martes, 29 de diciembre de 2015

San Martiniano de Milán - San Marcelo Akimetes - San Ebrulfo de OroËr - Beato Gerardo Cagnoli 29122015

San Martiniano de Milán

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San Martiniano de Milán, obispo
En Milán, de la Liguria, san Martiniano, obispo.
Décimo quinto obispo de Milán, su existencia está atestiguada el año 431, en el que escribió una carta a Juan de Antioquía y a los obispos partidarios de Nestorio. Murió un 29 de diciembre, de un año no precisado, y se lo ha conmemorado el 2 de enero, en la octava de san Esteban. Actualmente está sepultado bajo el altar mayor de la basílica de San Esteban. Hay un poema de Ennodio (Carmina II, 81) sobre san Martiniano, que recuerda su elección episcopal y que le atribuye la construcción de dos iglesias y un gobierno de breve duración, en contraste con los 30 años de episcopado que le atribuyen algunas noticias.
fuente: Santi e Beati



San Marcelo Akimetes, abad

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San Marcelo Akimetes, abad
En Constantinopla, san Marcelo, abad del monasterio de los «Akoimetoi» en el Bósforo, donde día y noche, sin parar, se cantaban salmos.
Los «Akoimetoi» (incansables) se distinguen de los otros monjes orientales tan sólo por la regla que los dividía en varios coros que, sucesivamente, cantaban el oficio divino de día y de noche, sin interrupción. De ahí proviene el nombre con el que se les conocía. El monasterio fue fundado y la orden instituida por san Alejandro, un monje sirio que se estableció en Gomon, a orillas del Mar Negro. Juan, el sucesor de Alejandro, trasladó la comunidad a un monasterio que construyó en Eirenaión, un sitio placentero a orillas del Bósforo, frente a la costa donde se encuentra Constantinopla. San Marcelo, que fue elegido abad de aquella casa en tercer lugar, levantó su reputación a los más altos niveles y él mismo fue el más distinguido de los monjes «Akoimetoi».

Marcelo nació en la ciudad siria de Apamea y, a la muerte de sus padres, quedó como heredero de una gran fortuna. No obstante su riqueza, concibió un profundo desagrado por todo lo que el mundo podía ofrecerle, partió a Antioquía y se consagró por entero a los estudios sagrados. Más tarde se estableció en Éfeso, donde se puso bajo la dirección de un varón justo, siervo de Dios, en cuya compañía dedicaba todas las horas del día a la oración y a la copia de libros sagrados. La reputación de la vida de soledad y austeridad de los monjes «Akoimetoi», atrajo a Marcelo quien ingresó en la comunidad e hizo tantos progresos, que el abad Juan, al ser elegido, le tomó como ayudante y consejero y, en consecuencia, a la muerte de Juan, Marcelo fue elegido abad.

Al decrecer la oposición del emperador Teodosio II y algunas de las autoridades eclesiásticas, el monasterio floreció extraordinariamente bajo su prudente y virtuosa administración. Varias veces se encontró en apuros para hacer las ampliaciones necesarias en los edificios de su monasterio, pero siempre fue abundantemente provisto de los medios para hacerlo, por parte de un hombre riquísimo que acabó por tomar los hábitos junto con sus hijos. El propio san Marcelo, al hacerse monje, insistió en desprenderse hasta del último centavo de su cuantiosa fortuna y, en consecuencia, era muy estricto en cuanto a la observancia de la pobreza y no toleraba que sus monjes hiciesen acopio de bienes e inversiones de dinero de ninguna especie. Solía decir que ya era un exceso almacenar alimentos para diez días. Los «Akoimetoi» habían despreciado hasta entonces todo trabajo manual, pero el abad Marcelo insistió para que todos trabajaran, les gustase o no. La comunidad contaba con trescientos miembros, y desde todos los puntos del Oriente llegaban a manos de san Marcelo las solicitudes para el envío de abades a fundar monasterios en lugares distantes, o grupos de monjes para formar los núcleos de nuevos establecimientos. Entre éstos, el más famoso fue el monasterio de Constantinopla, fundado en 463 por un antiguo cónsul llamado Studius, con algunos monjes «Akoimetoi».

Entre las actividades de aquellos monjes figuraba, principalmente, el trabajo apostólico que pudiesen realizar desde sus respectivos monasterios; por cierto que san Marcelo fue una personalidad muy destacada en la predicación del Evangelio y el impulso a todos los movimientos en contra de las herejías que se iniciaron en Constantinopla en su tiempo. Fue uno de los veintitrés archimandritas que suscribieron la condenación de Eutiquio, en el sínodo convocado por san Flaviano en 448, y también participó en el Concilio de Calcedonia. Cuando el emperador León I propuso elevar a Patricio, el cónsul godo, a la dignidad de «César», Marcelo protestó de que se pretendiese dar tanto poder a un arriano y vaticinó acertadamente la próxima ruina de la familia de Patricio. En el año 465, se produjo un gran incendio en Constantinopla y ocho de los dieciséis distritos de la ciudad quedaron destruidos. Era tanta la reputación de san Marcelo, que la población atribuyó a su intercesión que no hubiesen quedado en ruinas los otros ocho barrios. El santo gobernó su monasterio durante unos cuarenta y cinco años y murió el 29 de Diciembre del año 485.

 Metafrasto, y que se imprimió en Migne, PG., vol. CXVI, pp. 705-745. Véase también el Synax. Const. (ed. Delehaye), cc. 353-354; a Pargoire en Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. I, cc. 315-318 y el Echos d'Orient, vol. II, pp. 305-308 y 365-372; y la Revue des questions historiques, enero de 1899, pp. 69-79. 
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


San Ebrulfo de OroËr

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San Ebrulfo, abad
En Oroër, de Neustria, san Ebrulfo, abad del monasterio de Saint-Fuscien, en tiempo del rey Childeberto.
Ebrulfo creció y se educó en la corte del rey Childeberto I. Allí contrajo matrimonio, pero al cabo de algún tiempo, la pareja consintió en la separación. La esposa tomó el velo en un convento y el marido distribuyó todos sus bienes entre los pobres. Sin embargo, pasó un tiempo bastante considerable antes de que pudiera obtener el permiso del rey para abandonar la corte. A la larga, pudo ingresar en un monasterio en la diócesis de Bayeux, donde sus virtudes le granjearon la estima y la veneración de sus hermanos. Pero el respeto con que se vio tratado le pareció una tentación y, para evitarla, se retiró con otros tres monjes, a fin de ocultarse en un rincón remoto del bosque de Ouche, en Normandía. Aquellos ermitaños improvisados no habían tomado medida alguna para asegurar su mantenimiento, pero se las ingeniaron para establecerse junto a un manantial, donde construyeron una represa para almacenar las aguas, cultivaron un huerto y se construyeron chozas.

Poco después, un campesino descubrió, con el consiguiente asombro, el floreciente establecimiento en lo más remoto del bosque. El campesino advirtió a los ermitaños que corrían grave peligro en aquel lugar, porque los montes de las cercanías eran guaridas de bandidos. «Hemos venido aquí», repuso Ebrulfo, «a llorar por nuestros pecados. Tenemos puesta nuestra confianza en la misericordia de Dios, que alimenta y cuida los pajarillos del aire. A nadie tememos». Al día siguiente el campesino les trajo panes y jarros con miel y no trascurrió mucho tiempo sin que se uniera a los ermitaños para imitar su santa existencia. Más tarde, un asaltante se presentó en el lugar para advertirles que estaban en peligro. Ebrulfo se apresuró a responderle igual a como le había contestado al campesino. El bandido se convirtió también y atrajo a muchos de sus compañeros, de tan buena disposición como él, para que hablasen con el santo. Ebrulfo les dio buenos consejos y muchas enseñanzas, de suerte que los bandidos decidieron establecerse cerca de los ermitaños y trabajar honradamente para ganarse la vida. Las dos comunidades trataron de cultivar más tierras, pero el lugar resultaba demasiado árido y pedregoso para producir buenas cosechas. Sin embargo, ninguno se mostró dispuesto a abandonar aquel sitio y todos declararon estar conformes con lo poco que obtuviesen. Los habitantes de los caseríos y poblaciones de la comarca, les llevaban con frecuencia provisiones de toda especie, que san Ebrulfo aceptaba como limosnas.

Los beneficios y consuelos de la contemplación no interrumpida hicieron nacer en Ebrulfo el deseo de vivir para siempre como un anacoreta, sin tener que soportar la carga de cuidar a los demás. Sin embargo, consideró que no podía permanecer indiferente a la salvación del alma de sus vecinos y, por lo tanto, recibió a todos los que querían vivir bajo su dirección y, para hospedarlos dignamente, construyó un monasterio que, más tarde, llevó su nombre. En vista de que su comunidad comenzó a crecer en forma extraordinaria, y como muchas gentes le ofrecían terrenos, fundó otros monasterios para hombres y para mujeres. San Ebrulfo acostumbraba exhortar a sus religiosos para que se dedicaran particularmente a los trabajos manuales a fin de que se ganaran el pan con sus labores y el cielo con el servicio a Dios en el trabajo. San Ebrulfo murió en 596, a los ochenta años de edad, y se afirma que, durante las últimas seis semanas de su vida, no pudo tragar absolutamente nada, a excepción de la hostia consagrada y un poco de agua.

 Historia Ecclesiastica de Orderico Vitalis, pp. LXXIX-LXXXIV. En el Bulletin de la soc. hist. arch. de l'Orne, vol. VI (1887), pp. 1-83, J. Blin editó un poema francés del siglo XII, en el que se relata la historia de san Ebrulfo.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI


Beato Gerardo Cagnoli

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Beato Gerardo Cagnoli, religioso
En Palermo, de Sicilia, beato Gerardo Cagnoli, religioso de la Orden de Hermanos Menores, que durante mucho tiempo hizo vida eremítica.
Gerardo Cagnoli nació en Valenza Po, Piamonte, hacia 1270. Después de la muerte de su madre, acaecida en 1290 (su padre ya había muerto), abandonó el mundo y vivió como peregrino, mendigando el pan y visitando los santuarios. Estuvo en Roma, Nápoles, Catania y quizás en Erice (Trapani). En 1307, impresionado por la fama de santidad del franciscano san Luis de Anjou, obispo de Tolosa, ingresó en la Orden de los Hermanos Menores en Randazzo, Sicilia, donde hizo el noviciado y vivió algún tiempo.

Del convento de Randazzo pasó a Palermo en calidad de portero y allí permaneció hasta su muerte siendo la admiración de sus hermanos y de los fieles por su sencillez y sus virtudes. Cerca de la puerta del convento plantó un ciprés y arregló un pequeño altar en honor de la Virgen y de san Luis de Anjou, de quien era devotísimo. Allí ardía continuamente una lámpara de aceite. Con un ramito de ciprés bañado en aceite de la lámpara bendecía a los enfermos que se acercaban a él en busca de consuelo. Muchos se iban perfectamente curados, otros experimentaban mejoría, o se sentían consolados con su palabra. La fórmula que él empleaba para bendecir era esta: «En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, por la intercesión de la Virgen María, de San Francisco y de San Luis sé liberado de esta enfermedad».

Los milagros se sucedían. Enrique d’Abbati, justicia del rey, estaba gravemente enfermo, y se había perdido toda esperanza. Fue llamado Fray Gerardo, que consoló con palabras fraternales al enfermo. Luego se postró en profunda oración. Poco después el enfermo se levantó perfectamente curado. Dormía pocas horas sobre una desnuda tabla; con instrumentos de penitencia maltrataba su cuerpo; continua oración, íntima unión con Dios, he ahí el programa de su larga vida. No es extraño que muchos lo aclamaran como santo ya en vida.

Había transcurrido más de 30 años en la Orden Franciscana, cuando en la fiesta de San Juan Evangelista de 1345 se le apareció la Santísima. Virgen y le aseguró que dentro de dos días volaría al cielo. Ante este anuncio Gerardo se alegró muchísimo y se preparó para las bodas eternas con gran fervor. El 29 de diciembre recibió con profunda devoción los últimos sacramentos de la fe y se durmió serenamente en el sueño de los justos. Tenía 75 años. Su sepulcro, en la iglesia de San Francisco de Palermo, fue meta de peregrinación de muchos devotos que recurrían a él desde Sicilia, Toscana, Marcas, Liguria, Córcega, Mallorca... Su culto continuó sin interrupción. Los restos mortales del beato Gerardo Cágnoli reposan en el templo de San Francisco en Palermo, a pocos pasos de la puerta del convento que por largos años fue testigo de su santidad. San Pío X aprobó el culto el 13 de mayo de 1908.
fuente: Frate Francesco
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