Santa Francisca Javiera Cabrini, virgen y fundadora
fecha: 22 de diciembre
fecha en el calendario anterior: 3 de enero
n.: 1850 - †: 1917 - país: U.S.A.
canonización: B: Pío XI 13 nov 1938 - C: Pío XII 7 jul 1946
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
fecha en el calendario anterior: 3 de enero
n.: 1850 - †: 1917 - país: U.S.A.
canonización: B: Pío XI 13 nov 1938 - C: Pío XII 7 jul 1946
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: En Chicago, del estado de Illinois, en los Estados Unidos de
Norteamérica, santa Francisca Javiera Cabrini, virgen, que fundó el Instituto
de Misioneras del Sacratísimo Corazón de Jesús, y con eximia caridad se dedicó
al cuidado de los emigrantes.
Patronazgos: patrona de los migrantes

Agustin Cabrini era un cultivador muy
acomodado, cuyas tierras estaban situadas cerca de Sant' Angelo Lodigiano,
entre Pavía y Lodi. Su esposa, Estela Oldini, era milanesa. Tuvieron trece
hijos, de los que la menor, nacida el 15 de julio de 1850, recibió en el
bautismo los nombres de María Francisca, a los que más tarde habría de añadir
el de Javier. La familia Cabrini era sólidamente piadosa, pues todo en la
familia era sólido. Rosa, una de las hermanas de Francisca, que había sido
maestra de escuela y no había escapado a todos los defectos de su profesión, se
encargó especialmente de la educación de su hermanita, en forma muy estricta.
Hay que reconocer que Francisca aprendió mucho de Rosa y que el rigor con que
la trataba su hermana no le hizo ningún daño. Ln piedad de Francisca fue un
tanto precoz, pero no por ello menos real. Oyendo en su casa la lectura de los
«Anales de la Propagación de la Fe», Francisca determinó desde niña ir a
trabajar en las misiones extranjeras. Los padres de Francisca, que deseaban que
fuese maestra de escuela, la enviaron a estudiar en la escuela de las
religiosas de Arluno. La joven pasó con éxito los exámenes a los dieciocho
años. En 1870, tuvo la pena enorme de perder a sus padres.
Durante los dos años siguientes, Francisca
vivió apaciblemente con su hermana Rosa. Su bondad sin pretensiones
impresionaba a cuantos la conocían. Francisca quiso ingresar en la congregación
en la que había hecho sus estudios; pero no fue admitida a causa de su mala
salud. También otra congregación le negó la admisión por la misma razón. Pero
Don Serrati, el sacerdote en cuya escuela enseñaba Francisca, no olvidó las
cualidades de la joven maestra. En 1874, Don Serrati fue nombrado preboste de
la colegiata de Codogno. En su nueva parroquia había un pequeño orfanato,
llamado la Casa de la Providencia, cuyo estado dejaba mucho que desear. La
fundadora, que se llamaba Antonia Tondini, y otras dos mujeres, se encargaban
de la administración, pero lo hacían muy mal. El obispo de Lodi y Mons. Serrati
invitaron a Francisca a ir a ayudar en esa institución y a fundar allí una
congregación religiosa. La joven aceptó, no sin gran repugnancia.
Así comenzó Francisca lo que una religiosa
benedictina califica de «noviciado muy especial, en comparación del cual un
noviciado de convento habría sido un juego de niños». Aunque Antonia Tondini
había aceptado que Francisca trabajase en el orfanato, se dedicó a obstaculizar
su trabajo, en vez de ayudarla. Pero Francisca no se desalentó, consiguió
algunas compañeras y, en 1877, hizo los primeros votos con siete de ellas. Al
mismo tiempo, el obispo la nombró superiora. Ello no hizo sino empeorar las
cosas. La conducta de la hermana Tondini, quien probablemente estaba un tanto
enferma de la cabeza, se convirtió en un escándalo público. Francisca Cabrini y
sus fieles colaboradoras lucharon tres años más por sostener la obra de la Casa
de la Providencia, en espera de tiempos mejores; pero finalmente, el obispo
renunció al proyecto y cerró el orfanato, después de decir a Francisca: «Vos
deseáis ser misionera. Pues bien, ha llegado el momento de que lo seáis. Yo no
conozco ningún instituto misional femenino. Fundadlo vos misma». Francisca
salió decidida a seguir sencillamente ese consejo.
En Codogno había un antiguo convento
franciscano, vacío y olvidado. A él se trasladó la madre Cabrini con sus siete
fieles compañeras. En cuanto la comunidad quedó establecida, la santa se dedicó
a redactar las reglas. El fin principal de las Hermanas Misioneras del Sagrado
Corazón era la educación de las jóvenes. Ese mismo año el obispo de Lodi aprobó
las constituciones. Dos años más tarde, se inauguró la primera filial en
Gruello, a la que siguió pronto la casa de Milán. Todo esto se escribe pronto.
Pero la realidad fue muy distinta, ya que los obstáculos no escasearon: en
efecto, algunos alegaron que el título de misioneras no convenía a las mujeres,
y una madre se quejó de que su hija había sido engañada para que entrase en la
congregación. A pesar de ello, la congregación empezó a crecer, y la madre Cabrini
demostró ampliamente su capacidad. En 1887, fue a Roma a pedir a la Santa Sede
que aprobase su pequeña congregación y le diese permiso de abrir una casa en la
Ciudad Eterna. Algunas personas influyentes trataron de disuadir a la santa del
proyecto, pues juzgaban que siete años de prueba no bastaban para la aprobación
de la congregación. El cardenal Parocchi, vicario de Roma, repitió el mismo
argumento en su primera entrevista con la madre Francisca; pero sólo en la
primera entrevista, porque la santa se lo ganó muy pronto. Al poco tiempo, se
pidió a la madre Cabrini que abriese no una sino dos casas en Roma: una escuela
gratuita y un orfanato. Algunos meses más tarde se publicó el decreto de la
primera aprobación de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón.
La madre Cabrini había soñado en China
desde la niñez. Pero no faltaban quienes querían convencerla de que volviese
los ojos hacia otro continente. Mons. Scalabrini, obispo de Piacenza, había
fundado la Sociedad de San Carlos para trabajar entre los italianos que partían
a los Estados Unidos, y rogó a la madre Cabrini que enviase a algunas de sus
religiosas a colaborar con los sacerdotes de la sociedad. La santa no se dejó
convencer. Entonces, el arzobispo de Nueva York, Mons. Corrigan, insistió personalmente.
La santa estaba indecisa, porque todos, excepto Mons. Serrati, apuntaban en la
misma dirección. La madre Francisca tuvo por entonces un sueño que la
impresionó mucho y determinó consultar al Sumo Pontífice. León XIII le dijo:
«No al oriente sino al occidente». Siendo niña, Francisca Cabrini se había
caído al río, y desde entonces tenía horror al agua. A pesar de ello, cruzó el
Atlántico por primera vez, con seis de sus religiosas, y desembarcó en Nueva
York el 31 de marzo de 1889.
Todo el mundo sabe que una multitud de
italianos, polacos, ucranios, checos, croatas, eslovacos, etc., han emigrado a
los Estados Unidos en los siglos XIX y XX. La historia religiosa de los
inmigrantes está todavía por escribirse. Baste con decir que, cuando llegó la
madre Cabrini, había unos 50.000 italianos en Nueva York y sus alrededores. La
mayoría de ellos no sabían siquiera los rudimentos de la doctrina cristiana;
apenas unos 1.200 habían asistido alguna vez en su vida a la misa; de cada doce
sacerdotes italianos, diez habían tenido que salir de su patria por mala
conducta. La situación era semejante en el noroeste de Pennsylvania. Y las
condiciones económicas y sociales de la mayoría de los inmigrantes estaban a la
altura de las condiciones religiosas. Nada tiene, pues, de extraño que en el
tercer concilio plenario de Baltimore, Mons. Corrigan y León XIII hayan estado
muy inquietos.
La acogida que se dio a las religiosas en
Nueva York no fue precisamente entusiasta. Se les había pedido que organizaran un
orfanato para niños italianos y que tomaran a su cargo una escuela primaria;
pero, al llegar a Nueva York, donde se les dio cordialmente la bienvenida, se
encontraron con que no tenían casa, de suerte que por lo menos la primera noche
tuvieron que pasarla en una posada sucia y repugnante. Cuando la madre Cabrini
fue a ver a Mons. Corrigan, se enteró de que, debido a ciertas dificultades
entre el arzobispo y las bienhechoras, se había renunciado al proyecto del
orfanato. Por otra parte, aunque abundaban los alumnos, no había edificio para
la escuela. El arzobispo terminó diciendo que, en vista de las circunstancias,
lo mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas regresasen a Italia. Santa
Francisca replicó con su firmeza y decisión habituales: «No, monseñor. El Papa
me envió aquí, y aquí me voy a quedar». El arzobispo quedó impresionado al ver
la firmeza de aquella pequeña lombarda y el apoyo que le prestaban en Roma. Por
lo demás, hay que confesar que Corrigan era un hombre que cambiaba fácilmente
de idea. Así pues, no se opuso a que las religiosas se quedasen en Nueva York y
consiguió que por el momento se alojasen con las hermanas de la Caridad. A las
pocas semanas, santa Francisca había ya hecho buenas migas con la condesa
Cesnola, bienhechora del orfanato proyectado, la había reconciliado con Mons.
Corrigan, había conseguido una casa para sus religiosas y había inaugurado un
pequeño orfanato. En julio de 1889, fue a hacer una visita a Italia, y llevó
consigo a las dos primeras religiosas italo-americanas de su congregación.
Nueve meses después, regresó a los Estados Unidos con más religiosas para tomar
posesión de la casa de West Park, sobre el río Hudson, que hasta entonces había
pertenecido a los jesuitas. La santa trasladó allí el orfanato, que ya había
crecido mucho, y estableció allí mismo la casa madre y el noviciado de los
Estados Unidos. La congregación prosperaba, tanto entre los inmigrantes de los
Estados Unidos como en Italia. Al poco tiempo, la madre Cabrini hizo un penoso
viaje a Managua, de Nicaragua; a pesar de que las circunstancias eran muy
difíciles y aun peligrosas, aceptó la dirección de un orfanato y abrió un
internado. En el viaje de vuelta, pasó por Nueva Orleáns, como se lo había
pedido el santo arzobispo de la ciudad, Francisco Janssens. Los italianos de
Nueva Orleáns, que procedían en gran parte del sur de Italia y de Sicilia,
vivían en condiciones especialmente amargas. Había entre ellos algunos
criminales indeseables, y poco antes una chusma enfurecida de americanos, no
menos criminal, había linchado a once de ellos. El resultado de la visita de
santa Francisca fue que fundó una casa en Nueva Orleáns.
No hace falta demostrar que Francisca
Cabrini fué una mujer extraordinaria, pues sus obras hablan por ella. Como
había sucedido a la beata Filipina Duchesne, santa Francisca aprendió el inglés
con dificultad y conservó siempre el acento extranjero muy marcado. Pero ello
no le impidió tener gran éxito en el trato con gentes de todas clases. En
particular, aquellos con quienes tuvo que tratar asuntos financieros, que
fueron muchos y de mucha importancia, la admiraban enormemente. El único punto
en el que falló el tacto de la madre Cabrini fue en las relaciones con los
cristianos no católicos. Ello se debió a que entró por primera vez en contacto
con ellos en los Estados Unidos, de suerte que pasó largo tiempo antes de que
reconociese su buena fe y apreciase su vida ejemplar. Los comentarios
desagradables que hizo la santa sobre este punto, se explican por su
ignorancia, que era la raíz de su incomprensión. En efecto, como lo demuestran
sus ideas sobre la educación de los niños, era una mujer de visión amplia y
capaz de aprender, que no se cerraba a una idea simplemente porque era nueva.
La madre Cabrini había nacido para gobernar. Era muy estricta, pero poseía al
mismo tiempo un gran sentido de justicia. En ciertas ocasiones era tal vez
demasiado estricta y no caía en la cuenta de las consecuencias de su
inflexibilidad. Por ejemplo, no parece que haya favorecido a la causa de la
moral cristiana negándose a recibir a los hijos ilegítimos en su escuela
gratuita; tal actitud no hacía más que castigar a los inocentes. Pero el amor
gobernaba todos los actos de la santa, de suerte que su inflexibilidad no le
impedía amar y ser muy amada. A este propósito, solía decir a sus religiosas:
«Amaos unas a otras. Sacrificáos constantemente y de buen grado por vuestras
hermanas. Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no abriguéis
resentimientos; sed mansas y pacíficas».
En 1892, año del cuarto centenario del
descubrimiento del Nuevo Mundo, la santa fundó en Nueva York una de sus obras
más conocidas: el «Columbus Hospital». En realidad, dicha obra había sido
emprendida poco antes por la Sociedad de San Carlos. Desgraciadamente, la
cesión del hospital a las Misioneras del Sagrado Corazón, que no fue fácil,
creó ciertos resentimientos contra la madre Francisca. La santa hizo poco
después un viaje a Italia, donde asistió a la inauguración de una casa de
vacaciones cerca de Roma y de una casa de estudiantes en Génova. En seguida,
fue a Costa Rica, Panamá, Chile, Brasil y Buenos Aires. Naturalmente, en 1895,
ese viaje era mucho más difícil que en la actualidad; pero la madre Cabrini
gozaba enormemente con los paisajes, y ello le aligeró un tanto las molestias
del viaje. En Buenos Aires inauguró una escuela secundaria para jovencitas.
Como algunas personas le advirtiesen que la empresa era muy difícil y pesada,
la santa respondió: «¿Quién la va a llevar a cabo: nosotras, o Dios?» Después
de otro viaje a Italia, donde tuvo que encargarse de un largo proceso en los
tribunales eclesiásticos y hacer frente a la turba en Milán, fue a Francia, e
hizo allí su primera fundación europea fuera de Italia. En el verano de 1898,
estuvo en Inglaterra. El obispo de Southwark, Mons. Bourne, que fue más tarde
cardenal y había conocido en Codogno a la madre Francisca, le pidió que fundase
en su diócesis una casa de su congregación; pero el proyecto no se llevó a cabo
por entonces.
La santa desplegó la misma actividad en
los doce años siguientes. Si hubiese que nombrar a un santo patrono de los
viajeros, más reciente y menos nebuloso que san Cristóbal, la madre Cabrini
encabezaría ciertamente la lista de candidatos. Su amor por todos los hijos de
Dios la llevó de un sitio a otro del hemisferio occidental: de Río de Janeiro a
Roma, de Sydenham a Seattle. Las constituciones de las Hermanas Misioneras del
Sagrado Corazón fueron finalmente aprobadas en 1907. Para entonces, la
congregación, que había comenzado en 1880 con ocho religiosas, tenía ya más de
1000 y se hallaba establecida en ocho países. Santa Francisca había hecho más
de cincuenta fundaciones, entre las que se contaban escuelas gratuitas,
escuelas secundarias, hospitales y otras instituciones. Las religiosas no se
limitaban en los Estados Unidos a trabajar entre los inmigrantes italianos. En
efecto, el día del jubileo de la congregación, los presos de Sing-Sing enviaron
a la santa una conmovedora carta de gratitud. Entre las grandes fundaciones,
nos limitaremos a mencionar dos: el «Columbus Hospital» de Chicago, y la
escuela de Brockley (1902), que actualmente se halla en Honor Oak. Es imposible
hablar aquí de todas las pruebas y dificultades, tales como la oposición del
obispo de Vitoria (la reina María Cristina había llamado a España a santa
Francisca), y la oposición de ciertos partidos en Chicago, Seattle y Nueva
Orleáns. En esta última ciudad las hijas de santa Francisca pagaron el mal con
bien, ya que se condujeron en forma heroica en la epidemia de fiebre amarilla
de 1905.
En 1911, la salud de la fundadora comenzó
a decaer. Tenía entonces sesenta y un años, y estaba físicamente agotada. Pero
todavía pudo trabajar seis años más. El fin llegó súbitamente. La madre
Francisca Javier Cabrini murió absolutamente sola en el convento de Chicago, el
22 de diciembre de 1917. Fue canonizada en 1946. Su cuerpo se halla en la
capilla de la «Cabrini Memorial School» de Fort Washington, en el estado de
Nueva York. Sin duda que antes de santa Francisca hubo otros santos en los
Estados Unidos y los seguirá habiéndo en el futuro; pero ella fue la primera
ciudadana americana cuya santidad fue públicamente reconocida por la Iglesia
mediante la canonización. Francisca Javier Cabrini es una gloria de los Estados
Unidos, de Italia, de la Iglesia y de toda la humanidad. Nadie que no fuese un
santo como ella hubiese podido hacer lo que ella hizo y en la forma en que lo
hizo.
La primera biografía de la santa, escrita
por una religiosa de su congregación (la madre Javier de María) y publicada en
1928, se titula La Madre Francesco Saverio Cabrini. Diez años más tarde, Emilie
de Sanctis Rosmini publicó La Beata Francesco Saverio Cabrini. En italiano
existen otras biografías. El Viaggi della Madre Cabrini, narrati in varié sue
lettere está traducido al inglés. En 1931, el P. Martindale publicó un ensayo
muy bien hecho. En 1937, vio la luz en Chicago la biografía del P. E.J.
McCarthy, la obra de una dama benedictina de Stanford, Francés Xavier Cabrini:
the Saint of the Emigranls (1944), es un modelo de biografía para el gran
público.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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