caso de la legítima defensa (cf. Evangelium vitae, 55). Sin embargo, los presupuestos de la legítima defensa personal no son aplicables al medio social, sin riesgo de tergiversación. Es que cuando se aplica la pena de muerte, se mata a personas no por agresiones actuales, sino por daños cometidos en el pasado. Se aplica, además, a personas cuya capacidad de dañar no es actual sino que ya ha sido neutralizada, y que se encuentran privadas de su libertad.
Hoy día la pena de muerte es inadmisible, por cuanto grave haya sido el delito del condenado. Es una ofensa a la inviolabilidad de la vida y a la dignidad de la persona humana que contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de las penas. No hace justicia a las víctimas, sino que fomenta la venganza.
Para un Estado de derecho, la pena de muerte representa un fracaso, porque lo obliga a matar en nombre de la justicia. Escribió Dostoevskij: «Matar a quien mató es un castigo incomparablemente mayor que el mismo crimen. El asesinato en virtud de una sentencia es más espantoso que el asesinato que comete un criminal». Nunca se alcanzará la justicia dandomuerte a un ser humano.
La pena de muerte pierde toda legitimidad en razón de la defectiva selectividad del sistema penal y frente a la posibilidad del error judicial. La justicia humana es imperfecta, y no reconocer su falibilidad puede convertirla en fuente de injusticias. Con la aplicación de la pena capital, se le niega al condenado la posibilidad de la reparación o enmienda del daño causado; la posibilidad de la confesión, por la que el hombre expresa su conversión interior; y de la contrición, pórtico del arrepentimiento y de la expiación, para llegar al encuentro con el amor misericordioso y sanador de Dios.
La pena capital es, además, un recurso frecuente al que echan mano algunos regímenestotalitarios y grupos de fanáticos, para el exterminio de disidentes políticos, de minorías, y de todo sujeto etiquetado como “peligroso” o que puede ser percibido como una amenaza para su poder o para la consecución de sus fines. Como en los primeros siglos, también en el presentela Iglesia padece la aplicación de esta pena a sus nuevos mártires.
La pena de muerte es contraria al sentido de la humanitas y a la misericordia divina, que debe ser modelo para la justicia de los hombres. Implica un trato cruel, inhumano y degradante, como también lo es la angustia previa al momento de la ejecución y la terrible espera entre el dictado de la sentencia y la aplicación de la pena, una “tortura” que, en nombre del debido proceso, suele durar muchos años, y que en la antesala de la muerte no pocas veces lleva a la enfermedad y a la locura.
Se debate en algunos lugares acerca del modo de matar, como si se tratara de encontrar el modo de “hacerlo bien”. A lo largo de la historia, diversos mecanismos de muerte han sido defendidos por reducir el sufrimiento y la agonía de los condenados. Pero no hay forma humana de matar a otra persona.
En la actualidad, no sólo existen medios para reprimir el crimen eficazmente sin privar definitivamente de la posibilidad de redimirse a quien lo ha cometido (cf. Evangelium vitae, 27), sino que se ha desarrollado una mayor sensibilidad moral con relación al valor de la vida humana, provocando una creciente aversión a la pena de muerte y el apoyo de la opinión pública a las diversas disposiciones que tienden a su abolición o a la suspensión de su aplicación (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 405).
Por otra parte, la pena de prisión perpetua, así como aquellas que por su duración conlleven la imposibilidad para el penado de proyectar un futuro en libertad, pueden ser consideradaspenas de muerte encubiertas, puesto que con ellas no se priva al culpable de su libertad sino que se intenta privarlo de la esperanza. Pero aunque el sistema penal pueda cobrarse el tiempo de los culpables, jamás podrá cobrarse su esperanza.
Como expresé en mi alocución del 23 de octubre pasado, «la pena de muerte implica la negación del amor a los enemigos, predicada en el Evangelio. Todos los cristianos y los hombres de buena voluntad, estamos obligados no sólo a luchar por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal, y en todas sus formas, sino también para que las condiciones carcelarias sean mejores, en respeto de la dignidad humana de las personas privadas de la libertad».
Queridos amigos, los aliento a continuar con la obra que realizan, pues el mundo necesita testigos de la misericordia y de la ternura de Dios.
Me despido encomendándolos al Señor Jesús, que en los días de su vida terrena no quiso que hiriesen a sus perseguidores en su defensa - «Guarda tu espada en la vaina» (Mt 26,52) -, fueapresado y condenado injustamente a muerte, y se identificó con todos los encarcelados, culpables o no: «Estuve preso y me visitaron» (Mt 25,36). Él, que frente a la mujer adúltera no se cuestionó sobre su culpabilidad, sino que invitó a los acusadores a examinar su propia conciencia antes de lapidarla (cf. Jn 8,1-11), les conceda el don de la sabiduría, para que las acciones que emprendan en pos de la abolición de esta pena cruel, sean acertadas y fructíferas.
Les ruego que recen por mí.
Cordialmente