jueves, 31 de diciembre de 2015

CELEBRACIÓN DE FIN DE AÑO (Mons. Oscar Romero)

CELEBRACIÓN DE FIN DE AÑO

31 de Diciembre de 1979


 
Queridos hermanos, estimados radio-oyentes:
Al terminar 1979 y celebrando ya la liturgia del 1o. de enero de 1980, la reflexión como que boga entre las aguas del tiempo y el océano de la eternidad. Mirando sólo al tiempo, vemos como trascurre, como se van los años. Y fijándonos en concreto en el año que termina, hay tantas cosas que es imposible abarcarlas en nuestra reflexión. Solamente indicaría como tres capítulos que cada uno de nosotros tenía que llenar, según ha sido para él, el año que está terminando.
1º.) Las cosas buenas por la cuales hay que darle gracias a Dios.
2º.) Las cosas malas, el pecado que ha ofendido a Dios y por el cual hay que pedirle perdón.
3º.) La incertidumbre del tiempo futuro. ¿Qué nos depara el Señor para elevar el corazón en un acto de súplica a Dios?
 

1. LAS COSAS BUENAS POR LAS CUALES HAY QUE DARLE GRACIAS A DIOS

- Seamos agradecidos con Dios
En el capítulo de las cosas buenas yo les invito a que seamos agradecidos con Dios. No todo es maldad. La visión optimista del cristiano encuentra más cosas buenas que malas. Quizá por aquella psicología del hombre que cuando sufre todo lo ve bajo el color y el sufrimiento, se olvida de todo lo bueno que hay a pesar del sufrimiento. Pero por ejemplo, el hecho de encontrarnos aquí, sanos, gozando de la vida, es un bien que Dios nos ha dado, el bien de la vida, el bien del tiempo. Agradezcámosle al Señor que mientras tantos hermanos nuestros no pudieron llegar hasta el último del año, nosotros estamos aquí mirando desde el último día del año, todo el recorrido de bondades que Dios ha tenido con nosotros.
Miremos ese cúmulo de felicidad y alegrías que se han disfrutado en familia, en amistad. Toda la solidaridad. Y desde el punto de vista de Iglesia como Pastor, yo le doy gracias a Dios porque hemos vivido una Iglesia que de veras nos hace felices. La persecución, las pruebas, todo lo que ha sufrido nuestra madre Iglesia aquí en El Salvador, en nuestra Arquidiócesis, no ha servicio más que para hacerla más floreciente. Yo le doy gracias a Dios por todo lo que han hecho los sacerdotes, los agentes de pastoral, las comunidades, los colegios, todas las instituciones que están trabajando en la Iglesia, prescindiendo del ambiente hostil o difícil, incomprensivo. La Iglesia ha sido fiel a Jesucristo. Cada uno en su familia, pequeña Iglesia doméstica, tiene tantas cosas que agradecerle a Dios. Por el padre, por la madre, por los hermanos, por todo ese conjunto que constituye el recuerdo de la vida. Los recuerdos de 1979.
Saquémoslos del ambiente general que todos lamentamos y encontramos un cesto de ofrendas para el Señor, como esas bellas ofrendas que he ido recibiendo por los pueblos y cantones. ¡Qué expresión de agradecimiento a Dios!: los frutos de nuestra tierra, los racimos de guineo, las frutas, las verduras, las flores, la industria de las manos de aquel pueblo; en fin, es incontable el número de las cosas buenas que nuestra tierra ha dado y nuestra gente ha vivido. Esto sólo merece una felicitación, al fin del año, a todos aquellos que han sabido aprovechar el tiempo no para lamentar sino para trabajar, para producir, para hacer el bien, para construir, se ha hecho mucho de bien. Démosle gracias a Dios de contarnos entre los que construyen, entre los que ven con optimismo, entre los que recogen con gratitud del trabajo de Dios y del hombre, los que miran el esfuerzo de nuestra patria en lo bueno, démosle gracias al señor por la buena voluntad de todos los que han amado a la Patria y han querido hacerla y trabajan por ella aún con la incomprensión por delante y por todos lados.
Esto que quede, hermanos, como un principio nada más, una sugerencia para que cada uno entre en la intimidad de su vida. En esta reflexión de fin de año. Yo invitaría que cada uno en su propio corazón, viera los bienes personales de los cuales tiene que darle gracias a Dios. Debe ser el primer sentimiento porque Dios todo lo hace bien, y sin duda que aunque hayamos llorado y sufrido, hay mucho de bueno que agradecerle al Señor.
 

2. LAS COSAS MALAS, EL PECADO QUE HA OFENDIDO A DIOS Y POR EL CUAL HAY QUE PEDIRLE PERDON

- Debemos de reconocer el pecado
Por otro lado, hemos de reconocer también el pecado para decirle al Señor, solidarios con todos los pecadores, nosotros también pecadores: ¡Perdón, Señor, por no haber colaborado contigo en hacer feliz a nuestros hermanos! ¡Perdón por el odio que anida en muchos corazones! ¡Perdón, Señor, por la violencia que muchos han hecho de ella una religión, un fanatismo de tal manera que creen que no hay otro camino más que la violencia, la venganza, las cosas, la destrucción! ¡Perdón por los que profesan esa filosofía del nihilismo, la nada, y se dedican a destruir, a quemar, a deshacer; no han colaborado en tu obra, Señor! ¡Perdón por todo lo negativo, de donde quiera que haya venido, por quienes quieren mantener la situación injusta del país, y por quienes no dejan trabajar una mejora en el país, y por todos los que sufren las consecuencias del pecado social e individual!
Cabalmente, entrando hoy a la Catedral, una madre entre lágrimas me entrega un papelito y me dice que haga algo por su hijo que fue encarcelado el día 30 de diciembre. Es Sergio Doroteo Chávez, del sindicato CONELCA; y ella, naturalmente, en esta noche de tantos recuerdos familiares quisiera tener a su hijo y se lo han llevado quien sabe con que destino, con que fin. Al terminar el año, pensemos en tantos hogares huérfanos de esposo, de padre, de hijos, o torturados o han sufrido de cualquier modo las consecuencias de esta situación que no puede continuar: la situación del pecado.
Dios no nos quiere infelices, Dios no quiere el llanto que es fruto de la injusticia, del atropello de la dignidad del hombre. Se ha ofendido mucho la dignidad del hombre en este año. Se ha destruido mucho, no se ha colaborado con Dios y este capítulo de la negrura de 1979 pareciera dar la tónica del año.
Y para quien se deja llevar del pesimismo, diría que en 1979 no hay nada bueno; pero por eso quise adelantar lo mucho bueno que hay para que también tengamos el valor de mirar con ojos sinceros y claros lo que existe de malo y que hay que quitarlo por la fuerza del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y que nuestra Iglesia tiene que trabajar, para arrancar de la faz del país todo ese imperio de la iniquidad, el imperio de Satanás, ese imperio de infierno que reina, lamentablemente, bajo formas muy diversas y que le está quitando el puesto al único que debe de reinar en el tiempo: el Señor, el Dios de la historia.
Y por eso, también, nuestro fin de año tiene que significar en el corazón, el propósito de colaborar no con el mal, ni organizarnos no para hacer el mal, de llevar el fermento de amor que debe llevar todo cristiano de justicia, de renovación a una sociedad, a un pueblo tan necesitado de estos valores que el cristianismo ha traído y del cual se puede decir lo que en estos días dice con tristeza el evangelio de Jesucristo: "Vino a los suyos y los suyos no le quisieron recibir".
Entre las cosas buenas y malas, tendríamos que citar la voz de la Iglesia que ha gritado con claridad, bondad de Dios que nos sigue alumbrando con su revelación, con su palabra pero al mismo tiempo la maldad de quienes prefirieron las tinieblas a la luz y desecharon la voz de la Iglesia. Y durante el año, en vez de convertirse, se cerraron a la voz de la Iglesia, no la quisieron escuchar y a este fin de año, ojalá sus conciencias les reprochen el haber sido cómplice de no haber querido recibir a Dios en nuestra Patria y en nuestros hogares y en nuestra vida…
Por todo eso le pedimos al Señor perdón. Y queda también lanzada como una iniciativa para que el resto de esta noche, cada uno también analice en su propia vida, yo lo hago también en la intimidad de mi deber de pastor: ¿qué pude hacer y no hice? ¿Qué hice mal? Porque soy el primero en reconocer como todo ser limitado, humano, que no todo lo que he hecho, es bueno. Que al decirle al Señor en la misa que me perdone por pecados de omisión, estoy señalando el capítulo más misterioso de la maldad de cada corazón, lo que se pudo hacer y no se hizo. Cuánto vacío en la vida, cuánto bien dejamos de hacer.
A este fin de año, todos los que estamos en esta Catedral y los que a través de la radio están reflexionando, dado toda la bondad de Dios para con nosotros, Dios tenía derecho a esperar en esta noche de fin de año, la higuera cargada de frutos. Y quien sabe si el Señor se acerca a mi vida y no encuentra otra cosa que lo que encontró en la higuera que él maldijo porque no producía frutos buenos. "Arráncala -le dice al administrador- ¿para qué ocupa lugar?" Tantas vidas en El Salvador que ya casi ni cabemos según dicen. ¿Para qué si no producen Santidad, para qué si no hacen el bien, que si solo viven para pelearse, para hacerse el mal, para destruirse unos con otros? Señor, somos la higuera estéril, ten misericordia de nosotros. Y queremos arrancar este fin de año el propósito de que el año próximo, así como le dijo el administrador al dueño del terreno: "No la arranques todavía, déjala que la voy a abonar bien y si el otro año cuando vuelvas, no encuentras fruto, entonces la vas a cortar".
Pidámosle una tregua al Señor, pero aprovechémosla. Lo que nos quieran dar de vida, lo queremos aprovechar para producir más. No queremos ser vida sin huella, no queremos ser vidas dañinas, inútiles, vacías. Quisiéramos tener hoy las manos llenas. Que felices de haber aprovechado los 365 días para traerle al altar del último del año una ofrenda que fuera verdadera cosecha de un año fecundo en santidad, en bondad, en amor, en trabajo.
 

3. INCERTIDUMBRE DEL TIEMPO FUTURO

Los periódicos y los medios de comunicación de estos días, nos están hablando del momento incierto, crítico que se está viviendo en la intimidad del gobierno, y frente a un pueblo que mira a ese gobierno como una fuerza que Dios manda para salvar y no para destruir. Está pidiendo esta noche, y si me están escuchando los hombres responsables del gobierno, que no se peleen entre sí, que ante el porvenir del año nuevo esperamos de ellos: nobleza, superación de sus propios sentimientos para que prevalezca el bien que tanto nos interesa, el bien de nuestra patria común.
Queremos decirles a todos los salvadoreños que es cierto, vivimos una hora muy incierta. ¿Qué nos espera el 1980? ¿Será el año de la guerra civil? ¿Será el año de la destrucción total? ¿No habremos merecido de Dios la misericordia con tanta sangre que se ha derramado ya, porque tal vez se ha derramado con odio, con represión, con violencia? Que el Señor tenga ante este porvenir incierto, misericordia de nosotros. Yo no quiero ser pesimista porque les quiero decir a ustedes, que la fuerza que nos debe de sostener, es la oración.
Por eso, después de esta perspectiva del tiempo, mirando hacia el pasado, lo bueno y lo malo, y mirando hacia el futuro, lo incierto del año nuevo, yo quiero elevarme con ustedes hermanos, a las lecturas bíblicas que nos hablan de que no todo lo hacemos los hombres, de que de arriba viene una fuerza misteriosa, de que precisamente el primero de enero es el día en que la Biblia recuerda el mandato de Dios a Moisés para decir a sus sacerdotes la fórmula de bendición al pueblo: "El Señor te bendiga y te proteja; ilumine su rostro sobre tí, y te conceda su favor. El Señor se fijó en tí y te conceda la paz". Este modo de invocar el nombre de Yahvé, era recordarle al pueblo su alianza con Dios y, por tanto, despertar en el pueblo su confianza en el Señor.
Todas las lecturas de hoy, nos hablan de que esta confianza no es un simple sentimiento ilusorio, sino que es la respuesta a una iniciativa del amor de Dios, que nos ha dicho San Pablo hoy: "Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo nacido de una mujer para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción y ser herederos, y poder llamar a Dios en el espíritu que nos ha dado: ¡Padre!" Y el evangelio nos cuenta de ese niño que ha nacido y que los pastores encontraron, anunciado como el Salvador del Mundo que dá alegría a todos.
Yo les invito, hermanos, en este fin de año, aún ante las perspectivas de dolor y de sufrimiento, y de incertidumbres que el tiempo de los hombres nos dá, levantarnos a la eternidad de Dios y ver venir de allá su bendición, su Hijo, su perdón, su adopción divina que nos hace sus hijos, sus herederos del cielo, el ofrecimiento de su vida eterna, el destino eterno para el cual estamos llamados.
Y aquí sí que recobra el año, toda su grandeza que es una peregrinación. No hemos hecho más que caminar un pequeño trecho en la gran peregrinación de la historia donde va toda la humanidad. También aquella de nuestros abuelos que ya no están con nosotros, y también aquellos de la posteridad que todavía no han venido al mundo, todos formamos la gran humanidad, la gran peregrinación de la historia sobre la cual está Dios haciendo estos prodigios maravillosos con nosotros los hombres. No es El Salvador todo el mundo ni es 1979 toda la historia, no son más que pequeños episodios de las maravillas que Dios va haciendo con los hombres.
La Providencia del Señor es una realidad. ¡La Divina Providencia! Lo decimos tan fácil pero supone eso: el gobierno de Dios, el que no nos abandona y que nos sigue amando a pesar de nuestras infidelidades. El Dios de nuestro pueblo, el Dios de nuestros padres, el Dios de nuestra historia va con nosotros, no dudemos. Y esta seguridad de que Dios ha venido ha hacerse compañero de nuestra historia, nos hace mirar ya el porvenir, no solamente dependiente del gobierno, o de sus crisis, o de sus intenciones, sino que nos hace mirar aún a los mismos gobernantes como instrumentos nada más de Dios Nuestro Señor. Y a todos los hombres, colaboradores del Dios que quiere que los hombres seamos con él, los artífices de nuestro propio destino.
Por eso, mirando hacia Dios desde el vaivén de nuestro tiempo, miremos con serenidad: Dios existe, Dios no nos abandonará, Dios va con nosotros, ¡Dios ha venido!
Y por eso termino con este otro pensamiento. ¿Cómo vino Dios al mundo? Es el primero de enero, la fiesta de María, Madre de Dios. Y nos ha dicho el evangelio hoy, como encontraron los pastores que fueron corriendo a Belén y encontraron al Niño en el pesebre; y María, que al oír las maravillas que contaban los pastores, conservaba todas esas cosas, meditándolas en su corazón. María nos ha traído a Dios, la mujer llena de fe que concibió a Cristo antes que en su seno, en su mente y en su fe. La que creyó, la que puso toda su esperanza en el Señor y siendo pobrecita, la más insignificante de Israel, Ella es hoy la más grande, porque fue la puerta por donde Dios entró al mundo. Día de la Virgen, ¡qué precioso día para comenzar el año! María, historia de Dios que se hace historia de hombre en su propio seno. María, que como la llamó el Concilio, es estrella del Pueblo de Dios peregrinante; y allá en la eternidad, es alegría de los que ya han llegado a la meta definitiva.
Nosotros nos movemos todavía en el vaivén del tiempo, todavía vemos pasar años, vemos morir 1979 y esperamos que nazca 1980. Allá en el cielo no existe el continúo tránsito del tiempo. El tiempo es una imperfección, el tiempo es lo transitorio, la eternidad, es el eterno presente y María vive esa eterna juventud, esa eterna belleza que no se marchita, esa vida que no se muere nunca, vida eterna; y desde allá, nuestra Madre, madre de nuestra vida espiritual, ya nos está alimentando, amamantando para que seamos un día dignos de participar en esa eternidad que ya la vivimos en la medida en que aquí nos hacemos más cristianos y nos incorporamos más a nosotros, lo que Cristo trajo en el seno de María, la eternidad de Dios ofreciéndola a los hombres para que a pesar de que el tiempo, pasa, los hombres ya son eternos. Ya son eternos, porque reciben por la fe, por el amor, por la Iglesia, por su oración, por su confianza en Dios, la eternidad que Dios ha traído al tiempo.
Démosle gracias al Señor por este gran don de Cristo y de María. Y en esta noche de fin de año, como los pastores, encontremos en los brazos de la Virgen la garantía de nuestra seguridad, el Cristo que nos dice que confiemos. Que él ha vencido. Por la fe el hombre también se hace dueño de esa seguridad de Cristo. Mucha fe, queridos hermanos, que el año nuevo se distinga, sobre todo, precisamente que cuanto más incierto se presenta, por una gran confianza en el corazón, de que no vamos marchando solos en la historia y de que el año no muere sino que ha sido nada más un paso para ganar más esa eternidad que Cristo ha traído a nosotros.
El cristiano ve pasar los años no con nostalgia y sentimentalismos sino que lo mira con la alegría de quien va caminando hacia el encuentro de la verdadera vida, de la eternidad que no pasa. Así sea…

(Sermón 1 en la Natividad del Señor) san León Magno 25122015


REFLEXIÓN ESPIRITUAL (25 DE DICIEMBRE DE 2015)

De los sermones de san León Magno, papa
(Sermón 1 en la Natividad del Señor, 1-3: PI. 54,190-193)
Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad, y nos infunde la alegría de la eternidad prometida.
Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo, a todos es común la razón para el júbilo: porque nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para liberarnos a todos. Alégrese el santo, puesto que se acerca a la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón; anímese el gentil, ya que se le llama a la vida.
Pues el Hijo de Dios, al cumplirse la plenitud de los tiempos, establecidos por los inescrutables y supremos designios divinos, asumió la naturaleza del género humano para reconciliarla con su Creador, de modo que el demonio, autor de la muerte, se viera vencido por la misma naturaleza gracias a la cual había vencido.
Por eso, cuando nace el Señor, los ángeles cantan jubilosos: Gloria a Dios en el cielo, y anuncian: y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. Pues están viendo cómo la Jerusalén celestial se construye con gentes de todo el mundo; ¿cómo, pues, no habrá de alegrarse la humildad de los hombres con tan sublime acción de la piedad divina, cuando tanto se entusiasma la sublimidad de los ángeles?
Demos, por tanto, queridos hermanos, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el Espíritu Santo, puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó; estando nosotros muertos por los pecados; nos ha hecho vivir con Cristo, para que gracias a él fuésemos una nueva criatura, una nueva creación.
Despojémonos, por tanto, del hombre viejo con todas sus obras y, ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne.
Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios.
Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo; no se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo.

Santa Columba - San Zótico - Beato Alano de Solminihac - Beata Josefina Nicoli 31122015

Santa Columba, virgen y mártir
fecha: 31 de diciembre
†: c. 272 - país: Francia
canonización: pre-congregación
hagiografía: Santi e Beati
En Sens, de la Galia Lugdunense, santa Columba, virgen y mártir.
patronazgo: protectora contra las enfermedades de los ojos, y para pedir la lluvia.
Santa Columba de Sens fue una de las mártires más famosas de toda la Edad Media y su culto tuvo una amplia difusión. Sin embargo, la información histórica sobre ella está teñida de leyenda, la misma «Passio» está llena de lugares comunes, típicos de las hagiografías áureas de los primeros mártires. Columba es presentada como perteneciente a una noble familia pagana de España, que vivió en el siglo tercero; para escapar del culto a los dioses, abandonó la familia y se fue a la Galia, primero a Vienne, donde recibió el bautismo, y a continuación, a Sens. Parece que su verdadero nombre era Eporita, pero que fue llamada Columba (Paloma) por su inocencia.
En Sens fue arrestada como cristiana a causa de la persecución en todo el Imperio Romano; encontrándose en la ciudad el emperador Aureliano Lucio Domicio (270-275), fue llevada ante él, quien en su intento de hacerla renunciar a la virginidad cristiana llegaría a proponerle matrimonio con su propio hijo. Pero entonces, irritado por su negativa, ordenó encerrarla en el anfiteatro, en una «ccelda meretricia», pero cuando se presentó un joven para abusar de ella, un oso del anfiteatro intervino para protegerla, dando al hombre a la fuga. Dado que ninguno de los soldados quería intervenir más, Aureliano enfurecido ordenó que tanto la virgen como el oso fuesen quemados vivos, pero una nube de África, trajo una providencial lluvia que apagó el fuego ya preparado, mientras que el oso escapó a través hacia los campos. El Emperador obstinado condenó ahora a Colomba a la decapitación, después de un último intento de hacerla cambiar su fe. La niña, de sólo dieciséis años, fue martirizada no lejos de Sens y fue sepultada por un hombre que había recuperado la vista invocando su intercesión. Todo esto se cuenta como sucedido en la segunda mitad del siglo III, entre los años 270 y 275, en referencia al emperador Aureliano, que se encontraba en Sens para sus guerras en la Galia.
Veneradísima en la Francia de la época, el rey Lotario III, en el 620, fundó sobre la tumba de la santa la famosa abadía de Sainte-Colombe-les-Sens. En el 623 el obispo de Sens, san Lupo (m. 623) deseó ser enterrado a los pies de la mártir, en el año 853 el obispo Wessilone, al consagrar la nueva iglesia se encontró con las reliquias de los dos santos, los envolvió en una preciosa tela oriental, cuyos restos se encuentran en el siglo XIX, y se conservan en el tesoro de la catedral de Sens. La iglesia abacial fue construida por tercera vez en 1164 y consagrada por el Papa Alejandro III, pero fue destruida en 1792, en la Revolución Francesa. Los restos del complejo de la abadía y la iglesia fueron adquiridos en 1842 por las Hermanas de la Santa Infancia de Jesús y María, que construyeron allí su Casa Madre, preservando los restos de la cripta. Sin embargo las reliquias de santa Colomba ya habían sido trasladadas en 1803 a la catedral de Sens.
Hay numerosas iglesias dedicadas a la santa mártir, en Francia, España, Países Bajos, Alemania e Italia, donde el culto era particularmente popular en Rimini. Según las tradiciones locales, algunos comerciantes que navegaban por el Adriático, llevaban consigo una reliquia de la cabeza de Santa Columba, pero se vieron obligados a desembarcar en Rimini, donde la reliquia fue recibida por el obispo Stennio y colocada en la catedral. Santa Columba es invocada para obtener la lluvia y sus atributos iconográficos suelen ser un oso encadenado, y una pluma de pavo real en lugar de la palma de los mártires.
Extractado y traducido de un artículo de Antonio Borrelli. La «Passio», aunque carente de valor histórico, se conserva en numerosos manuscritos; ver G. Chastel en Ste. Colombe de Sens (1939).
fuente: Santi e Beati
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=4664



can.: pre-congregación
país: Turquía - †: c. 350
En Constantinopla, san Zótico, presbítero, que se preocupó de alimentar a los huérfanos.


can.: B: Juan Pablo II 4 oct 1981
país: Francia - n.: 1593 - †: 1659
formas del nombre: Alain
En la fortaleza de Mercués, cerca de Cahors, en la Francia meridional, tránsito del beato Alano de Solminihac, obispo de Cahors, que con visitas pastorales trabajó por enderezar las costumbres del pueblo, y se empeñó con apostólica insistencia en renovar la Iglesia que tenía encomendada.


Beata Josefina Nicoli, virgen
fecha: 31 de diciembre
n.: 1863 - †: 1924 - país: Italia
canonización: B: Benedicto XVI 3 feb 2008
hagiografía: Vaticano
En Cagliari, Italia, beata Josefina Nicoli, virgen, religiosa de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl.
Josefina Nicoli nació en Casatisma (Pavía, Italia) el 18 de noviembre de 1863. Era la quinta de diez hijos de una familia de clase media y de profunda fe. Cursó la escuela primaria con las religiosas agustinas, en Voghera; y estudió magisterio en Pavía. Su deseo secreto, que la impulsó a realizar estos estudios, era el de dedicarse a la educación de niños pobres en un tiempo en el que era muy alto el porcentaje de analfabetismo entre la gente de menos recursos. Este deseo fue madurando, sobre todo, a través de la experiencia del dolor, que visitó su familia con la muerte de algunos de los hijos, entre ellos Juan, de quien Josefina se había convertido en su servicial enfermera personal. En medio de estas situaciones dolorosas aprendió a considerar el valor de la vida y la fragilidad de las cosas humanas.
Josefina era querida por todos, su carácter dulce era un don natural; y un sacerdote de Voghera, don Giacomo Prinetti, su director espiritual, la guió en el camino de la perfección del espíritu, mientras maduraba la llamada a consagrar su vida a Dios. El 24 de septiembre de 1883, a la edad de veinte años, ingresó en la Compañía de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, en la casa «San Salvario» de Turín, donde hizo el postulantado y el noviciado. Recibió el hábito propio de la Compañía en París, en una ceremonia que tuvo lugar en la Casa madre de las Hijas de la Caridad.
En el año 1885 fue trasladada a Cerdeña. Su primera misión, que acogió con gran entusiasmo, fue la de enseñar en el «Conservatorio de la Providencia» de Cágliari. La experiencia educativa entre niñas pobres la marcó de forma especial. Durante este tiempo no se limitó a mirar sólo lo que sucedía entre los muros del conservatorio, sino que intensificó cada vez más su unión con el Señor crucificado en medio de las vicisitudes cotidianas. En el año 1886, la ciudad de Cágliari fue azotada por la epidemia del cólera, y sor Josefina, juntamente con sus hermanas del conservatorio, se dedicó, en los momentos que le quedaban libres después del horario escolar, a socorrer a las familias pobres de la ciudad, organizando «cocinas económicas» que pusieron a disposición de las autoridades civiles. Este servicio le permitió salir al encuentro de los muchachos abandonados por las calles de Cágliari, enseñándoles el catecismo en los encuentros que programaba los domingos. Más tarde organizó a los muchachos en una asociación que llamó «Los Luisitos», estimulándolos a vivir en actitud de ayuda fraterna y educándolos a una sana sociabilidad que, a muchos de ellos, los condujo a cambiar de vida.
Después de casi quince años de activa vida apostólica en Cágliari, en el año 1889 fue trasladada al orfanato de Sássari. También allí desarrolló un amplio proyecto apostólico, organizando diversas instituciones orientadas siempre al servicio hacia los pobres. Se preocupó por la formación de escuelas de catequesis que cada domingo reunían a cerca de 800 niños, y, sobre todo, dedicó muchas de sus energías a dar vida a la «Escuela de religión» para las jóvenes universitarias, con el fin de prepararlas para ser buenas maestras en la fe, y así contrarrestar la masonería que se difundía por Sássari y trataba de debilitar la presencia de los católicos en la ciudad.
En los proyectos de la divina Providencia, le espera un nuevo destino: Turín (1910-1913). Por sus dotes organizativas la nombraron ecónoma provincial, y un tiempo después pasó a ser directora de la casa de formación de las Hijas de la Caridad, misión a la que se dedicó con gran entrega. Se enfermó gravemente de tuberculosis y fue trasladada a Cerdeña -con gran dolor para el consejo provincial-, ya que el clima de las islas era favorable para su salud. De regreso a Sássari, en el año 1914, reinaba un ambiente hostil a causa del anticlericalismo. Su permanencia en las islas mejoró el estado de su salud, pero comenzó su calvario interior. Una serie de malentendidos y falsos testimonios por parte de la administración del orfanato obligaron a los superiores a trasladarla nuevamente. Sor Josefina estaba a completa disposición, aceptando en silencio la humillación más grande que hubieran podido hacerle: la declararon incapaz de administrar el orfanato. Ante esta situación se repetía a sí misma: «Josefina, esto te viene muy bien. Aprende a ser humilde». La Providencia la condujo en la última etapa de su vida al Asilo de la Marina, en Cágliari.
En su nuevo destino, se encontró en medio de un barrio superpoblado, ubicado en las cercanías del puerto, y donde la pobreza alcanzaba índices muy altos, haciendo que las condiciones de vida fueran muy precarias. A los niños, por ser pobres, se les negaba el derecho a la educación, lo que favorecía los malos comportamientos. En el contacto directo con la pobreza material descubrió heridas aún más secretas: las de la pobreza moral y espiritual. Su celo apostólico la impulsó nuevamente a salir al encuentro de los jóvenes, enseñándoles el catecismo, y orientando a quienes emigraban de las zonas rurales a la ciudad. Fundó la primera sección en Italia de la «Pequeña obra de Luisa de Marillac». Formó también el primer grupo de la Acción Católica femenina en Cágliari. Pero a quienes dedicó gran parte de sus iniciativas apostólicas, como una bondadosa y paciente madre, fue a los llamados «muchachos de la cesta», un grupo numeroso que vagaba por la ciudad, sobre todo en las cercanías del mercado de la ciudad, llevando consigo su instrumento de trabajo: una cesta; y se ganaban su sustento llevando equipajes de la estación al puerto.
La caridad fue la norma de su vida, y en cada circunstancia hizo realidad su constante deseo de entregarse al Señor, formulando, desde edad muy temprana, como un firme propósito: «Deseo ser toda suya». En el último año de su vida, no obstante todo el bien realizado, se repitió la situación de calvario al ser calumniada ella y su obra en el Asilo de la Marina. Como en otras ocasiones, sor Josefina aceptó en silencio cuanto acontecía, y el testimonio de su vida llevó al funcionario que la calumnió a retractarse y reconocer su error. La caridad humilde que testimonió hizo que el funcionario difamador se acercara a su lecho de muerte, y ella, sonriendo, lo perdonó. Murió en Cágliari, a causa de una bronco-pulmonía, el 31 de diciembre de 1924; el funeral se celebró el día 1 de enero. Su muerte -dijo una hermana de la comunidad- fue «la corona de una vida íntegra y la prueba de una virtud practicada de modo heroico».
fuente: Vaticano
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=4757

Santa Melania la Joven - San Barbaciano - San Mario de Lausanne - San Juan Francisco Regis 31122015

Santa Melania la Joven, monja
fecha: 31 de diciembre
n.: c. 383 - †: 439 - país: Israel
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Jerusalén, santa Melania la Joven, que con su marido san Piniano dejó Romam, dirigiéndose ambos a la Ciudad Santa, en la cual llevaron una vida religiosa, ella entre las mujeres consagradas a Dios y él entre los monjes, y donde ambos murieron santamente.
refieren a este santo: San Jerónimo, San Paulino de Nola
Melania la Mayor fue una dama patricia de la gens Antonia casada con Valerio Máximo, quien probablemente fue prefecto de Roma en el año de 362. A la edad de veintidós años quedó viuda y, luego de dejar a su hijo Publícola al cuidado de tutores, se trasladó a Palestina, donde construyó un monasterio, en Jerusalén, con cincuenta doncellas consagradas al servicio de Dios. Allí mismo se estableció la noble dama y se entregó a la austeridad, la plegaria y las buenas obras. Su nombre no figura en el actual Martirologio Romano. Mientras tanto, su hijo Publícola llegó a ocupar un puesto en el senado romano y se casó con Albina, una cristiana, hija del sacerdote pagano Albino. La hija de aquel matrimonio fue santa Melania la Joven, criada y educada en el cristianismo por su madre, en la lujosa residencia del senador Publícola, cristiano también, pero demasiado ambicioso para preocuparse por su religión.
Con la idea de llegar a tener un heredero varón de su gran fortuna y el aristocrático nombre de su familia, Publícola prometió en matrimonio a su hija a Valerio Piniano, un pariente suyo, hijo del prefecto Valerio Severo. Pero la joven Melania deseaba conservar su virginidad para consagrarse por entero a Dios. Tan pronto como sus padres conocieron las intenciones de la jovencita, se opusieron rotundamente a permitir que las realizara y, para quitarle semejantes ideas de la cabeza, apresuraron su matrimonio. En el año de 397, cuando Melania acababa de cumplir catorce años, se casó con Piniano que tenía diecisiete. Nada tiene de extraño que la joven, casada contra su voluntad y disgustada por el ambiente licencioso y sensual que reinaba en torno suyo, suplicase a su marido que llevasen una vida de absoluta continencia. Pero Piniano no aceptó la proposición y, a su debido tiempo, vino al mundo su primer hijo, una niña que murió después de un año de nacida. Las inclinaciones de Melania no habían cambiado y reiteró sus peticiones para que la dejasen en libertad, pero su padre tomó medidas para impedirle que frecuentase a las gentes de reconocidas tendencias religiosas que podían alentarla a distanciarse de la vida de lujo y de sociedad que él deseaba para su hija. En la víspera de la fiesta de san Lorenzo del año 399, el senador prohibió a su hija que velase en la basílica, puesto que estaba de nuevo embarazada, pero no por eso dejó la joven de permanecer toda la noche en oración, arrodillada en su habitación. Por la mañana asistió a la misa en la iglesia de San Lorenzo y, al regresar a su casa, tuvo un grave trastorno y, con grandes dificultades y riesgo de la vida, dio a luz prematuramente a un niño, el que murió al día siguiente. Melania estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte, y su esposo Piniano, que la amaba sinceramente, hizo el juramento de que, si se llegaba a salvarse su mujer, la dejaría en absoluta libertad para servir a Dios como quisiera. Poco después, Melania recuperó la salud y su marido cumplió el juramento, pero Publícola mantuvo su decidida oposición y, durante otros cinco años, Melania tuvo que conformarse con llevar exteriormente la misma existencia que tanto le disgustaba. Pero entonces atacó a Publícola una enfermedad mortal y, antes de entrar en agonía, heredó a su hija todos sus bienes y le pidió perdón porque, «temeroso de verme entregado al ridículo de las malas lenguas, te ofendí al oponerme a tu celestial vocación».
Albina, la madre de Melania, y Piniano, su marido, no sólo aceptaron la nueva vida de la joven, sino que ellos mismos la adoptaron. Los tres abandonaron Roma para radicarse en una casa de campo, lejos de la ciudad. Piniano no estaba plenamente convertido y, durante largo tiempo, insistió en vestir los ricos ropajes que acostumbraba portar en Roma. El biógrafo de la santa nos ha dejado un relato conmovedor y convincente sobre los métodos que empleó su esposa para convencerlo a que renunciara a los lujos para adoptar una existencia más modesta y lograr, por fin, que usara las ropas pobres, confeccionadas por ella misma. La familia se había llevado consigo a numerosos esclavos, a quienes dispensaba un tratamiento ejemplar y, en corto tiempo, muchas jovencitas, viudas y más de treinta familias, se establecieron en torno a la casa de campo de Melania y formaron una población. La villa llegó a ser un centro de hospitalidad, de caridad y de vida religiosa. Melania era fabulosamente rica (los terrenos pertenecientes a la familia Valeria se hallaban en todos los puntos del Imperio Romano) y se sentía oprimida por la cantidad de sus bienes terrenales. Sabía que la abundancia de posesiones pertenecía a los vecinos pobres, hambrientos y desnudos; estaba cierta de que, como dijo San Ambrosio, «el rico que da al pobre no hace una limosna, sino que paga una deuda». Por consiguiente, solicitó y obtuvo el consentimiento de Piniano a fin de vender algunas de sus propiedades y distribuir el dinero entre los necesitados. Inmediatamente los parientes, que siempre los habían creído fuera de sus cabales, trataron de aprovecharse de aquella última locura. Por ejemplo, Severo, el hermano de Piniano, sobornó por algunas monedas a los colonos y esclavos que habitaban en uno de los terrenos de Piniano para que, en el momento de ser vendidas las tierras, se rebelasen y no reconociesen a otro amo que al propio Severo. Fueron tantas las dificultades que se opusieron a los intentos de Piniano, que hubo necesidad de hacer una apelación al emperador Honorio para poner las cosas en su lugar. Santa Melania, sencillamente vestida con una túnica de lana y cubierta la cabeza con un velo, se presentó ante Serena, la suegra del emperador, a la que impresionó tan profundamente por su porte y sus palabras, que intercedió ante Honorio para que la venta de aquellas tierras quedara bajo la vigilancia y la protección del Estado. De esta manera, los procedimientos fueron rectos y la distribución estrictamente justa: los pobres, los enfermos, los cautivos, los desposeídos, los peregrinos, las iglesias y los monasterios, recibieron ayuda y dotes en todo el imperio. En un término de dos años, Melania dio la libertad a ochocientos esclavos. Paladio, contemporáneo de la santa, dice en su Historia Lausiaca que, incluso los monasterios de Egipto, Siria y Palestina, recibieron beneficios de Melania. En ese mismo libro el autor da un pormenorizado relato de la manera de vivir de la santa.
En el año de 406, Melania con su esposo y algunas personas más pasaron una temporada con san Paulino en la ciudad de Nola, en la Campania. El santo deseaba conservar a Melania y a su esposo como «huéspedes perpetuos». A ella la llamaba «bendita pequeña» y también «alegría del cielo». Pero la pareja se obstinó en regresar a su villa cercana a Roma, en momentos tan inoportunos que, a poco de llegar, tuvieron que abandonarla más que de prisa, debido a la amenaza de invasión de los godos. Se refugiaron en otra casa de campo, propiedad de Melania, en Mesina. Allí vivió con ellos el anciano Rufino. Pero, antes de dos años, los godos llegaron a Calabria, e incendiaron la ciudad de Reggio. Entonces, Melania y su esposo optaron por retirarse a Cartago. Se proponían hacer de paso una visita a san Paulino para consolarle en sus tribulaciones a causa de la invasión, pero una tormenta desvió la ruta del navío que fue a dar a una isla, probablemente la de Lipari, donde los piratas eran amos y señores. A fin de salvar de la prisión y de la muerte a sus gentes y a los tripulantes del barco, santa Melania pagó a los filibusteros una buena suma en monedas de oro por el rescate. Después de aquellas aventuras, los esposos se instalaron en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Tanto Melania como su esposo causaron una benéfica impresión entre el pueblo y tanto fue así que, cuando Piniano visitó a san Agustín en Hipona (el santo los llamo «verdaderas luces de la Iglesia»), se produjo un tumulto en un templo, porque las gentes querían que Piniano se ordenase sacerdote para que ejerciera entre ellas su ministerio y pensaban que el obispo de Tagaste, san Alipio, se lo impedía. No se restableció el orden hasta que Piniano prometió al pueblo que, si alguna vez se le ordenaba sacerdote, sólo ejercería su ministerio en Hipona. Mientras se hallaba en África, santa Melania fundó y dotó dos nuevos monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. En ellos recibió, sobre todo, a los que habían sido sus esclavos. La propia Melania vivía en el convento de las mujeres y sobresalía entre todas por sus austeridades, puesto que sólo se alimentaba frugalmente cada tercer día. La santa se ocupaba principalmente de copiar libros en griego y en latín y, quinientos años más tarde, todavía circulaban algunos manuscritos que se atribuían a la santa.
En el año de 417, en compañía de su madre y de su esposo, partió Melania del África hacia Jerusalén y se hospedó en la posada para peregrinos, vecina al Santo Sepulcro. Desde ahí emprendió una expedición con Piniano para visitar a los monjes del desierto de Egipto. Al regreso, fortalecidos por el ejemplo de aquellos anacoretas, Melania decidió aislarse en las afueras de Jerusalén, entregada a la contemplación y la oración. Hasta allí fue a visitarla su prima Paula, sobrina de santa Eustoquio. Fue Paula quien presentó a Melania el maravilloso grupo de almas escogidas reunido por san Jerónimo en Belén y fue recibida con beneplácito. Se cuenta que, la primera vez que Melania se encontró con san Jerónimo, «se acercó a él con su acostumbrado porte humilde y respetuoso, se arrodilló a sus pies y le pidió su bendición».
A los catorce años de residir en Palestina, murió Albina y, al año siguiente, Piniano la siguió a la tumba. El Martirologio Romano menciona a Piniano junto con Melania. Esta sepultó a su esposo al lado de su madre en el Monte de los Olivos y se construyó una celda cerca de las tumbas de sus fieles compañeros. La celda fue el núcleo de un amplio convento de vírgenes consagradas que presidió santa Melania. La santa se mostró siempre muy solícita por el bienestar y la salud de su congregación (en el convento había un baño que fue un donativo de un ex prefecto del palacio imperial) y las reglas que estableció fueron notables por su benignidad, en tiempos en que los comienzos del monasticismo se inclinaban a degenerar en la más rigurosa austeridad corporal. Cuatro años después de la muerte de Piniano, santa Melania tuvo noticias de un tío materno suyo, llamado Volusiano, que aún era pagano y que se encontraba en Constantinopla al frente de una embajada. La santa decidió hacer personalmente el intento de convertir a su tío, que ya era un anciano y, con ese propósito, emprendió el viaje con su capellán (y biógrafo) Geroncio, y tras una larga y penosa jornada, llegó a Constantinopla a tiempo para propiciar y atestiguar la conversión de Volusiano, que murió en sus brazos al día siguiente de haber recibido el bautismo. Se dice que el entusiasmo de Melania por lograr la conversión del anciano era tan vehemente que, al verlo dudar, le advirtió que apelaría al emperador Teodosio para que interviniese en el asunto. Pero Volusiano le respondió con gran cordura y moderó los ímpetus de su sobrina con estas palabras: «No debes forzar la buena y libre voluntad que Dios me ha dado. Estoy pronto y ansioso de limpiar las innumerables manchas de mi alma, pero si llegase a hacerlo por mandato del emperador, lo tendría siempre por un acto obligatorio, sin el mérito de la elección voluntaria».
En la víspera de la Navidad del año 439, santa Melania estaba en Belén y, tras la Misa del Alba, le anunció a Paula que su muerte estaba próxima. El día de san Esteban, asistió a la misa en su basílica, y después leyó con las hermanas del convento el relato sobre el martirio de Esteban que figura en el Nuevo Testamento. Al término de la lectura, las hermanas la rodearon para desearle toda clase de bienes y de felicidades. «Lo mismo deseo para todas vosotras - repuso la santa-, pero ya no volveréis a escucharme leer esta lección». Aquel mismo día, hizo una visita de despedida a los monjes y, a su regreso, ya se encontraba muy enferma. Reunió a todas las hermanas y les pidió que orasen por ella, «porque ya voy hacia el Señor». Habló brevemente para decirles que, si alguna vez había usado palabras severas, sólo lo había hecho por amor a ellas y concluyó diciendo: «Bien sabe Dios que yo no valgo nada y yo misma no me atrevo a compararme con ninguna buena mujer, ni aun de las que ahora viven en la tierra. Sin embargo, creo que el enemigo no podrá acusarme en el Juicio Final, de haberme ido a dormir un solo día con rencor en mi corazón». El domingo 31 de diciembre, por la mañana temprano, cuando el capellán Geroncio celebraba la misa, su voz se entrecortaba por el llanto y las palabras rituales le salían mezcladas con los sollozos. Desde su sitio en la nave de la iglesia, Melania le envió un mensaje para pedirle que hablase con mayor claridad puesto que no podía oírle. Durante todo el día recibió a los visitantes, hasta que llegó un momento en que dijo: «Ahora, dejadme descansar en paz». A la hora de nona, se debilitó considerablemente y, al caer la tarde, en tanto que repetía las palabras de Job: «Como el Señor lo ha querido, que así sea ...», murió tranquilamente. Tenía cincuenta y seis años de edad.
A santa Melania la Joven se la ha venerado desde los primeros tiempos en la Iglesia bizantina, pero, aparte de la inserción de su nombre en el Martirologio Romano, no se le ha rendido culto en el Occidente hasta nuestros días. El cardenal Mariano Rampolla publicó una obra monumental sobre santa Melania, en 1905. El escrito atrajo bastante la atención sobre el personaje y, a partir de entonces, la santa recibió cierto culto. En 1908, el papa Pío X aprobó la celebración anual de su fiesta por los miembros de la congregación italiana de clérigos regulares, conocidos como los «somaschi», y también fue adoptada por los católicos latinos de Constantinopla y de Jerusalén.
Desde hace tiempo se sabe que existen en diversas bibliotecas trozos de manuscritos de una biografía de santa Melania escrita en latín y, todos esos fragmentos fueron impresos en Analecta Bollandiana, vol. VIII (1899), pp. 16-63. La edición del texto griego fue tomada de un manuscrito existente en la biblioteca Berberini por Delehaye y publicado en la misma Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp. 5-50. En 1905, el cardenal Rampolla, que había descubierto una copia completa de la biografía latina en el Escorial, publicó la biografía latina y la griega en un suntuoso volumen, «Santa Melania Giuniore Senatrice Romana», con una introducción, disertaciones y notas. Hay considerables diferencias de opinión en cuanto a las relaciones que pueden existir entre la versión griega y la latina, que no concuerdan ni en el contenido, ni en la redacción. Hay una extensa contribución de Fr. Adhémar d'Alés en la Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 401-450, el autor examinó detalladamente esas variaciones, para llegar a la conclusión de que la biografía de la santa había sido compuesta por su discípulo y capellán Geroncio, unos nueve años después de la muerte de Melania. Geroncio sólo hizo un esbozo en griego, pero los textos griego y latino que conocemos, fueron redactados años más tarde, tomando los datos del esbozo de Geroncio. Algunos siglos después, Metafrasto publicó su propia versión modernizada de la biografía. Esta se encuentra impresa en Migne, PG., vol. CXVI, pp. 753-794. La foto muestra la ermita de Melania en el Monte de los Olivos.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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can.: pre-congregación
país: Italia - †: s. V
En Ravena, de la región de la Flaminia, san Barbaciano, presbítero.


San Mario de Lausanne, obispo
fecha: 31 de diciembre
†: 594 - país: Suiza
canonización: culto local
hagiografía: Santi e Beati
En Lausanne, entre los helvecios, san Mario, obispo, que trasladó allí la sede de Aventicum, edificó muchas iglesias y fue defensor de los pobres.
Investigaciones recientes, debidas sobre todo a Mario Besson, nos han dejado información fiable sobre la vida y obra del santo. Nacido alrededor del 530, se convirtió en obispo de Aventicum en mayo del 574. En el 585 participó en el Concilio de Macon, y el 24 de junio 587 consagró la iglesia de Nuestra Señora de Payerne, que se encontraba en una propiedad suya. Alrededor del año 590 se establecieron, por razones políticas y de seguridad, el obispado de Aventicum en Lausana, murió aquí el 31 de diciembre 594 y fue enterrado en la iglesia de San Tirso, que más tarde tomó su nombre. El epitafio que se ha conservado es considerado por Besson como obra de Venancio Fortunato. Se puede rastrear el culto al santo ya desde el primer milenio. Se lo representa como obispo y en el siglo XVI su efigie aparece en algunas monedas episcopales. A veces se lo representa con la palma y el título de mártir, lo que no se justifica, ya que no ha sufrido el martirio. Las diócesis de Lausana y Basilea celebran a san Mario el 31 de diciembre.
Mario es el autor de una continuación de la Crónica de Próspero, que lleva, en primer lugar, hasta el año 567 y luego hasta el 581. Es una historia en general precisa, breve y de gran valor para los historiadores, que registra los acontecimientos de Italia y el Oriente con la misma atención que dedica a los de los reinos de Francia y de Borgoña.
Traducido para ETF de un artículo de Rudolph Henggeler en Enciclopedia dei Santi.
fuente: Santi e Beati
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San Juan Francisco Regis, religioso presbítero
fecha: 31 de diciembre
fecha en el calendario anterior: 16 de junio
n.: 1597 - †: 1640 - país: Francia
canonización: B: Benedicto XIII 1726 - C: Clemente XII 1737
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En el territorio de La Louvesc, en los montes cercanos a Puy-en-Vélay, en Francia, san Juan Francisco Regis, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, el cual, peregrinando por montes y aldeas, procuró sin descanso la renovación de la fe católica en las almas de los habitantes, mediante la predicación y la celebración del sacramento de la penitencia.
patronazgo: patrono de las tejedoras de encajes, y protector contra la peste.
En la ciudad de Fontecouverte, de la diócesis de Narbona, nació Juan Francisco Regis, en el año de 1597, de una familia que acababa de salir de la clase burguesa para colocarse en las filas de los pequeños terratenientes. Desde pequeño recibió instrucción en el colegio de los jesuitas de Béziers y, en 1615, solicitó su admisión en la Compañía de Jesús. Desde el momento en que se le permitió iniciar su noviciado, su conducta fue ejemplar: era tan evidente la severidad para consigo mismo y su misericordia hacia los demás que, aI hablar de él, decían sus compañeros que se rebajaba a lo máximo, pero canonizaba a cualquiera. Al terminar su primer año de noviciado, siguió los cursos de retórica y filosofía en Cahors y Tournon. Mientras estuvo en Tournon, cada domingo acompañaba al sacerdote que iba a oficiar en la aldea de Andance y, mientras éste oía las confesiones, Juan Francisco se dedicaba a enseñar el catecismo; lo hacía con tanta eficacia, que muy pronto se ganó los corazones de los niños y de sus mayores. Por aquel entonces, no tenía más de veintidós años. En 1628, se le envió a Toulouse para iniciar su curso de teología. El compañero que compartía su habitación, informó al superior que Regis pasaba la mayor parte de la noche en oración en la capilla; la respuesta que recibió fue profética: «Cuídate de perturbar sus devociones -dijo el padre Franrcois Tarbes-; no pongas obstáculos a su comunicación con Dios. Es un santo y, si no me equivoco, algún día la Compañía celebrará una fiesta en su honor». En 1631 recibió las órdenes sacerdotales y, el domingo de la Trinidad, 15 de junio, celebró su primera misa. Ya desde antes, sus superiores le habían destinado al trabajo de las misiones, en el que habría de ocupar los últimos diez años de su existencia: empezó a predicar en Languedoc, prosiguió a través de Vivarais, para terminar en Velay, cuya capital era la ciudad de Le Puy. La estación veraniega la pasaba en las ciudades, pero en los meses de invierno se dedicaba a visitar las aldeas y los caseríos de la campiña. Se puede decir que el padre Juan Francisco inició su trabajo en el otoño del mismo año de 1631 al predicar una misión en la iglesia de los jesuitas de Montpellier. A diferencia del estilo retórico en boga por entonces, sus sermones eran sencillos, directos, incluso vulgares, pero tan elocuentemente expresivos del fervor que ardía dentro de él, que conmovían y atraían a las multitudes formadas por representantes de todas las clases sociales. Se dirigía particularmente a los pobres; solía decir que entre los ricos nunca faltan penitentes. Se dedicaba en cuerpo y alma a sus humildes protegidos, ofreciéndoles todos los consuelos que pudiera procurarles y, cuando se le advertía que sus exagerados afanes le estaban poniendo en ridículo, respondía: «Tanto mejor. Se nos bendecirá doblemente si consolamos a un hermano pobre a expensas de nuestra dignidad».
Pasaba las mañanas en el confesionario, en el altar y en el púlpito; las tardes las dedicaba a visitar cárceles y hospitales. Con frecuencia estaba tan ocupado en estos menesteres, que se olvidaba de comer. Antes de partir de Montpellier, ya había convertido a numerosos hugonotes y católicos indiferentes, había formado una comisión de damas para atender a los presos y había rescatado a innumerables mujeres de la vida de pecado. A los que criticaban sus métodos y señalaban que rarísima vez era sincero el arrepentimiento de semejantes mujeres, les replicaba: «Si mis esfuerzos no consiguen más que impedir una sola culpa, los daré por bien empleados». De Montpellier trasladó su centro de operaciones a Sommiéres desde donde penetró hasta los sitios más recónditos y se ganó la confianza de las gentes al charlar con ellas y al instruirlas en el «patois» que se hablaba en la región.
Los éxitos alcanzados en Montpellier y en Sommiéres decidieron a Mons. de la Baume, obispo de Viviers, a solicitar los servicios del padre Regis y de otro sacerdote jesuita en su diócesis. Ninguna de las regiones de Francia había sufrido más a causa de las luchas civiles y religiosas como la comarca yerma y montañosa del sureste que comprendía el Vivarais y el Velay. Parecía que ahí hubiesen desaparecido por completo la ley y el orden; los habitantes, acosados por la miseria, comenzaban a recurrir a los métodos salvajes para poder comer, y los nobles acaudalados se conducían, la mayor parte de las veces, como vulgares bandidos. Los prelados se mantenían a prudente distancia y los sacerdotes negligentes habían dejado que las iglesias se deshicieran en ruinas; había parroquias enteras que estaban privadas de los sacramentos desde hacía veinte años o más. Cierto que una gran proporción de los habitantes eran calvinistas por tradición, pero casi siempre, su protestantismo no era más que un nombre; de todas maneras, la relajación de la moral y la indiferencia religiosa abarcaba a todos por igual y, entre católicos y protestantes, no había a quien escoger. Con la compañía de sus auxiliares jesuitas, el obispo de la Baume, emprendió una minuciosa gira por toda su diócesis. Infaliblemente, el padre Regis se adelantaba uno o dos días al obispo para preparar el terreno que iba a visitarse, con una especie de misión previa. Aquellas tareas fueron el preludio de un ministerio de tres años, gracias al cual pudo el padre Regis restablecer la observancia de la religión y convertir a gran número de protestantes.
Era imposible que una campaña tan vigorosa dejase de encontrar oposición y por cierto que la hubo: llegó un momento en que todos aquéllos que resentían sus actividades estuvieron a punto de triunfar con sus intrigas y calumnias para que el padre Regis fuera retirado. Él, por su parte, jamás dijo una palabra para defenderse; pero afortunadamente, el obispo abrió los ojos a tiempo y cayó en la cuenta de que los cargos formulados contra el sacerdote estaban desprovistos de fundamento. Por aquel entonces, el padre Regis hizo la primera de varias solicitudes para que le enviasen a las misiones del Canadá a predicar el Evangelio a los indios del norte de América. Sus pedidos fueron siempre inútiles, porque sin duda, sus superiores estaban contentos con el trabajo que realizaba en Francia; pero el padre Regis consideró como un castigo por sus pecados, el que no se le diese la oportunidad de conquistar la corona del martirio en las tierras de ultramar. Como compensación, extendió su misión a las regiones más salvajes y retiradas de aquel montañoso distrito, una comarca en la que ningún hombre penetraba sin estar bien armado y provisto, y donde el invierno era particularmente riguroso. En una ocasión quedó aislado durante tres semanas por un alud de nieve, sin más alimento que unos mendrugos de pan ni otro lecho que el duro suelo.
En las declaraciones que se reunieron para la canonización del santo, hay muchas descripciones muy gráficas y conmovedoras de aquellas aventuradas expediciones, escritas por los que aún podían recordarlas. «Después de la misión -afirmó el señor cura de Marlhes-, mis parroquianos habían cambiado a tal punto, que ya no era capaz de reconocerlos. Ni el frío, ni la nieve que cerraba los caminos de la montaña, ni las lluvias que hinchaban los arroyos hasta convertirlos en torrentes, pudieron detener nunca al padre Regis. Su fervor era contagioso y animaba el valor de los demás; a donde quiera que fuese, una gran muchedumbre iba tras él y otra igualmente numerosa salía a su encuentro, a pesar de los peligros y dificultades. Yo mismo le vi detenerse en mitad de un bosque para satisfacer a un puñado de campesinos que querían escucharle. También le vi permanecer de pie, todo el día, sobre un montículo de nieve, en la cumbre de una montaña, para predicar e impartir la instrucción y después pasó toda aquella noche en el confesionario». Otro de los testigos viajaba por la comarca cuando observó una procesión que serpenteaba por el sinuoso camino de la montaña. «Es el santo -le informó un hombre del lugar-; toda la gente le sigue». Cuando el testigo llegó a la ciudad de Saint André, encontró cerrado el paso por la multitud que se apiñaba frente a la iglesia. «Aguardamos la llegada del santo que viene a predicarnos», fue la explicación que recibió el viajero. Hombres y mujeres estaban dispuestos a caminar diez, doce y más leguas para buscarle, puesto que tenían la seguridad de que, por muy tarde que llegasen, el padre Regis los atendería con la amabilidad de siempre. Él, por su parte, solía emprender la marcha a las tres de la madrugada, con unas cuantas manzanas en la alforja, para visitar un remoto caserío. Nunca dejó de cumplir con una cita. En cierta ocasión, cayó accidentalmente y se rompió una pierna; pero eso no fue obstáculo para que se alzase del lecho y, con el apoyo de un báculo y el hombro de su compañero, caminara hasta el sitio distante donde tenía una cita para oír confesiones. Al término de la jornada, accedió a que le examinaran los médicos y éstos constataron, asombrados, que la pierna estaba completamente sana.
Los últimos cuatro años en la vida del santo, transcurrieron en Velay. Durante todo el verano trabajó en Le Puy, donde la iglesia de los jesuitas resultó pequeña para contener a congregaciones que, a veces, eran de cuatro mil y cinco mil personas. Su influencia alcanzó a todas las clases sociales y produjo una reavivación espiritual efectiva y perdurable. Estableció y organizó un servicio social muy completo que contaba con visitadores a las prisiones, enfermeras para los hospitales y administradoras de la ayuda a los pobres, extraídas de entre aquellas pobres mujeres a quienes rescató de la mala vida. Precisamente esta empresa le acarreó múltiples dificultades. Algunos hombres perversos del lugar, privados de aquellas mujeres fáciles, descargaron su rencor sobre el padre Regis y le atacaron por todos los medios posibles, sobre todo por medio de las calumnias y la difamación, hasta el extremo de que muchos de los mismos fieles que le conocían, llegaron a poner en tela de juicio su prudencia. Durante algún tiempo, sus actividades fueron estrechamente vigiladas por un escrupuloso superior; pero el padre Regis no hizo el menor intento para justificarse. Dios, que se complace en levantar a los humildes, manifestó su aprobación por los trabajos de su siervo, al otorgarle el poder de obrar milagros. Con la imposición de su mano realizó numerosas curaciones, incluso devolvió la vista a un niño y a un hombre que había estado completamente ciego durante nueve años. Durante una época de escasez, cuando las gentes acudían en tropel a los graneros del padre Regis en demanda de ayuda, hubo tres ocasiones en que la reserva de grano quedó milagrosamente renovada, para asombro de las buenas mujeres que estaban a cargo del almacén.
Los trabajos de la misión continuaron hasta el otoño de 1640, cuando el padre Juan Francisco pareció caer en la cuenta de que sus días estaban contados. Hacia fines del Adviento, tuvo que hacer un viaje a la región de La Louvesc. Antes de emprender la marcha, hizo un retiro de tres días en el colegio de Le Puy y liquidó algunas deudas pequeñas. En vísperas de su partida, sus compañeros le invitaron a permanecer con ellos hasta la época de la renovación de votos, a mediados del año, pero el padre Regis se rehusó. «El Maestro no quiere que sea así», respondió a los ruegos. «Su voluntad es que yo parta mañana; no regresaré para la renovación de los votos; pero mi compañero sí vendrá». Partieron los dos con un tiempo tormentoso; la tempestad les hizo perder el rumbo y los sorprendió la noche en medio del bosque. Buscaron refugio en una casa destruida y abierta a los cuatro vientos. Aquella noche, el padre Regis, completamente exhausto, contrajo una pulmonía. Sin embargo, al día siguiente hizo un esfuerzo sobrehumano y llegó hasta La Louvesc, donde inició su misión. Pronunció tres sermones el día de la Navidad y otros tres en la fiesta de san Esteban; el resto del tiempo lo pasó en el tribunal de la penitencia. Después de su último sermón, cuando se disponía a entrar al confesionario, sufrió dos desvanecimientos. Se le transportó a la casa del párroco y se comprobó que estaba agonizante. El 31 de diciembre, estuvo mirando fijamente al crucifijo durante todo el día; al caer la tarde, abrió la boca para exclamar súbitamente: «¡Hermano! ¡Veo a Nuestro Señor y a Su Madre que abren el Cielo para mí!». Calló unos instantes y luego murmuró las palabras: «En Tus manos encomiendo mi espíritu ...» y expiró. Tenía cuarenta y tres años de edad. Sus restos siguen sepultados hasta hoy en La Louvesc, donde murió, y cada año visitan su tumba unos cincuenta mil peregrinos procedentes de todas las partes de Francia. Fue durante una peregrinación a La Louvesc, cuando san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, se sintió movido por el ejemplo de san Juan Francisco Regis y decidió realizar su vocación al sacerdocio.
Hay numerosas y excelentes biografías de san Juan Francisco Regis (que fue canonizado en 1737), especialmente en francés. La que escribió C. de la Broüe, publicada diez años después de la muerte del santo, tiene un encanto particular, pero se encontrarán más detalles y datos históricos en las obras modernas, sobre todo en las de Curley y de L. J. M. Cros.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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