Siempre es maravilloso orar como católicos porque cuando se celebra la Eucaristía estamos unidos en oración a la familia de Dios que se encuentra en todos los lugares de nuestro país, en todas las culturas y todas y en todas partes del mundo. Y en la Eucaristía todos nos unimos al culto que le rinden a Dios los ángeles y los santos del cielo.
De modo que hoy estamos orando por los estudiantes, por los profesores, por todo el personal y por los empleados de aquí, de la Universidad de Harvard, y estamos unidos en oración con toda la Iglesia universal y en Comunión con todos los Santos.
En nuestra lectura del Evangelio, Jesús nos dice tres parábolas sobre la misericordia.
Estas parábolas son, todas ellas, familiares para nosotros, pero tenemos que seguirlas meditando porque con estas parábolas el Señor hoy nos está enseñando lo que somos. Y nos está enseñando también quién es Dios.
Mis queridos hermanos y hermanas, especialmente ustedes, mis jóvenes amigos, hay una multitud de cosas importantes que ustedes aprenderán este año y durante toda su vida.
Pero esta es la lección más importante para todos nosotros: hemos de saber quiénes somos y hemos de saber quién es Dios para conocer su amor por nosotros, su misericordia, su plan.
En estas parábolas de hoy, nuestro Señor nos está diciendo que todos somos como esa pequeña oveja que se pierde y como esa moneda que fue extraviada. Somos como el hijo pródigo que deja la casa de su padre y se pierde en el camino.
Esta es la realidad de nuestras vidas. Estamos hechos para Dios, estamos hechos para amar y ser amados. Pero nos alejamos, nos separamos de Dios por nuestra debilidad y por nuestro pecado.
Esto es lo que sucede con el hijo pródigo en el Evangelio. Él no valora el don de su vida, el don del amor de su Padre.
Esta escena siempre me parece triste cuando leo este Evangelio. Siempre me imagino la mirada en el rostro del Padre, cómo se siente cuando su hijo viene a reclamar su herencia y le dice que quiere irse de la casa. Me imagino la tristeza del Padre. Qué apesadumbrado debe estar su corazón…
Por supuesto, el hijo se va y pronto se pierde y pierde todo, incluso su dignidad.
Pero hay un pequeño detalle en esta historia que creo que es la clave de toda la parábola. El Evangelio dice sobre el hijo: “Entonces, se levantó y volvió a su padre. Y cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio, y se llenó de compasión. Corrió al encuentro de su hijo, lo abrazó y lo besó”.
Es una imagen muy hermosa. Y mi pregunta es la siguiente: ¿Cómo sabía el Padre que su hijo estaba regresando a casa? Había estado ausente mucho tiempo. ¿Cómo supo el Padre que tenía que asomarse en ese preciso momento?
Y creo que la respuesta es la siguiente: Él supo que su hijo estaba volviendo a casa, porque nunca dejó de esperarlo. Cuando su hijo estaba ausente, todos los días el padre siguió esperándolo. Seguramente dejaría abierta la puerta, esperando que su hijo regresara.
Mis queridos hermanos y hermanas, en esta hermosa imagen, vemos la verdad acerca de Dios. Dios es un Padre que busca a su hijo perdido, y que, cuando lo ve, sale corriendo a su encuentro, para abrazarlo, y se regocija cuando lo encuentra nuevamente.
La verdad es que Dios tiene un plan para sus vidas. Un plan de amor, un plan de belleza; él quiere que ustedes hagan grandes cosas con su vida. Y no hay nada que ustedes puedan hacer que le vaya a impedir amarlos. Él los creó por un motivo; y no va a renunciar a ustedes.
Recuerden siempre eso, mis jóvenes amigos. Dios no quiere que ni uno solo de nosotros se pierda. Por eso envió a Jesucristo al mundo.
San Pablo dice hoy en la segunda lectura: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Y de ellos yo soy el primero”.
Todos nosotros podemos decir lo mismo. Esto es lo que somos. Como humanos, cometemos errores, nos salimos del camino, nos extraviamos. El Papa Francisco dice eso acerca de sí mismo. Recuerden cómo al comienzo de su pontificado, alguien le preguntó quién era él. Y dijo: “Soy un pecador a quien el Señor ha mirado”.
Y lo mismo sucede con todos nosotros, esto es lo que somos, queridos hermanos y hermanas. Somos pecadores que estaban perdidos. Pero Dios nos ha encontrado y nos ha mirado por su misericordia.
Y ahora hermanos y hermanas míos, Dios nos llama a ser testigos, a ser signos vivos de su misericordia en el mundo. Jesús dijo: “Sean misericordiosos como su Padre que está en los cielos es misericordioso”.
Esta es una orden para nosotros: hemos de ponernos al servicio de los demás, hemos de crecer cada día en la misericordia y en el amor.
Que Dios los bendiga a todos ustedes y a sus familias. Y yo los encomiendo al amor de la Virgen María, nuestra Santísima Madre, que es el Trono de la Sabiduría y la Madre de la Misericordia.
*La columna de opinión de Mons. José Gomez está disponible para ser utilizada gratuitamente en versión electrónica, impresa o verbal. Sólo es necesario citar la autoría (Mons. José Gomez) y el distribuidor (ACI Prensa)

Mons. José H. Gómez

Arzobispo de Los Angeles, la arquidiócesis más poblada de Estados Unidos y el primer Arzobispo hispano en ocupar esta importante sede.