Un árbol bajo la tormenta
(mi reflexión otoñal sobre soledad y comunión)
Él solo quería saber
si era o no era valiente.
Lo supo en aquel momento
en que le entraba la herida.
Se dijo: “No tuve miedo”
cuando le dejó la vida.
Ahora, como en los tiempos de los primeros cristianos, estamos bajo una tormenta, podemos decir que el mundo secularizado e incluso el propio diálogo interreligioso comprueban la identidad de nuestra Iglesia, la fuerza del árbol de la cruz. Karl Rahner en su libro “Cambio estructural de la Iglesia” dice que se acabó la época antigua y ya no existen ni el tiempo, ni el espacio especialmente cristianos. Ya no estamos ante el Dios de la tradición, sino ante el Reino que es absolutamente impredecible y desconocido, ante el Absoluto que no tiene la imagen adoptada a nuestras necesidades. Ante el Dios que habla sin contestar a nuestras preguntas. En los tiempos tradicionales también había la gente que sentía a este estado de la inseguridad ante Todo y Nada, pero en esta minoría, que miraba al abismo desde la puente de las convicciones, uno debería ser como mínimo Nietzsche o Heidegger.
Para la mayoría de los creyentes perfectamente funcionaba “deus ex machina”, como definía a este fenómeno Dietrich Bonhoeffer: “ya sea resolver aparentemente unos problemas insolubles, ya sea para erguir una fuerza ante la impotencia humana” (“Resistencia y sumisión”). Dios surgía donde el hombre sufría a sus límites. Realmente así aparecieron todas las religiones. Aún Clifford Geertz consideraba que la religión había sido necesaria frente al caos que el hombre no era capaz de aguantar. Donde nosotros llegamos hacia los límites de nuestra capacidad de razonar, de nuestras fuerzas de resistencia o de nuestra moral, siempre irrumpe el caos y necesitamos a la religión que afronta a estos desafíos (“La interpretación de las culturas”). Pero Cristo no nos ha traído a la religión, que existía antes de él, sino a la salvación, a la resurrección y a la libertad que permitían al hombre quedarse íntegro ante todos estos desafíos, sin necesidad de la ritualización farisaica. Cristo levantó su voz contra un culto falso y meramente exterior que solo pretendía calmar a las necesidades humanas y murió en el silencio, traicionado por todos, dejando en la soledad a sus alumnos.
La Resurrección de ningún modo no está separada del sufrimiento y de la muerte. Para subir al cielo había que antes bajar a los infiernos. Para el Padre Javier Osuna todo el discernimiento solo se practica desde la “luz del Crucificado-Resucitado”: “Porque discernir desde una resurrección sin cruz es una tentación peligrosa que fácilmente conduce a falsas opciones: al olvidar el camino kenótico de Jesús de Nazaret, pobre, humillado y tenido por loco, quedarnos expuestos a los engaños que denuncia la meditación de las banderas y podemos ser sutilmente arrastrados a hacer discernimientos con criterios de codicia de dinero, seducción del prestigio, ambición de saber y de poder” ( “Discernimiento Espiritual” en “Apuntes Ignacianos” 76, enero-abril 2016). Y en la vida práctica podemos ver como esto pasa con la gente que solo ve a la resurrección y a la cual la salvación le parece una cosa fácil y casi hecha. La ausencia del miedo de la muerte es la ausencia de la reflexión sobre ella y asimismo la simplificación de la vida interior de un ser humano. Jesús a nadie facilitó el camino, nuestra apertura hacia Dios es también la apertura hacia nuestra incertidumbre, una clara conciencia de nuestro miedo de la ultima soledad. Y así había sido la propia vida del Cristo, no profeta en su patria, sin lugar donde inclinar la cabeza, con la familia que no le comprendía: “¿Quienes son mi madre y mis hermanos?”.
A.M. Ramsey dice muy acertadamente que “no debemos olvidar que la doctrina y el ministerio de Jesús no proporcionaron a los apóstoles un evangelio, sino que les llevaron de paradoja en paradoja hasta que la resurrección proporcionó la clave” (“La Resurrección de Cristo”). Y aunque la resurrección era la recreación de la raza humana de nuevo, todos debemos pasar por el camino de nuestras paradojas. “Tenga tu mente en el infierno, pero sin ninguna desesperación”, - dijo la voz divina a Siluan de la Monte Athos después de su desesperada oración durante los tres meses. Con los recuerdos del infierno y del Pecado Original San Juan de Escalada aconseja empezar a la práctica ascética. Está claro que para subir por la escalera uno debe primeramente definir donde él está ahora. Y segundamente, unos obstáculos más importantes en este camino es orgullo y soberbia: “Es la muralla entre hombre y Dios”, “por esta causa toda la deshonra, toda la calumnia, deben ser considerados como un bien, todo el enemigo debe ser recibido como un salvador que nos aparta del algo mucho más peligroso” (San Juan de Escalada).
En todas las religiones un hombre depende de los símbolos y de los sistemas de símbolos, pero en la fe en Cristo solo depende de sí misma y nuestra única posición ante el Dios es la respuesta al mandamiento divino. Bonhoeffer sabía muy bien que todo hombre tiene la tendencia de interpretar, examinar y analizar todo lo que dice Cristo: “¿Ha dicho Dios realmente eso?”. Se trata del joven rico, porque cuando algo nos parece incomodo o indeseable, nosotros empezamos a interpretar a las palabras del Cristo hasta que lleguemos al fin que queremos conseguir. Pero Cristo no contesta al joven, no repite sus palabras. Nuestra libertad también consiste en el derecho de no obedecer y seguir viviendo sin fe, pero enfrascados en nuestra religión, en la “gracia barata”, donde todo es explicable y accesible (D. Bonhoeffer, “El precio de la Gracia. El seguimiento”).
Ahora, según la opinión de Rahner, estamos en el periodo de la “pequeña grey”, de una fe consiente, reflexionada, pero minoritaria. Sin embargo, como todo el comienzo esta nueva evangelización también tiene sus problemas y adversidades. El obstáculo más frecuente es una polarización, separación y enfrentamiento entre los distintos grupos. Algo parecido tenía lugar en el fenómeno de las sectas del primero cristianismo, pero ahora ya no llamamos a estas unidades con las definiciones ofensivas. Una “pequeña grey” no deja de ser la parte de la cristiandad, si no se encierra en sí misma y no considera a su verdad como a la única existente e indiscutible. Resulta sintomático, que con toda la comprensión de la Iglesia como una comunión libre de los fieles, Rahner defiende el poder institucional del Papado, del sacerdocio, de una parroquia tradicional. Y no se trata de privar a alguien de su libertad, sino de que el poder eclesial puede ser usado por una gente no preparada del modo debido: con la agresividad y la convicción de su propia exclusividad. Toda la “pequeña grey” debe ser la rama en el árbol de la Iglesia.
Quizá, en diferencia de Rahner, yo no diría que ahora nuestra fe está “en los tiempos del invierno”, sino más bien bajo una tormenta. Será esta tormenta una lluvia primaveral o una ráfaga del viento devastador del otoño depende de nosotros. Lo único que pidió Cristo a este joven rico era la obediencia y recibió a una pregunta que ya no tenía sentido. Solo la obediencia al Señor nos libera, incluso cuando a las hojas de nuestras vidas arranca el viento de la historia y nos parece que estamos volando hacia el abismo. El bosque puede quedarse devastado, pero el árbol del Reino crece de la semilla de nuestra fe, de nuestro “sí” último. Y en este “sí” no somos unos santos en la oración, sino el ladrón en la cruz. Una hoja más en el árbol eterno.
A muchos cristianos parecerá atrevido este comentario poético de Borges a Lucas XXIII, a la muerte del buen ladrón. Él había sido un primer hombre que entró en el paraíso: ¿Cómo nosotros podemos dudarse de su bondad? Pues de igual modo que en la nuestra. Me parece que el gran logro de este poema consiste en que en el paraíso no entra un personaje apocrífico, santo y reluciente, sino un ladrón real con sus pecados, un hombre como cada uno de nosotros:
Oh amigos, la inocencia de este amigo
de Jesucristo, ese candor que hizo
que pidiera y ganara el Paraíso
desde las ignominias del castigo,
era el que tantas veces al pecado
lo arrojó y al azar ensangrentado.
Cristianismo no es la religión de las masas, sino la comunión en la fe de las personas libres. La rebelión de las masas es siempre una definición de la mediocridad. A esta posición pseudo clerical muy bien definía el mismo Bonhoeffer como “ir husmeando los pecados de los hombres para poderlos atrapar”. “Ya de entrada se considera un engaño, una ficción y una impureza todo cuanto es vestido, cubierto, puro y casto: pero, con ello, sólo se pone de manifiesto la propia impureza. La desconfianza y la suspicacia frente a los hombres como actitud básica constituye la rebelión de los mediocres” (“Resistencia y sumisión”). Pero nuestro ladrón muy bien conocía quien era él y quien estaba muriendo a su lado y por eso lanzó a su voz contra los escarnios de la tropa. Su voz solitaria sonó entre los gritos de los que ya perdieron a su comunión, convirtiéndose en un caos farisaico, y la primera hoja verde de la vida eterna brotó en el árbol de la cruz, porque en toda soledad y en toda tormenta siempre está presente “él que no era el profeta en su patria”.
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