jueves, 31 de diciembre de 2015

Santa Melania la Joven - San Barbaciano - San Mario de Lausanne - San Juan Francisco Regis 31122015

Santa Melania la Joven, monja
fecha: 31 de diciembre
n.: c. 383 - †: 439 - país: Israel
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Jerusalén, santa Melania la Joven, que con su marido san Piniano dejó Romam, dirigiéndose ambos a la Ciudad Santa, en la cual llevaron una vida religiosa, ella entre las mujeres consagradas a Dios y él entre los monjes, y donde ambos murieron santamente.
refieren a este santo: San Jerónimo, San Paulino de Nola
Melania la Mayor fue una dama patricia de la gens Antonia casada con Valerio Máximo, quien probablemente fue prefecto de Roma en el año de 362. A la edad de veintidós años quedó viuda y, luego de dejar a su hijo Publícola al cuidado de tutores, se trasladó a Palestina, donde construyó un monasterio, en Jerusalén, con cincuenta doncellas consagradas al servicio de Dios. Allí mismo se estableció la noble dama y se entregó a la austeridad, la plegaria y las buenas obras. Su nombre no figura en el actual Martirologio Romano. Mientras tanto, su hijo Publícola llegó a ocupar un puesto en el senado romano y se casó con Albina, una cristiana, hija del sacerdote pagano Albino. La hija de aquel matrimonio fue santa Melania la Joven, criada y educada en el cristianismo por su madre, en la lujosa residencia del senador Publícola, cristiano también, pero demasiado ambicioso para preocuparse por su religión.
Con la idea de llegar a tener un heredero varón de su gran fortuna y el aristocrático nombre de su familia, Publícola prometió en matrimonio a su hija a Valerio Piniano, un pariente suyo, hijo del prefecto Valerio Severo. Pero la joven Melania deseaba conservar su virginidad para consagrarse por entero a Dios. Tan pronto como sus padres conocieron las intenciones de la jovencita, se opusieron rotundamente a permitir que las realizara y, para quitarle semejantes ideas de la cabeza, apresuraron su matrimonio. En el año de 397, cuando Melania acababa de cumplir catorce años, se casó con Piniano que tenía diecisiete. Nada tiene de extraño que la joven, casada contra su voluntad y disgustada por el ambiente licencioso y sensual que reinaba en torno suyo, suplicase a su marido que llevasen una vida de absoluta continencia. Pero Piniano no aceptó la proposición y, a su debido tiempo, vino al mundo su primer hijo, una niña que murió después de un año de nacida. Las inclinaciones de Melania no habían cambiado y reiteró sus peticiones para que la dejasen en libertad, pero su padre tomó medidas para impedirle que frecuentase a las gentes de reconocidas tendencias religiosas que podían alentarla a distanciarse de la vida de lujo y de sociedad que él deseaba para su hija. En la víspera de la fiesta de san Lorenzo del año 399, el senador prohibió a su hija que velase en la basílica, puesto que estaba de nuevo embarazada, pero no por eso dejó la joven de permanecer toda la noche en oración, arrodillada en su habitación. Por la mañana asistió a la misa en la iglesia de San Lorenzo y, al regresar a su casa, tuvo un grave trastorno y, con grandes dificultades y riesgo de la vida, dio a luz prematuramente a un niño, el que murió al día siguiente. Melania estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte, y su esposo Piniano, que la amaba sinceramente, hizo el juramento de que, si se llegaba a salvarse su mujer, la dejaría en absoluta libertad para servir a Dios como quisiera. Poco después, Melania recuperó la salud y su marido cumplió el juramento, pero Publícola mantuvo su decidida oposición y, durante otros cinco años, Melania tuvo que conformarse con llevar exteriormente la misma existencia que tanto le disgustaba. Pero entonces atacó a Publícola una enfermedad mortal y, antes de entrar en agonía, heredó a su hija todos sus bienes y le pidió perdón porque, «temeroso de verme entregado al ridículo de las malas lenguas, te ofendí al oponerme a tu celestial vocación».
Albina, la madre de Melania, y Piniano, su marido, no sólo aceptaron la nueva vida de la joven, sino que ellos mismos la adoptaron. Los tres abandonaron Roma para radicarse en una casa de campo, lejos de la ciudad. Piniano no estaba plenamente convertido y, durante largo tiempo, insistió en vestir los ricos ropajes que acostumbraba portar en Roma. El biógrafo de la santa nos ha dejado un relato conmovedor y convincente sobre los métodos que empleó su esposa para convencerlo a que renunciara a los lujos para adoptar una existencia más modesta y lograr, por fin, que usara las ropas pobres, confeccionadas por ella misma. La familia se había llevado consigo a numerosos esclavos, a quienes dispensaba un tratamiento ejemplar y, en corto tiempo, muchas jovencitas, viudas y más de treinta familias, se establecieron en torno a la casa de campo de Melania y formaron una población. La villa llegó a ser un centro de hospitalidad, de caridad y de vida religiosa. Melania era fabulosamente rica (los terrenos pertenecientes a la familia Valeria se hallaban en todos los puntos del Imperio Romano) y se sentía oprimida por la cantidad de sus bienes terrenales. Sabía que la abundancia de posesiones pertenecía a los vecinos pobres, hambrientos y desnudos; estaba cierta de que, como dijo San Ambrosio, «el rico que da al pobre no hace una limosna, sino que paga una deuda». Por consiguiente, solicitó y obtuvo el consentimiento de Piniano a fin de vender algunas de sus propiedades y distribuir el dinero entre los necesitados. Inmediatamente los parientes, que siempre los habían creído fuera de sus cabales, trataron de aprovecharse de aquella última locura. Por ejemplo, Severo, el hermano de Piniano, sobornó por algunas monedas a los colonos y esclavos que habitaban en uno de los terrenos de Piniano para que, en el momento de ser vendidas las tierras, se rebelasen y no reconociesen a otro amo que al propio Severo. Fueron tantas las dificultades que se opusieron a los intentos de Piniano, que hubo necesidad de hacer una apelación al emperador Honorio para poner las cosas en su lugar. Santa Melania, sencillamente vestida con una túnica de lana y cubierta la cabeza con un velo, se presentó ante Serena, la suegra del emperador, a la que impresionó tan profundamente por su porte y sus palabras, que intercedió ante Honorio para que la venta de aquellas tierras quedara bajo la vigilancia y la protección del Estado. De esta manera, los procedimientos fueron rectos y la distribución estrictamente justa: los pobres, los enfermos, los cautivos, los desposeídos, los peregrinos, las iglesias y los monasterios, recibieron ayuda y dotes en todo el imperio. En un término de dos años, Melania dio la libertad a ochocientos esclavos. Paladio, contemporáneo de la santa, dice en su Historia Lausiaca que, incluso los monasterios de Egipto, Siria y Palestina, recibieron beneficios de Melania. En ese mismo libro el autor da un pormenorizado relato de la manera de vivir de la santa.
En el año de 406, Melania con su esposo y algunas personas más pasaron una temporada con san Paulino en la ciudad de Nola, en la Campania. El santo deseaba conservar a Melania y a su esposo como «huéspedes perpetuos». A ella la llamaba «bendita pequeña» y también «alegría del cielo». Pero la pareja se obstinó en regresar a su villa cercana a Roma, en momentos tan inoportunos que, a poco de llegar, tuvieron que abandonarla más que de prisa, debido a la amenaza de invasión de los godos. Se refugiaron en otra casa de campo, propiedad de Melania, en Mesina. Allí vivió con ellos el anciano Rufino. Pero, antes de dos años, los godos llegaron a Calabria, e incendiaron la ciudad de Reggio. Entonces, Melania y su esposo optaron por retirarse a Cartago. Se proponían hacer de paso una visita a san Paulino para consolarle en sus tribulaciones a causa de la invasión, pero una tormenta desvió la ruta del navío que fue a dar a una isla, probablemente la de Lipari, donde los piratas eran amos y señores. A fin de salvar de la prisión y de la muerte a sus gentes y a los tripulantes del barco, santa Melania pagó a los filibusteros una buena suma en monedas de oro por el rescate. Después de aquellas aventuras, los esposos se instalaron en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Tanto Melania como su esposo causaron una benéfica impresión entre el pueblo y tanto fue así que, cuando Piniano visitó a san Agustín en Hipona (el santo los llamo «verdaderas luces de la Iglesia»), se produjo un tumulto en un templo, porque las gentes querían que Piniano se ordenase sacerdote para que ejerciera entre ellas su ministerio y pensaban que el obispo de Tagaste, san Alipio, se lo impedía. No se restableció el orden hasta que Piniano prometió al pueblo que, si alguna vez se le ordenaba sacerdote, sólo ejercería su ministerio en Hipona. Mientras se hallaba en África, santa Melania fundó y dotó dos nuevos monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. En ellos recibió, sobre todo, a los que habían sido sus esclavos. La propia Melania vivía en el convento de las mujeres y sobresalía entre todas por sus austeridades, puesto que sólo se alimentaba frugalmente cada tercer día. La santa se ocupaba principalmente de copiar libros en griego y en latín y, quinientos años más tarde, todavía circulaban algunos manuscritos que se atribuían a la santa.
En el año de 417, en compañía de su madre y de su esposo, partió Melania del África hacia Jerusalén y se hospedó en la posada para peregrinos, vecina al Santo Sepulcro. Desde ahí emprendió una expedición con Piniano para visitar a los monjes del desierto de Egipto. Al regreso, fortalecidos por el ejemplo de aquellos anacoretas, Melania decidió aislarse en las afueras de Jerusalén, entregada a la contemplación y la oración. Hasta allí fue a visitarla su prima Paula, sobrina de santa Eustoquio. Fue Paula quien presentó a Melania el maravilloso grupo de almas escogidas reunido por san Jerónimo en Belén y fue recibida con beneplácito. Se cuenta que, la primera vez que Melania se encontró con san Jerónimo, «se acercó a él con su acostumbrado porte humilde y respetuoso, se arrodilló a sus pies y le pidió su bendición».
A los catorce años de residir en Palestina, murió Albina y, al año siguiente, Piniano la siguió a la tumba. El Martirologio Romano menciona a Piniano junto con Melania. Esta sepultó a su esposo al lado de su madre en el Monte de los Olivos y se construyó una celda cerca de las tumbas de sus fieles compañeros. La celda fue el núcleo de un amplio convento de vírgenes consagradas que presidió santa Melania. La santa se mostró siempre muy solícita por el bienestar y la salud de su congregación (en el convento había un baño que fue un donativo de un ex prefecto del palacio imperial) y las reglas que estableció fueron notables por su benignidad, en tiempos en que los comienzos del monasticismo se inclinaban a degenerar en la más rigurosa austeridad corporal. Cuatro años después de la muerte de Piniano, santa Melania tuvo noticias de un tío materno suyo, llamado Volusiano, que aún era pagano y que se encontraba en Constantinopla al frente de una embajada. La santa decidió hacer personalmente el intento de convertir a su tío, que ya era un anciano y, con ese propósito, emprendió el viaje con su capellán (y biógrafo) Geroncio, y tras una larga y penosa jornada, llegó a Constantinopla a tiempo para propiciar y atestiguar la conversión de Volusiano, que murió en sus brazos al día siguiente de haber recibido el bautismo. Se dice que el entusiasmo de Melania por lograr la conversión del anciano era tan vehemente que, al verlo dudar, le advirtió que apelaría al emperador Teodosio para que interviniese en el asunto. Pero Volusiano le respondió con gran cordura y moderó los ímpetus de su sobrina con estas palabras: «No debes forzar la buena y libre voluntad que Dios me ha dado. Estoy pronto y ansioso de limpiar las innumerables manchas de mi alma, pero si llegase a hacerlo por mandato del emperador, lo tendría siempre por un acto obligatorio, sin el mérito de la elección voluntaria».
En la víspera de la Navidad del año 439, santa Melania estaba en Belén y, tras la Misa del Alba, le anunció a Paula que su muerte estaba próxima. El día de san Esteban, asistió a la misa en su basílica, y después leyó con las hermanas del convento el relato sobre el martirio de Esteban que figura en el Nuevo Testamento. Al término de la lectura, las hermanas la rodearon para desearle toda clase de bienes y de felicidades. «Lo mismo deseo para todas vosotras - repuso la santa-, pero ya no volveréis a escucharme leer esta lección». Aquel mismo día, hizo una visita de despedida a los monjes y, a su regreso, ya se encontraba muy enferma. Reunió a todas las hermanas y les pidió que orasen por ella, «porque ya voy hacia el Señor». Habló brevemente para decirles que, si alguna vez había usado palabras severas, sólo lo había hecho por amor a ellas y concluyó diciendo: «Bien sabe Dios que yo no valgo nada y yo misma no me atrevo a compararme con ninguna buena mujer, ni aun de las que ahora viven en la tierra. Sin embargo, creo que el enemigo no podrá acusarme en el Juicio Final, de haberme ido a dormir un solo día con rencor en mi corazón». El domingo 31 de diciembre, por la mañana temprano, cuando el capellán Geroncio celebraba la misa, su voz se entrecortaba por el llanto y las palabras rituales le salían mezcladas con los sollozos. Desde su sitio en la nave de la iglesia, Melania le envió un mensaje para pedirle que hablase con mayor claridad puesto que no podía oírle. Durante todo el día recibió a los visitantes, hasta que llegó un momento en que dijo: «Ahora, dejadme descansar en paz». A la hora de nona, se debilitó considerablemente y, al caer la tarde, en tanto que repetía las palabras de Job: «Como el Señor lo ha querido, que así sea ...», murió tranquilamente. Tenía cincuenta y seis años de edad.
A santa Melania la Joven se la ha venerado desde los primeros tiempos en la Iglesia bizantina, pero, aparte de la inserción de su nombre en el Martirologio Romano, no se le ha rendido culto en el Occidente hasta nuestros días. El cardenal Mariano Rampolla publicó una obra monumental sobre santa Melania, en 1905. El escrito atrajo bastante la atención sobre el personaje y, a partir de entonces, la santa recibió cierto culto. En 1908, el papa Pío X aprobó la celebración anual de su fiesta por los miembros de la congregación italiana de clérigos regulares, conocidos como los «somaschi», y también fue adoptada por los católicos latinos de Constantinopla y de Jerusalén.
Desde hace tiempo se sabe que existen en diversas bibliotecas trozos de manuscritos de una biografía de santa Melania escrita en latín y, todos esos fragmentos fueron impresos en Analecta Bollandiana, vol. VIII (1899), pp. 16-63. La edición del texto griego fue tomada de un manuscrito existente en la biblioteca Berberini por Delehaye y publicado en la misma Analecta Bollandiana, vol. XXII (1903), pp. 5-50. En 1905, el cardenal Rampolla, que había descubierto una copia completa de la biografía latina en el Escorial, publicó la biografía latina y la griega en un suntuoso volumen, «Santa Melania Giuniore Senatrice Romana», con una introducción, disertaciones y notas. Hay considerables diferencias de opinión en cuanto a las relaciones que pueden existir entre la versión griega y la latina, que no concuerdan ni en el contenido, ni en la redacción. Hay una extensa contribución de Fr. Adhémar d'Alés en la Analecta Bollandiana, vol. XXV (1906), pp. 401-450, el autor examinó detalladamente esas variaciones, para llegar a la conclusión de que la biografía de la santa había sido compuesta por su discípulo y capellán Geroncio, unos nueve años después de la muerte de Melania. Geroncio sólo hizo un esbozo en griego, pero los textos griego y latino que conocemos, fueron redactados años más tarde, tomando los datos del esbozo de Geroncio. Algunos siglos después, Metafrasto publicó su propia versión modernizada de la biografía. Esta se encuentra impresa en Migne, PG., vol. CXVI, pp. 753-794. La foto muestra la ermita de Melania en el Monte de los Olivos.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?ids=4666





can.: pre-congregación
país: Italia - †: s. V
En Ravena, de la región de la Flaminia, san Barbaciano, presbítero.


San Mario de Lausanne, obispo
fecha: 31 de diciembre
†: 594 - país: Suiza
canonización: culto local
hagiografía: Santi e Beati
En Lausanne, entre los helvecios, san Mario, obispo, que trasladó allí la sede de Aventicum, edificó muchas iglesias y fue defensor de los pobres.
Investigaciones recientes, debidas sobre todo a Mario Besson, nos han dejado información fiable sobre la vida y obra del santo. Nacido alrededor del 530, se convirtió en obispo de Aventicum en mayo del 574. En el 585 participó en el Concilio de Macon, y el 24 de junio 587 consagró la iglesia de Nuestra Señora de Payerne, que se encontraba en una propiedad suya. Alrededor del año 590 se establecieron, por razones políticas y de seguridad, el obispado de Aventicum en Lausana, murió aquí el 31 de diciembre 594 y fue enterrado en la iglesia de San Tirso, que más tarde tomó su nombre. El epitafio que se ha conservado es considerado por Besson como obra de Venancio Fortunato. Se puede rastrear el culto al santo ya desde el primer milenio. Se lo representa como obispo y en el siglo XVI su efigie aparece en algunas monedas episcopales. A veces se lo representa con la palma y el título de mártir, lo que no se justifica, ya que no ha sufrido el martirio. Las diócesis de Lausana y Basilea celebran a san Mario el 31 de diciembre.
Mario es el autor de una continuación de la Crónica de Próspero, que lleva, en primer lugar, hasta el año 567 y luego hasta el 581. Es una historia en general precisa, breve y de gran valor para los historiadores, que registra los acontecimientos de Italia y el Oriente con la misma atención que dedica a los de los reinos de Francia y de Borgoña.
Traducido para ETF de un artículo de Rudolph Henggeler en Enciclopedia dei Santi.
fuente: Santi e Beati
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San Juan Francisco Regis, religioso presbítero
fecha: 31 de diciembre
fecha en el calendario anterior: 16 de junio
n.: 1597 - †: 1640 - país: Francia
canonización: B: Benedicto XIII 1726 - C: Clemente XII 1737
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En el territorio de La Louvesc, en los montes cercanos a Puy-en-Vélay, en Francia, san Juan Francisco Regis, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, el cual, peregrinando por montes y aldeas, procuró sin descanso la renovación de la fe católica en las almas de los habitantes, mediante la predicación y la celebración del sacramento de la penitencia.
patronazgo: patrono de las tejedoras de encajes, y protector contra la peste.
En la ciudad de Fontecouverte, de la diócesis de Narbona, nació Juan Francisco Regis, en el año de 1597, de una familia que acababa de salir de la clase burguesa para colocarse en las filas de los pequeños terratenientes. Desde pequeño recibió instrucción en el colegio de los jesuitas de Béziers y, en 1615, solicitó su admisión en la Compañía de Jesús. Desde el momento en que se le permitió iniciar su noviciado, su conducta fue ejemplar: era tan evidente la severidad para consigo mismo y su misericordia hacia los demás que, aI hablar de él, decían sus compañeros que se rebajaba a lo máximo, pero canonizaba a cualquiera. Al terminar su primer año de noviciado, siguió los cursos de retórica y filosofía en Cahors y Tournon. Mientras estuvo en Tournon, cada domingo acompañaba al sacerdote que iba a oficiar en la aldea de Andance y, mientras éste oía las confesiones, Juan Francisco se dedicaba a enseñar el catecismo; lo hacía con tanta eficacia, que muy pronto se ganó los corazones de los niños y de sus mayores. Por aquel entonces, no tenía más de veintidós años. En 1628, se le envió a Toulouse para iniciar su curso de teología. El compañero que compartía su habitación, informó al superior que Regis pasaba la mayor parte de la noche en oración en la capilla; la respuesta que recibió fue profética: «Cuídate de perturbar sus devociones -dijo el padre Franrcois Tarbes-; no pongas obstáculos a su comunicación con Dios. Es un santo y, si no me equivoco, algún día la Compañía celebrará una fiesta en su honor». En 1631 recibió las órdenes sacerdotales y, el domingo de la Trinidad, 15 de junio, celebró su primera misa. Ya desde antes, sus superiores le habían destinado al trabajo de las misiones, en el que habría de ocupar los últimos diez años de su existencia: empezó a predicar en Languedoc, prosiguió a través de Vivarais, para terminar en Velay, cuya capital era la ciudad de Le Puy. La estación veraniega la pasaba en las ciudades, pero en los meses de invierno se dedicaba a visitar las aldeas y los caseríos de la campiña. Se puede decir que el padre Juan Francisco inició su trabajo en el otoño del mismo año de 1631 al predicar una misión en la iglesia de los jesuitas de Montpellier. A diferencia del estilo retórico en boga por entonces, sus sermones eran sencillos, directos, incluso vulgares, pero tan elocuentemente expresivos del fervor que ardía dentro de él, que conmovían y atraían a las multitudes formadas por representantes de todas las clases sociales. Se dirigía particularmente a los pobres; solía decir que entre los ricos nunca faltan penitentes. Se dedicaba en cuerpo y alma a sus humildes protegidos, ofreciéndoles todos los consuelos que pudiera procurarles y, cuando se le advertía que sus exagerados afanes le estaban poniendo en ridículo, respondía: «Tanto mejor. Se nos bendecirá doblemente si consolamos a un hermano pobre a expensas de nuestra dignidad».
Pasaba las mañanas en el confesionario, en el altar y en el púlpito; las tardes las dedicaba a visitar cárceles y hospitales. Con frecuencia estaba tan ocupado en estos menesteres, que se olvidaba de comer. Antes de partir de Montpellier, ya había convertido a numerosos hugonotes y católicos indiferentes, había formado una comisión de damas para atender a los presos y había rescatado a innumerables mujeres de la vida de pecado. A los que criticaban sus métodos y señalaban que rarísima vez era sincero el arrepentimiento de semejantes mujeres, les replicaba: «Si mis esfuerzos no consiguen más que impedir una sola culpa, los daré por bien empleados». De Montpellier trasladó su centro de operaciones a Sommiéres desde donde penetró hasta los sitios más recónditos y se ganó la confianza de las gentes al charlar con ellas y al instruirlas en el «patois» que se hablaba en la región.
Los éxitos alcanzados en Montpellier y en Sommiéres decidieron a Mons. de la Baume, obispo de Viviers, a solicitar los servicios del padre Regis y de otro sacerdote jesuita en su diócesis. Ninguna de las regiones de Francia había sufrido más a causa de las luchas civiles y religiosas como la comarca yerma y montañosa del sureste que comprendía el Vivarais y el Velay. Parecía que ahí hubiesen desaparecido por completo la ley y el orden; los habitantes, acosados por la miseria, comenzaban a recurrir a los métodos salvajes para poder comer, y los nobles acaudalados se conducían, la mayor parte de las veces, como vulgares bandidos. Los prelados se mantenían a prudente distancia y los sacerdotes negligentes habían dejado que las iglesias se deshicieran en ruinas; había parroquias enteras que estaban privadas de los sacramentos desde hacía veinte años o más. Cierto que una gran proporción de los habitantes eran calvinistas por tradición, pero casi siempre, su protestantismo no era más que un nombre; de todas maneras, la relajación de la moral y la indiferencia religiosa abarcaba a todos por igual y, entre católicos y protestantes, no había a quien escoger. Con la compañía de sus auxiliares jesuitas, el obispo de la Baume, emprendió una minuciosa gira por toda su diócesis. Infaliblemente, el padre Regis se adelantaba uno o dos días al obispo para preparar el terreno que iba a visitarse, con una especie de misión previa. Aquellas tareas fueron el preludio de un ministerio de tres años, gracias al cual pudo el padre Regis restablecer la observancia de la religión y convertir a gran número de protestantes.
Era imposible que una campaña tan vigorosa dejase de encontrar oposición y por cierto que la hubo: llegó un momento en que todos aquéllos que resentían sus actividades estuvieron a punto de triunfar con sus intrigas y calumnias para que el padre Regis fuera retirado. Él, por su parte, jamás dijo una palabra para defenderse; pero afortunadamente, el obispo abrió los ojos a tiempo y cayó en la cuenta de que los cargos formulados contra el sacerdote estaban desprovistos de fundamento. Por aquel entonces, el padre Regis hizo la primera de varias solicitudes para que le enviasen a las misiones del Canadá a predicar el Evangelio a los indios del norte de América. Sus pedidos fueron siempre inútiles, porque sin duda, sus superiores estaban contentos con el trabajo que realizaba en Francia; pero el padre Regis consideró como un castigo por sus pecados, el que no se le diese la oportunidad de conquistar la corona del martirio en las tierras de ultramar. Como compensación, extendió su misión a las regiones más salvajes y retiradas de aquel montañoso distrito, una comarca en la que ningún hombre penetraba sin estar bien armado y provisto, y donde el invierno era particularmente riguroso. En una ocasión quedó aislado durante tres semanas por un alud de nieve, sin más alimento que unos mendrugos de pan ni otro lecho que el duro suelo.
En las declaraciones que se reunieron para la canonización del santo, hay muchas descripciones muy gráficas y conmovedoras de aquellas aventuradas expediciones, escritas por los que aún podían recordarlas. «Después de la misión -afirmó el señor cura de Marlhes-, mis parroquianos habían cambiado a tal punto, que ya no era capaz de reconocerlos. Ni el frío, ni la nieve que cerraba los caminos de la montaña, ni las lluvias que hinchaban los arroyos hasta convertirlos en torrentes, pudieron detener nunca al padre Regis. Su fervor era contagioso y animaba el valor de los demás; a donde quiera que fuese, una gran muchedumbre iba tras él y otra igualmente numerosa salía a su encuentro, a pesar de los peligros y dificultades. Yo mismo le vi detenerse en mitad de un bosque para satisfacer a un puñado de campesinos que querían escucharle. También le vi permanecer de pie, todo el día, sobre un montículo de nieve, en la cumbre de una montaña, para predicar e impartir la instrucción y después pasó toda aquella noche en el confesionario». Otro de los testigos viajaba por la comarca cuando observó una procesión que serpenteaba por el sinuoso camino de la montaña. «Es el santo -le informó un hombre del lugar-; toda la gente le sigue». Cuando el testigo llegó a la ciudad de Saint André, encontró cerrado el paso por la multitud que se apiñaba frente a la iglesia. «Aguardamos la llegada del santo que viene a predicarnos», fue la explicación que recibió el viajero. Hombres y mujeres estaban dispuestos a caminar diez, doce y más leguas para buscarle, puesto que tenían la seguridad de que, por muy tarde que llegasen, el padre Regis los atendería con la amabilidad de siempre. Él, por su parte, solía emprender la marcha a las tres de la madrugada, con unas cuantas manzanas en la alforja, para visitar un remoto caserío. Nunca dejó de cumplir con una cita. En cierta ocasión, cayó accidentalmente y se rompió una pierna; pero eso no fue obstáculo para que se alzase del lecho y, con el apoyo de un báculo y el hombro de su compañero, caminara hasta el sitio distante donde tenía una cita para oír confesiones. Al término de la jornada, accedió a que le examinaran los médicos y éstos constataron, asombrados, que la pierna estaba completamente sana.
Los últimos cuatro años en la vida del santo, transcurrieron en Velay. Durante todo el verano trabajó en Le Puy, donde la iglesia de los jesuitas resultó pequeña para contener a congregaciones que, a veces, eran de cuatro mil y cinco mil personas. Su influencia alcanzó a todas las clases sociales y produjo una reavivación espiritual efectiva y perdurable. Estableció y organizó un servicio social muy completo que contaba con visitadores a las prisiones, enfermeras para los hospitales y administradoras de la ayuda a los pobres, extraídas de entre aquellas pobres mujeres a quienes rescató de la mala vida. Precisamente esta empresa le acarreó múltiples dificultades. Algunos hombres perversos del lugar, privados de aquellas mujeres fáciles, descargaron su rencor sobre el padre Regis y le atacaron por todos los medios posibles, sobre todo por medio de las calumnias y la difamación, hasta el extremo de que muchos de los mismos fieles que le conocían, llegaron a poner en tela de juicio su prudencia. Durante algún tiempo, sus actividades fueron estrechamente vigiladas por un escrupuloso superior; pero el padre Regis no hizo el menor intento para justificarse. Dios, que se complace en levantar a los humildes, manifestó su aprobación por los trabajos de su siervo, al otorgarle el poder de obrar milagros. Con la imposición de su mano realizó numerosas curaciones, incluso devolvió la vista a un niño y a un hombre que había estado completamente ciego durante nueve años. Durante una época de escasez, cuando las gentes acudían en tropel a los graneros del padre Regis en demanda de ayuda, hubo tres ocasiones en que la reserva de grano quedó milagrosamente renovada, para asombro de las buenas mujeres que estaban a cargo del almacén.
Los trabajos de la misión continuaron hasta el otoño de 1640, cuando el padre Juan Francisco pareció caer en la cuenta de que sus días estaban contados. Hacia fines del Adviento, tuvo que hacer un viaje a la región de La Louvesc. Antes de emprender la marcha, hizo un retiro de tres días en el colegio de Le Puy y liquidó algunas deudas pequeñas. En vísperas de su partida, sus compañeros le invitaron a permanecer con ellos hasta la época de la renovación de votos, a mediados del año, pero el padre Regis se rehusó. «El Maestro no quiere que sea así», respondió a los ruegos. «Su voluntad es que yo parta mañana; no regresaré para la renovación de los votos; pero mi compañero sí vendrá». Partieron los dos con un tiempo tormentoso; la tempestad les hizo perder el rumbo y los sorprendió la noche en medio del bosque. Buscaron refugio en una casa destruida y abierta a los cuatro vientos. Aquella noche, el padre Regis, completamente exhausto, contrajo una pulmonía. Sin embargo, al día siguiente hizo un esfuerzo sobrehumano y llegó hasta La Louvesc, donde inició su misión. Pronunció tres sermones el día de la Navidad y otros tres en la fiesta de san Esteban; el resto del tiempo lo pasó en el tribunal de la penitencia. Después de su último sermón, cuando se disponía a entrar al confesionario, sufrió dos desvanecimientos. Se le transportó a la casa del párroco y se comprobó que estaba agonizante. El 31 de diciembre, estuvo mirando fijamente al crucifijo durante todo el día; al caer la tarde, abrió la boca para exclamar súbitamente: «¡Hermano! ¡Veo a Nuestro Señor y a Su Madre que abren el Cielo para mí!». Calló unos instantes y luego murmuró las palabras: «En Tus manos encomiendo mi espíritu ...» y expiró. Tenía cuarenta y tres años de edad. Sus restos siguen sepultados hasta hoy en La Louvesc, donde murió, y cada año visitan su tumba unos cincuenta mil peregrinos procedentes de todas las partes de Francia. Fue durante una peregrinación a La Louvesc, cuando san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, se sintió movido por el ejemplo de san Juan Francisco Regis y decidió realizar su vocación al sacerdocio.
Hay numerosas y excelentes biografías de san Juan Francisco Regis (que fue canonizado en 1737), especialmente en francés. La que escribió C. de la Broüe, publicada diez años después de la muerte del santo, tiene un encanto particular, pero se encontrarán más detalles y datos históricos en las obras modernas, sobre todo en las de Curley y de L. J. M. Cros.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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Estas biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor, al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel) y el siguiente enlace: http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=4669


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